La evolución de la invención del amor tomó distintas formas de expresión en Occidente y Oriente. El sistema social “pareja” que forma una familia, se establece como base hace aproximadamente 10 mil años a.C. Sus modalidades podían variar porque, dado que la dadora de vida era la mujer, ella era el centro de las relaciones familiares y la sociedad podía ser incluso poliándrica. Ahora bien, en Occidente se construyó un concepto de amor pasional que era concebido exclusivamente como un placer físico voluptuoso y la pasión trágica y dolorosa era considerada una enfermedad despreciable.
Así era en términos generales, ahora, vamos a viajar en el tiempo y por los territorios, para ver cómo se manifestaba el amor en cada uno. Egipto es nuestro primer destino amoroso. Para los egipcios el matrimonio estaba pensado a pie de igualdad en la expresión de la sexualidad y, hasta entrada la Edad Moderna, ésta fue la mentalidad imperante en prácticamente todo el mundo antiguo. La fidelidad de la pareja o la legitimidad de los hijos no era tema. Lo importante era tener la capacidad de procrear, el ser fértil. El amor se manejaba fuera del matrimonio en estas relaciones casuales (o no tanto) que, tanto mujeres como hombres, podían establecer en absoluta libertad e independientemente de su estado civil.
Desde la perspectiva actual, los egipcios eran de total vanguardia. Si vemos la situación de los griegos en la que las mujeres carecían de derechos políticos y su función social primordial era tener hijos (de preferencia varones). Los padres concertaban el matrimonio para las hijas alrededor de la edad 13 a 15 de las jovencitas. Además, tenía que llevar dote para tener una especie de soporte en caso de emergencia. Mientras tanto, el novio estaba obligado a hacer regalos a la familia. Una vez casada la mujer se recluía en el gineceo donde se dedicaba a la cría de los hijos y al cuidado del hogar. El amor no era considerado como parte de la ecuación, era la philia, es decir, alguna manifestación de cariño entre esposos lo que estaba permitido. Mientras ellas estaban sujetas a una decencia necesaria para seguir disfrutando de legitimidad y eran consideradas una pertenencia, ellos podían tener, dependiendo de su capacidad económica, varias mujeres, o acudir libremente a visitar prostitutas para satisfacer sus necesidades sexuales.
En la antigua Roma el mecanismo para casarse era similar al del griego. El pater familias concertaba el matrimonio y cedía los derechos sobre la hija al marido. La mujer romana casada era una matrona criadora de hijos supeditada a su marido. A diferencia de las griegas, las romanas sí tenían derechos políticos. De manera equitativa podían, mujeres y hombres, ejercer su sexualidad de manera libre, respetuosa y digna.
El salto en el tiempo nos lleva a la Edad Media en la que la mujer sigue siendo considerada una especie de posesión necesaria para hacer una familia. Las bodas pactadas eran la norma, la dote cambia de sentido. Son los padres de la joven los que la fijan y la reciben, en caso de que la boda se pactara. Si no había pacto y se quería seguir adelante en la intención de matrimonio, la dote se triplicaba. Si se escapaban los novios se consideraba a la mujer una adúltera con el escarnio correspondiente. El matrimonio era para toda la vida, el vínculo irrompible, la cópula debía ser “honesta” y sólo con el fin de engendrar y todo sucedía bajo la mirada atenta de Dios.
El amor definido desde la pasión y el instinto era totalmente extraconyugal, mientras que el amor cortés era platónico, incluso, místico. A fin de cuentas, esto representaba la criminalización del placer. Por lo tanto, las relaciones ilícitas y los hijos ilegítimos estaban a la orden del día, incluso, se “justificaba” el asesinato porque la represión sexual eclesiástica hizo que algunos consideraran que la única salida de esas uniones que no deseaban más, consistía en matar a la esposa para “librarse” de ella. ¿Cuánto amor no? Parece ser que éste fue el inicio de una doble moral cristiana que aún impera. Para muestra un botón, Andrés el Capellán, quien era parte de la corte de la condesa de Champagne, escribió en su obra De Amore 31 reglas sobre esta cuestión. Una de ellas dice que “el matrimonio no es una excusa para no amar”, lo que implicaba tener este sentimiento por alguien distinto de la pareja conyugal, es decir, de concretarse el romance, éste se daba en adulterio.
Las normas amorosas fueron cambiando a lo largo de los siglos para hacerse, aparentemente, más complejas, por ejemplo, las reglas del cortejo durante el siglo XVII eran proporcionales a la riqueza. La “gente de dinero” estaba obligada a seguir una serie de ritos que validaran que la unión era conveniente para las familias involucradas, no sólo para los contrayentes. La candidata era investigada primero para ver si estaba suficientemente preparada para casarse, después él le “echaba el ojo” a distancia para ver si lo que veía le era atractivo y agradable. En caso de que así fuera, comenzaría a enviarle cartas de amor y obsequios. No era raro que una pareja de enamorados compartiera la cama del pretendiente, con una tabla entre los dos para que, impidiendo el contacto físico, se diera el “agrupamiento”. ¿Cómo para qué? Vaya usted a saber, pero es claro que ellas eran tratadas como una especie de mercancía, ¿o no?
