De cortes virreinales

Durante los tres siglos que tuvimos de colonia, sólo dos ciudades mantuvieron una corte: México y Lima. La vida cortesana, sus costumbres y reglas, suscitaron un fenómeno social curioso, pues aquello era lo más cercano que se tenía a la realeza europea, el modelo a seguir, que además cambiaba drásticamente con la llegada de cada nuevo Virrey, en nuestro caso sesenta y dos.

Los virreyes debían ser vistos como la viva imagen del Rey, que por supuesto había sido elegido nada menos que por Dios en persona. De ahí que la vida diaria en la corte, sobre todo en actos públicos, estuviera cargada de un suntuoso melodrama que impactara y acompañara el mensaje de quién era el conquistador y quién el conquistado.

También eran tiempos del Barroco, donde todo se manejaba por medio de gestos y códigos de una teatralidad sorprendente. Cualquier ceremonia era un acto rimbombante de rigidez aterradora, de ahí a que una misa pudiera durar hasta seis horas. A veces los actos eran tan teatrales que si algo salía mal nadie sabía qué hacer, como cuando en 1697 el nuevo virrey, el conde de Moctezuma y Tule (que aparte estaba bizco), hacía su fastuosa entrada a la ciudad para recibir las llaves del virreino y el caballo le respingó, tirándole la gigantesca peluca polveada al piso: nadie se atrevió a recogerla.

virreyes de la Nueva España
Virreyes de la Nueva España (imagen: Wuanave-Overblog).

En la corte todo eran maneras estudiadas y el gesto era una de las herramientas más importantes para la comunicación dentro de la sociedad palaciega virreinal, un código con el cual se podía expresar “a hurtadillas” toda la gama de sentimientos humanos. Por ejemplo, el virrey tenía que en todo momento disimular su enojo y saber cómo establecer con una sola mirada o mueca el respeto y temor de sus subordinados. En las audiencias debía hablar poco, usando de preferencia una voz grave, como si estuviera adentro de un refrigerador. También debía usar palabras dulces, de terminado tierno, a la manera de los viejitos sabios. Su actitud corporal en público debía reflejar compostura, modestia y severidad. Siempre debía caminar despacio, sin prisa y sin mirar a nadie, pero eso sí: ¡bien trucha de todo! Por eso una de las actividades más importantes dentro de la vida en la corte era el baile, la máxima expresión del lenguaje corporal.

Aunque a veces no tuvieran título, los virreyes eran elegidos entre la alta sociedad-aristocracia española. El cargo nunca se daba por méritos, sino por amistad o por lo que apoquinaba el aspirante. Una vez elegido, el representante del rey se embarcaba a la aventura con su gran comitiva; nunca venían solos, ni siquiera don Baltasar Zúñiga y Guzmán, el primer virrey soltero que llegó en 1716 (además con sus sesenta años). Los virreyes se traían hasta a doña Pilarica, la que les espumaba el chocolate. Por lo regular se embarcaban con setenta criados y veinte esclavos negros; si venía la esposa, se sumaban unas veinticuatro criadas más. El costo del viaje, acomodo y sueldo de todos corría por parte del virrey. Don Antonio de Mendoza fue el primer virrey novohispano que llegó en 1535. Recibía un sueldo base de 8,000 ducados anuales, lo cual entonces era una suma considerable.

Sin embargo una vez acomodado en el palacio los gastos que corrían por parte del virrey en turno ascendían considerablemente: entre enseres y demás, debía pagar la gente denominada de escaleras abajo (camareras, lacayos de establo, despenseros, cocineros, indias molenderas, jardineros y más esclavos), los de en medio, como pajes y damas de compañía, y por si fuera poco una comitiva de jóvenes pertenecientes a la nobleza indiana que el mismo rey de España exigía integrar a su séquito personal para educarlos bajo los valores cortesanos europeos y que “aprendieran el manejo de las armas, el arte de montar a caballo, la buena conversación, las maneras en la mesa, el esmero en la apariencia personal, el baile y, ¡faltaba más!, el galanteo con las damas.” Todavía faltaba un grupo más por mantener: los cercanos que tenían acceso a sus aposentos, como el mayordomo personal, el secretario particular, el médico, el confesor, el capellán, algunas damas y caballeros de cámara, además de los parientes y los de “mucha confianza”, que eran los espías al servicio del virrey.

cortes virreinales
Sistema de las cortes virreinales (Fuente: iulce.es).

