El recurso de la acción directa auguraba enfrentamientos cada vez más cruentos. La batalla se daba en la calle, pero su origen se dio en la academia; los estudiantes vilipendiaban a los viejos maestros, repudiaban su pasividad y su perorata vetusta; en las universidades el conocimiento se había estancado, dormía entre polvo y telarañas. Lacan y Barthes reaccionaron con virulencia, su recompensa fue el escarnio; Foucalt, emocionado, hablaba de experiencias límites mientras a Althusser se le tachaba de traidor. Ser estructuralista significaba ser un peón del sistema.
La revolución se sentía en el aire y la emoción de Marcuse ante el advenimiento de un nuevo orden social, una nueva estructura emotiva, racional e imaginativa del Hombre, se manifiesta en la entusiasta prosa con que este filósofo prescribe una utopía realizable, requisito que marcaría el retorno de la humanidad a su estado natural. La evolución de las sociedades contemporáneas, la dinámica de su productividad, dice el pensador alemán, despoja al término utopía de su contenido irreal; lo que se describe como utópico no es ya algo inalcanzable, sino aquello cuya aparición se encuentra bloqueada por el poder de las sociedades establecidas.
En este texto encontramos a un Marcuse místico, romántico. Más no podía ser de otra manera; el escenario no consentía ambigüedades, eran momentos de definición y él sin amagues marcó claramente su postura. Él estaba con los jóvenes, él estaba con la revolución. Tiene claro que la liberación, o la verdadera transformación social, no llegará por medio de una revolución del proletariado. Esos esquemas están rebasados; mostraron, entre muchas otras cosas, un claro antagonismo hacia la libertad individual. Marcuse es severo con las experiencias comunistas y socialistas de aquellos años, develándolas como manifestaciones represoras y totalitarias en el ejercicio del poder, sin embargo, su principal enemigo es la sociedad capitalista. La sociedad opulenta, la sociedad obscena.
La sociedad capitalista, asevera Marcuse, cimentada bajo una estructura clasista, es obscena en cuanto produce y expone indecentemente una sofocante abundancia de bienes mientras priva a sus víctimas en el extranjero de las necesidades de la vida; es obscena al hartarse a sí misma y a sus basureros mientras envenena y quema las escasas materias alimenticias en los escenarios de su agresión.
A través de un acucioso análisis de las dinámicas imperantes en las sociedades contemporáneas el autor esboza una teoría interesante, aseverando que la vigencia y el dominio de la sociedad capitalista radican, más que en su lógica distributiva o en sus fuerzas productivas, en la homologación de comportamientos a través del consumo y en la imposición de una moralidad específica. Es así que Marcuse, en un ejercicio de reflexión teórica muy atrevido, se sumerge en el estudio de la moralidad desde un enfoque biológico.
Mucho se podría escribir sobre este gran autor, uno de los pensadores más importantes del siglo pasado. Sin embargo, más allá de los estudios y ensayos académicos, en tono laudatorio o despectivo, encomiando sus aportaciones o denostando sus posturas, yo me quedo con ese viejo que, cuando el cambio se asomó, cuando una nueva ruta se empezaba a delinear, fue de los únicos que se brindó con generosidad. Me quedo con el compromiso teórico de un verdadero revolucionario. Me quedo con el gran crítico del capitalismo.