Parte I
En junio de 1939 Archibald MacLeish publicó en The Atlantic Monthly el ensayo “Poetry and the Public World” (“La poesía y el entorno público”) en donde sostuvo que la poesía y la revolución política encuentran terreno común en un mundo cambiante.[1]
En aquel texto fascinante que en su momento provocó una encendida polémica, MacLeish echa su cuarto de espadas a la discusión que desde los griegos ha salpimentado el debate sobre el lugar del artista en el mundo de lo político. Y sentencia: “Hay una muy buena razón por la que la relación de la poesía con la revolución política debiera interesar a nuestra generación. La poesía, para la mayoría, representa la intensa vida personal del espíritu único. La revolución política representa la intensa vida pública de una sociedad. La relación entre ambas contiene un conflicto que nuestra generación entiende: el conflicto entre la vida personal de un hombre, y la vida impersonal de muchos hombres.”
El conflicto entre la vida personal de un hombre, y la vida impersonal de muchos hombres. He aquí planteado, como sólo un poeta podría hacerlo, el meollo del asunto. ¿El arte es el arte per se, que se concibe y se coloca en el mundo con independencia del ambiente social? ¿El arte y la política son como el agua y el aceite, aferrados cada cual a su propio territorio e impedidos de ocupar el mismo espacio? ¿El artista en su intimidad creativa es uno y otro en el territorio de lo cotidiano con sus normas, orientaciones y limitaciones?
El artista y la política
MacLeish propuso que el artista asumiera, motu proprio, un liderazgo social ejercido a través de su obra… aunque esto en una sociedad, la estadounidense, en donde el mayor peligro que corría eran los ataques de sus detractores a través de las páginas de los diarios o en las revistas especializadas. No consideró las consecuencias de una toma de partido político en el territorio de regímenes a los que les hace maldita gracia el que los creadores metan las narices en los asuntos reservados a “la política”.
El periodista estadounidense Allan Riding, antiguo corresponsal del New York Times en México, explora la relación del artista y la política a partir de la experiencia de creadores europeos y latinoamericanos. “Entiendo que el artista tiene derecho a decir: ‘yo estoy haciendo poesía o pinto cuadritos de colores para mí’, pero una vez que asume un papel público, con ello vienen responsabilidades”.
Riding explica:
Veía que los escritores estaban en gran parte cumpliendo una función. Por un lado, tenían la fama, el prestigio, los privilegios, los premios, pero cuando llegaban los momentos difíciles, cumplían una responsabilidad, hablando por los que no pueden hablar; denunciando, como disidentes, a veces desde el exterior. También iba mucho a Perú, y en la época, Vargas Llosa estaba pensando ser candidato a la presidencia, era un salto mayor. Esa actitud ante el poder me interesó siempre.
Un contemporáneo que ha vivido en carne propia las consecuencias políticas desatadas por una obra de arte es Salman Rushdie. De 1989 a 1998 vivió oculto, huyendo de la fatwa (condena religiosa) con que el clero fundamentalista iraní respondió a la “blasfemia” de su novela Los versos satánicos. Los ayatolahs llegaron a ofrecer más de tres millones de dólares de recompensa a quien asesinara al renegado y blasfemo escritor.
