Un poco de irreverencia, por favor

En esta semana que recién concluye, durante la cual el concepto de tolerancia ha sido llevado y traído hasta el cansancio, tal vez resulte harto peligroso, o al menos políticamente incorrecto, expresarse de manera no elogiosa hacia esta noción que parecemos repetir sin aplicar (porque, caramba, debemos reconocer que vivimos en una sociedad muy poco permisiva hacia las diferencias de todo tipo).

Además, debo confesar que el término tolerancia me parece poco tolerante, por decir lo menos, ya que en la esencia misma de tolerar priva un regusto a soportar al otro, más que a aceptarlo tal como es.

Por ello, me atrevo a sugerir que, más que la tolerancia, lo que hace falta a sociedades como la nuestra es fomentar la irreverencia, la capacidad de retar, de poner en duda y cuestionar –por medio de la inteligencia– a todos aquellos valores establecidos pero, no por ello, necesariamente correctos o benéficos para nuestra sociedad.

Por principio, para llevar a cabo cualquier defensa –que no apología– de la irreverencia es necesario asumir como tarea fundamental entender que esta palabra está indebidamente relacionada con términos y acciones que tienen más que ver con la blasfemia o la grosería que con el espíritu crítico. El espíritu desacralizador de la irreverencia es confundido con la intolerancia, incluso en diccionarios. Así, un diccionario enciclopédico afirma que lo irreverente es “irrespetuoso con las cosas respetables, especialmente las religiosas”. El mismo mamotreto nos advierte que “irreverenciar” significa “profanar”. Así llegamos a la profanación de lo sagrado. Y no está mal, porque así podemos comprender a la irreverencia como una actitud que no se ajusta ni acepta de manera irreflexiva los cánones.

Una sociedad que cultiva la irreverencia razonada es, querámoslo o no, más inteligente y madura que aquella que pugna de manera irreflexiva por la llamada tolerancia.

Un día sí, y el otro también, nos topamos con la intolerancia ante las expresiones irreverentes. Seguramente porque son inseparables. (In)tolerancia e irreverencia están referidas al poder como dos caras de una misma moneda. La tolerancia es una expresión cuyo origen debe –o debería– ser el poder, la irreverencia, por el contrario, hacia el poder. La tolerancia desde el poder permite; es decir, “da permiso” infantilizando la ciudadanía. En una de sus acepciones tolerar es “sufrir, llevar con paciencia”, como se aguantan los dolores. A veces estoicamente. La intolerancia, desde el mismo sitial, simplemente no permite, no soporta. Niega. Reprime desde su incapacidad para enfrentar el desacuerdo, la discrepancia, el punto de vista diverso, la contradicción… o simplemente por falta de sentido del humor.

El acatamiento elogioso, complaciente o temeroso de ese poder que nos tolera o nos expulsa se refrenda con la reverencia. La genuflexión. La pleitesía.

Así como todo acto de reverencia puede fundarse en el temor y no en el respeto, en un sentido opuesto es válido afirmar que la irreverencia puede nacer desde el respeto y el interés reales por el asunto de fondo que la provoca. La irreverencia es participativa: se invita, se toma la palabra, es decir, instaura otra forma de relación, más horizontal y democrática, donde la tolerancia deja de ser una graciosa concesión derivada del poder y da paso a una relación basada en la consideración del otro: el respeto a las opiniones o prácticas del otro. En ese marco, la irreverencia no debiera ser percibida como amenaza para la convivencia, sino como el ingrediente imprescindible para fomentar la convivencia.

Una sociedad que cultiva la irreverencia razonada es, querámoslo o no, más inteligente y madura que aquella que pugna de manera irreflexiva por la llamada tolerancia… por ello, ¡seamos irreverentes!

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