Nuestra historia mexicana está llena de grandes mujeres empoderadas, mucho antes que la frasesilla se pusiera de moda en el discurso político (aunque fue acuñada en 1995 durante la Conferencia Mundial sobre la Mujer, en Pekín, China).
Una de estas mujeres fue Mariana Yampolsky, cuyo “empoderamiento” lo realizó a través de la cámara fotográfica. Ya lo decía Susan Sontag: “Fotografiar nos permite apropiarnos de momentos donde se nos pone en relación con el mundo, pero con poder.”
Y ¡vaya poder!: gracias a él, Mariana viajó por más de 40 años a lo largo y ancho de nuestro país, llegando a los rincones más peliagudos, para dejar así su “poder” en más de 50 mil imágenes, 50 exposiciones personales y aproximadamente 150 exposiciones colectivas a nivel mundial, que siguen hasta hoy mostrando no sólo la riqueza y vitalidad de la cultura mexicana, sino también su inquietante dualidad en la vida cotidiana, donde pasado y presente hablan como uno mismo.
Elena Poniatowska, amiga de toda la vida de la fotógrafa, decía que “de tanto andar por los caminos de México, Mariana se volvió parte del paisaje. Nació en Estados Unidos, pero le enfermaba que la consideraran gringa, porque amó a México como sólo los conversos suelen amar a Dios.”
Mariana Yampolsky Urbach nació en 1925, en Chicago, pero fue criada en la granja de sus abuelos paternos. Fue hija única, querida y consentida. La nena Marian no supo que existían otros niños, hasta los 6 años cuando entró a la escuela. Claro, el vecino más próximo estaba a cien kilómetros.
Su padre un personaje singular: escultor, pintor, maestro, ebanista y políglota. La familia de su madre había huido de Alemania a causa de la amenaza nazi. Eran intelectuales y librepensadores (su tío Franz Boas fue el fundador de la antropología moderna en Estados Unidos y uno de los primeros intelectuales en manifestarse contra el fascismo en Europa).
Mariana vivió en aquel ambiente campirano y liberal, hasta terminar la preparatoria. Como era de esperarse el banjo y el arreo de gallina no era lo de la joven, quien heredó el carácter inquieto y artista de su padre, y la intelectualidad e idealismo socialista de su madre, así como su pasión por la lectura (pocas personas sabían tanto de Shakespeare como Mariana, quien al morir dejó un legado de 6 mil libros).
Este bagaje la llevaron a estudiar ciencias sociales y arte en la Universidad de Chicago. Fue ahí que escuchó una conferencia sobre el Taller de Gráfica Popular de México (TGP), un colectivo mexicano que utilizaba el arte como plataforma para causas revolucionarias, fundado por el maestro Leopoldo Méndez (el grabador más importante del México contemporáneo que se dedicó a plasmar al indigenismo mexicano), en 1937. Amor a primera vista.
Inmediatamente después de graduarse, en 1944, año en el que también fallece su padre, Mariana decidió venirse a vivir a México. Era la primera vez que se subía a un avión. El gusto le duró poco: a medio camino, en Texas, los bajaron a todos para utilizar el avión en el transporte de tropas. Tuvo que seguir su viaje en camión y tren hasta la capital. Al día siguiente que llegó abrió las cortinas de su cuarto y vio una buganvilia encendida iluminando un muro triste: “Éste es mi país”, dijo.
La sede del Taller de Gráfica Popular estaba en una calle del centro, más apta para la prostitución que para el arte. Dentro del taller había dos prensas de mano y un litógrafo destartalado; un cuarto era para imprimir, otro para grabar y un tercero para vender y hacer asambleas, que siempre terminaban en fiestón, pues el taller hervía de jóvenes artistas, idealistas de izquierda, que se convirtieron en los abanderados del arte al alcance de todos, en un país donde el ajetreo político era intenso. Con pocos recursos producían carteles, panfletos y grabados en un lenguaje estético realista, mismos que pegaban en paredes y postes para apoyar la causa, cualquiera que fuera ésta.
Cuando Mariana se presentó al Taller no hablaba una palabra de español. El costo de la inscripción era de $15 pesos. Los colegas rápidamente le dieron la bienvenida a aquella güeraza de carácter recio y articulado, quien se convirtió en la primera mujer en ser admitida como grabadora al Taller, si bien no la última: al colectivo se unieron más grandes empoderadas, como la muralista Fanny Rabel, la pintora Leticia Ocharán, la también muralista Andrea Gómez y Mendoza (invitada personalmente por Mariana y que además fundó la Casa de Cultura del Pueblo y el Taller de Dibujo Infantil Arco Iris, en Temixco, Morelos), y la afroamericana Elizabeth Catlett Mora, cuyas pinturas y esculturas abanderaron el movimiento de los derechos civiles de los negros en Estados Unidos.
A finales de los cuarenta Mariana tomó un curso de fotografía en la Academia de San Carlos, bajo la tutela de Lola Álvarez Bravo. Amor a primer click. Sin embargo, el verdadero apoyo en el oficio fotográfico, comenta el periodista Rafael Miran Bello, “lo recibió del arquitecto suizo Hannes Meyer, exdirector de la Bauhaus, al encargarle la realización de los retratos de sus compañeros grabadores para la publicación del libro que conmemoraba los 12 años del TGP, y en el que también colaboraron Manuel Álvarez Bravo, Rafael Carrillo y Leopoldo Méndez.”
Comienza así la aventura fotográfica del maravilloso ojo de Mariana Yampolsky, quien siempre sonriente viajaba en su VW blanco junto con su inseparable cámara, para retratar campesinos e indígenas, casas de adobe, iglesias, ruinas, sombras ocultas en magueyes y hojas de plátano, paisajes, fiestas religiosas o no y mercados, “haciendo poesía con los caminos de tierra”, como dijo la escritora Raquel Tibol, pues, en palabras de la misma Mariana: “No tenemos que inventar nada, todo está ahí, sólo hay que descubrirlo, fotografiarlo y gozarlo”.
Ojalá muchos de nuestros empoderados de hoy dijeran como Mariana: “Si uno ama al pueblo, al país, también ama todo lo que rodea al ser humano. Creo que se tiene que amar, amar mucho al país que miras.”
Gran parte de su obra está comprendida en los libros La casa que canta. Arquitectura popular mexicana (1982), La raíz y el camino (1985), Estancias del olvido (1987), Tlacotalpan (1987) y Mazahua (1993), que publicó en conjunto con Elena Poniatowska.
Excelente artículo. Soy fan de esta sección. Son esa clase de personajes importantes que silenciosamente me han enseñado a amar a México con nuestra cultura, naturaleza e historia. Muchos años tuve colgada esa fotografía, justo la que aparece arriba y que según creo se llama “Caricia”, firmada por Mariana Yampolsky. Ella y Sebastián Salgado maracaron profundamente mi concepción de la realidad. Muchas Gracias Gerardo Australia
Me interesa ampliar la información sobre la relación Mariana y Lola Alvarez Bravo