Es en la época Victoriana en que el romanticismo se convirtió en el ideal y el arte del cortejo se hizo aún más especializado. Con el abanico se establecía todo un código para indicar quién era un buen candidato, quién estaba comprometido, cuál era el galán más feo o el más atractivo. Así se comunicaban, tanto en Inglaterra como en Francia y España y el lenguaje del abanico se popularizó hasta el grado de que, aún hoy en día hay un establecimiento en Sevilla donde, aunque caído en desuso, se puede aprender a “mover el abanico como marquesa”.
En el siglo XIX se crea la institución laica que soporta al amor. Ya no es la iglesia la que norma. Así, llegamos a la era moderna, el siglo XX, y, aunque parece extraño, la masificación de la industria automotriz permite a los jóvenes un grado de independencia que permite que el cortejo se realice en espacios fuera de casa. Convertirse en novios significaba la promesa de un anillo, los pretendientes entregaban objetos de unión, por lo general una chaqueta de la fraternidad y, de manera frecuente, estaba socialmente asumido que el camino de esa relación terminaría en el matrimonio.
El gran cambio, donde el sexo casual sin cortejo se convirtió en una conducta normalizada se dio en los años ochenta. Las relaciones de largo plazo habían pasado de moda y esta tendencia era global. Los programas televisivos reforzaban esta conducta y el deseo se convierte en el rey del proceso de cortejo. Hay que ser atractivo, deseable, popular. Ser estable y brindar un soporte firme no genera un especial valor; esta aparente banalización de las relaciones, ha ido progresando a un estilo actual que va del enganche (hooking up) en Tinder, Grinder, Elite, Be2, Meetic, Happen, etc. Son los medios de contacto a través de redes sociales. Éstas promueven, desde un encuentro casual, hasta la posibilidad de conocer a alguien que efectivamente desea conocer una pareja estable y comprometida para compartir la vida.
El mercado del amor se ha sofisticado en su invención hasta el grado de hacer una ventana de oferta y demanda sumamente segmentado por intereses, edades, orientación sexual, etc. Y, aunque se suele decir que nunca segunda partes fueron buenas, en el amor hoy se estilan segundas, terceras, cuartas y hasta múltiples y simultáneas. Las parejas homosexuales pugnan por la posibilidad de casarse como lo hicieron sus anticuados padres heterosexuales. Los heteros ya no quieren compromisos, mientras que todos (heteros, homos y bisexuales) empiezan a explorar alternativas pansexuales y poliamorosas que amplían su panorama de ser amorosos y recibir amor. Claro, ésta es sólo una cara de la moneda, por el otro lado, muchas personas de muy distintas edades han empezado a desarrollar una especie de fobia por las relaciones de pareja. Se sienten invadidas y tienen miedo, además, (mucho miedo) de contraer algún tipo de ETS o de conocer a algún asesino serial, por lo tanto, prefieren no establecer vínculos por fuera de las redes. Pueden pasar años conversando con uno o varios prospectos, incluso tener una relación virtual que, de alguna manera, viene a suplir la que se concretan en el espacio físico real.
Se tiene temor al compromiso, al contacto físico, a la cercanía y a la intimidad. El desarrollo de robots y programas para ser acompañantes del individuo que se aísla están en boga. ¿Me pregunto a dónde nos llevará el futuro? ¿Será que la reproducción asistida sea el camino para la supervivencia de la especie y que los seres humanos vayan teniendo una actitud cada vez más aislada y temerosa? Yo quisiera apostar por una revaloración de lo ecológico, lo orgánico en las relaciones humanas. Que se reconozca la importancia del contacto, de la mirada que establece contacto con la mirada del otro y con los aromas que pueden encendernos y conectarnos con el otro. ¿Cuántos otros? ¿Cuáles otros? ¿De qué orientación? ¿En secuencia o simultáneamente? No lo sé, creo que, en función de mi experiencia personal y de la buena fortuna que he tenido al elegir a mi compañera de vida, mi deseo es que este invento llamado amor, vuelva a ser un vínculo humano que nos acerque y nos lleve a disfrutar de nuestra individualidad y de la posibilidad de cuidar, querer, proteger y fundar una vida en compañía de los seres que amamos, o los que amemos. Si el amor es, a fin de cuentas, un constructo humano, hagamos de esta invención lo más disfrutable, feliz y abrazador que nos toque vivir.