Pero como él mismo se encarga de recordarnos en Memoria de Joseph Anton, el libro que recoge sus experiencias durante ese tiempo, si bien el encuentro del arte y la política no es siempre afortunado, el personero del poder puede pasar al olvido, pero la obra del creador permanece para las generaciones futuras. Es el caso del exilio de Ovidio ordenado por César, la muerte de Mandelstam en los campos de trabajos forzados de Stalin o el asesinato de Lorca por los falangistas. Rushdie llega a la conclusión de que tal vez el arte se cuida a sí mismo, y son los artistas quienes necesitan defensores.[2] “De aquí a cien años”, solía decir con ácido humor Carlos Fuentes, “nadie recordará los nombres de encumbrados funcionarios”.[3]
En América Latina, como bien ha señalado Edmundo Murray, este dilema adquiere matices propios:
La literatura anglo y europea considera que quien escribe sólo debe hacer eso, escribir. Nada de periodismo, política o activismo. MacLeish deja bien claro desde qué perspectiva escribe. Acá los escritores, allá el resto del mundo. En América Latina la literatura es ancilar a la cotidianeidad de nuestras vidas. No se concibe el escritor puro, a la Borges. Pero hay otra clave, que es la diferencia fundamental entre la poesía y la literatura del mundo anglo-euro con la del mundo latinoamericano. Dice MacLeish en tiempo futuro que para los poetas ‘American as well as English… the time is near’. Pero a esa altura del partido unas cuantas decenas de poetas ya habían dado la vida en América Latina por causas políticas; y ni hablar de las centenas de políticos que en algún momento de su vida incursionaron por la poesía. Pero digo mal; en nuestra América no hay políticos por un lado y poetas por otro. Es todo una ensalada maravillosa de luces y sombras que a mí me presentan un poeta más humano que el purista de academia o biblioteca. Lo que para MacLeish fue una posibilidad de generaciones futuras, para gente como César Vallejo fue un rito de pasaje tan natural como hacer el amor en un cementerio. La mezcla de periodistas, poetas, políticos todavía aterra y fascina en algunos antros académicos euro-yankis”.[4]
Cierto. En la República poética latinoamericana -con sus luchas fratricidas, su estela de sangre y dolor, de marginación e injusticia- poco sentido tiene el diletantismo de la responsabilidad social del arte. Quizá, como sugiere Xavier Velasco, ser creador en este lado del mundo es aceptar la urgencia de meterse en problemas,[5] pues como lo expresara Gabriel Celaya, aquí encontramos Poesía para el pobre, poesía necesaria / como el pan de cada día,
Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.[6]
Alfredo Riquelme nos recuerda que Neruda —el de la Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena, obra que es como un mazo poético con el que se asestan macizos golpes al imperialismo yanqui— no titubeó en poner su arte al servicio de la ideología política que profesó:
“Piedra en la piedra, ¿el hombre, dónde estuvo?”, Macchu Picchu, pusiste / piedra en la piedra, y en la base, ¿harapo?;
y se lanza a la búsqueda de esos olvidados “pequeños párpados” que “se cerraron” para exigir a la “Alta ciudad de piedras escalares”:
“¡Devuélveme el esclavo que enterraste!”,
estableciendo una comunión a través de “edades ciegas, siglos estelares” entre las víctimas de la historia de entonces, el poeta y los que en la actualidad luchan por emanciparse.[7]
En todas las latitudes surgen expresiones semejantes, desde la anónima Mi voz surge en la plenaria / de un Proceso Criminal / como Cargo de Lesa Humana / y a los Sicarios del Mal, a la denuncia de Bertolt Brecht sobre la sujeción de los oprimidos a los poderosos:
Tebas, la de la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó? / En los libros figuran nombres de reyes. / ¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?
Bien. Hemos establecido el tema general. ¿Pero quién es el poeta sajón al que invocamos en este debate?
Referencias:
[1] MacLEISH, Archibald: “Poetry and the Public World”, The Atlantic Monthly, June, 1939, Vol. 163, No. 6, 823 – 830.
[2] RUSHDIE, Salman: Joseph Anton: a Memoir, Random House, New York, 2012.
[3] VELASCO, Xavier: “Huellas de narrador”, La Jornada, 1 de diciembre de 2012, México, D.F.
[4] MURRAY, Edmundo, escritor y poeta argentino. Intercambio epistolar con el autor, junio 2007.
[5] VELASCO, “Huellas…”, ob. cit.
[6] CELAYA, Gabriel: “La poesía es un arma cargada de futuro”, Artepoética, noviembre 2012.
[7] RIQUELME SEGOVIA, Alfredo: “Poesía y Política en Pablo Neruda”, Archivo Chile, Centro de Estudios Miguel Enríquez.