Y si a eso le sumamos una esposa frívola, amante de lujos, fiestas, banquetes, corridas de toros, días de campo, bailes, comedias y además de casquitos ligeros con un carácter soberbio y de los mil demonios, como doña Blanca de Velasco, la esposa del séptimo virrey, Álvaro Manrique de Zúñiga, pues no había ducado que alcanzara. Un cronista de la época cuenta que:

 … fueron el virrey y la virreina a holgarse en la ciudad de Xochimilco, llegando con toda su casa dentro de nuestro convento… y detúvose ahí siete u ocho días en que los indios les hicieron grandes fiestas… había de comer trescientas raciones y a cenar otras tantas y a todos se daba vino; las aves que se comieron son sin número y la colación de confituras y caxetas fue de gran cantidad y de mucho precio… (Pero) lo que más mal pareció y de que todo el mundo tuvo que murmurar fue la demasiada libertad, rotura y disolución muy de propósito de mujeres, la virreina y las suyas.

Por lo mismo no fue raro que los virreyes y cortesanos les ganara la codicia y se quisieran enriquecer a la brevedad posible, pasando por arriba de quien fuera. No todos lo lograron, como el virrey conde de Baños, cuya familia soberbia y majadera salió por piernas del virreino, en 1664.

El escenario donde se desarrollaba la vida de este barroco teatro cortesano era el Palacio Virreinal, hoy Palacio Nacional. El primero en habitarlo, en 1562, fue el virrey Luis de Velasco y Ruiz de Alarcón, sin duda uno de los mejores: protector de los indios, suprimió la encomienda, fundó la Universidad de México, fundó las ciudades de Monterrey, Guadalajara y Durango, entre otras cosas.

Luis de Velasco y Ruiz de Alarcón
virrey Luis de Velasco y Ruiz de Alarcón.

Por supuesto en el Palacio Virreinal se celebraban grandes fiestas, pero eran escasas. Esto porque era más común que la gente adinerada se peleara para quedar bien con los virreyes y la “nobleza”, o buscar un favor, y una manera de hacerlo era organizando sendos pachangones, sobre todo si se tenía palacete en el campo, como cuando, en 1753, don Francisco Chaparro, agasajó es su casa de San Ángel con un almuerzo al Virrey, su familia, principales de la corte y… colados:

(…) aderezó la casa costosamente y mandó formar en la huerta dos hermosas galerías cubiertas de ramos de flores (…) recorriendo las cortinas se dejó ver la segunda galería en donde estaba una larga mesa cubierta de exquisitos y pulidos manjares, ricos aparadores con todo género de bebidas… Se dice que se perdieron dos platones, once platillos y muchas cucharas, todo de plata, porque la concurrencia vulgar fué crecida.

Ahora bien, dentro de la corte podía haber buenas amistades entre novohispanos y españoles. Inclusive algunas llegaron a trascender, como lo fue la amistad entre la culta virreina María Luisa Manrique de Lara y Sor Juana Inés de la Cruz, que muchos han querido ver como historia de amor. Sin embargo, la corona tenía estrictamente prohibido que los hijos de españoles cortesanos se casaran con los nacidos aquí o apadrinaran hijos de estos. Pero muchos virreyes llegaron a identificarse con el sentir de sus súbditos; entonces algún virrey fue padrino de bodas de alguna familia prominente o, como el caso de los marqueses de la Laguna, quienes quisieron que a su hijo lo bautizara el primer criollo ordenado sacerdote en Nueva España, el franciscano Felipe de Jesús, que además después se convirtió en el primer santo mexicano de la historia.

María Luisa Manrique de Lara y Sor Juana Inés de la Cruz
María Luisa Manrique de Lara y Sor Juana Inés de la Cruz.

Conforme pasaba el tiempo y se adoptaban nuevas modas, la ostentación y pedantería de la corte virreinal aumentó. A partir de la última década del siglo XVII el intento de la gente bonita por seguirle el paso a la corte francesa era casi desesperado. Todo era pelucón y maquillaje. El fraile irlandés, Thomas Gage, que visitaba la Nueva España escribió:

Tanto los hombres como las mujeres se adornan con exceso, usando más seda que paño y realzando su vana ostentación con piedras preciosas y perlas. Es común ver una roseta de diamantes en el sombrero de un caballero y el cordón de perlas es habitual en el de los comerciantes […]. Los caballeros llevan su séquito de esclavos negros para que los atiendan, quien una docena y quien media, con elegantes libreas cargadas de encajes de oro y plata, con medias de seda en sus negras piernas, rosas en los pies y espaldas a su lado.

Para el historiador Jacques Lafaye esta idea de grandeza se fundaba sobre la conciencia de su riqueza y es que, en efecto, los criollos novohispanos eran ricos gracias a lo mucho que producían sus tierras y minas.

Se creó entonces una cultura altiva y ostentosa en la corte, en el arte, en la arquitectura y hasta en su gastronomía ‒que, por cierto, era complicadísima‒. Pero se trató de una cultura original, que poco a poco comenzó a permearse con orgullo vital entre la gente nacida en estas tierras, compartiendo la idea de que, después de todo, no se le debía nada a la lejana España. Nació pues una identidad propia que a fuego lento se convirtió en bandera.

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