El Bolerito sin Zapatos

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No, no hay para el bolerito sin zapatos, ni útiles escolares, ni uniforme.

Ciudad de México.- Con actitud desenfadada y placer de acalorado comensal en la hermosa Plaza de Santa Lucía, a la sombra ventilada de restaurant famoso en ambiente estival y 38 grados de temperatura, con buen aunque estropeado calzado por el andar disuelto en calles barridas en deshoras, procede a aceptar quien escribe la multi-ofertada y varias veces en esa ocasión, rechazada –chaineadita-.

El prestador del servicio es un niño serio, de diez u once años, le contenta mi aceptación, se aplica y propone: ¿tinta o crema? Para la orilla de las suelas tinta, para el cordobán la crema, le digo con autoridad sapiente. Y van la brocha, el cepillo y el trapo, así, de un lado para el otro haciendo circulitos y rallas con la una, achuras con el dos, percusiones y rechinidos con el tres. La ceremonia de la alternancia tras el golpecito delicado en cada pié, termina al cabo de afanosos 10 minutos. Misión cumplida: Listo– dice casi adusto y fatigado el niño.

Es un chiquito tzotzil, viene de San Cristóbal, de San Juan Chamulla, de Chiapas, viene desde el suyo a este otro país, –perdón-, Estado, que es Yucatán, para realizar uno de esos trabajos que parafraseando a Foxya ni los mayitas quieren hacer.

El niño se abstrae mientras converso ingeniería política con mi interlocutor quien amable, generoso y aleccionador termina pagando al 500% la boleada de 20 pesos.

Cincuenta, le dice por la boleada y cincuenta para tus útiles de la escuela. El niño no llega siquiera a articular las gracias, no le había quizá antes, en su corta trayectoria laboral, ocurrido algo semejante.

El bolerito parece no entender, no sabe si dar cambio, si es una equivocación. Procesa lento el hecho que no acompaña explicación alguna. Sin embargo, guarda los dos billetes. Intuyo quiere salir corriendo, pero no, conserva la calma. Una calma extraña en que le percibo proyectar el destino de ese inesperado recurso. ¿Habrá terminado su día que comienza a penas?, ¿producirá mas? ¿Seguirán siendo así sus boleadas en esa jornada-de-la-suerte?

Quedo agradecido más con la generosidad de mi amigo que con la común boleada. Y es que… me parece que pudo haber cepillado más para evitarme la molesta acumulación de crema en zonas que después tendré que afinar. Pero bueno, total.. es una chaineadita y no más…

Le miramos partir y antes de retomar nuestra conversación mi amigo –disparador– apunta, sensible, lacónico y certero –el bolerito sin zapatos. La frase queda así vibrando como golpe de campana bien tañida, como dolor bien localizado, como verdad des-cubierta.

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Cuántos hay que cansados de la vida, enfermos de pesar muertos de tedio… Si –disculpe usted lector, me atropelló el poema de Pesa, sin zapatos ni breviario, –hay poesía no te agolpes- dan bola sin recibir remedio.

Yucatán, Campeche menos y Quintana Roo más, son refugio de vendedores y generalmente vendedoras y niños ambulantes, mercachilfles, cigarristas que ofertan muñequitas de trapo, pulseritas y bolsas de telas sicodélicas y hasta simple caridad andan pidiendo, haciéndose de esa forma parte de la oferta en las calles de estas ciudades tomadas por el turismo que sin mucho remedar, agrega un impuesto a su periplo mexicano.

Ventitas que son frontera con la mendicidad y que reflejan ese México que no se menciona en los acuerdos internacionales ni en los discursos de políticos generalmente inauguradores, patricios y triunfalistas.

El México de las inexplicadas estadísticas está allí sin embargo. Es el dato de la pobreza creciente. La reforma educativa de gran calado, no ha llegado aún a nuestro personaje del cajón.

Es allí lo sabemos todos y no lo ejercemos nadie, donde debe ineludiblemente concentrarse la acción social y política, allí donde deben llegar o de donde deben partir las reformas. Promover el apalancamiento de los que menos tienen para que alcancen nivel de igualdad de oportunidades.

No, no hay para el bolerito sin zapatos, ni útiles escolares, ni uniforme. Mucho menos un par de tenis para el deporte ni posibilidad de ofrecer cuotas para la reparación en su escuela, de las bancas, los baños, la oficina del director o la pintura de la fachada. No los hay porque no tiene escuela.

No hay para él, sino más boleadas, eventuales aportaciones generosas y efímeras que se conduelen cierto, pero que no hacen (hacemos dijo el otro) aportaciones mas allá del sobreprecio -que por cierto no alcanza siquiera el valor de la boleada en cualquier aeropuerto del gabacho a 10 USD mas la propina-.

¿Debió mi amigo disparador pagarle el mil por ciento a nuestro bolerito sin zapatos y a partir de allí, sólo a partir de allí ofrecer una generosa propina? O debí quizá no aceptar la boleada sin cerciorarme que el bolerito sin zapatos tenía escuela y se estaba ganando un complemento para ayudarle a sus papás con su alimentación o a la escuela con sus cuotas.

Ciertamente que no hay trabajos, verdaderos trabajos que sean indignos. El presidente Zedillo en su biografía cuenta haber boleado zapatos en las plazas de Mexicali. Frank Underwood, en sus momentos mas difíciles en la Presidencia de los Estados Unidos, boleó sus zapatos, yo mismo si, figurese usted lector amable –yo mismo– me plazco en hacerlo de vez en cuando, cuando topo con la bolsa-esa, grande, donde están todos los trapos, todas las tintas y las grasas, los cepillos y pinceles.

Dar bola si bien no es una profesión, es para muchos un placer. Todos tenemos derecho a una boleada a darla o recibirla, pero no olvidemos que antes de darla o recibirla, lo que es irrenunciable condición, es tener los zapatos. Esos que no tuvo y no se podrá comprar con la propinaza, nuestro bolerito tzotzil del elegante restaurant en aquella plaza meridana.

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