FIAC 2015. Primera parte: Extramuros

Lectura: 4 minutos

“Wall building is not inherently transgressive […] Walls can feed you keep you safe or hold you prisoner”

Rashid Johnson

Esa tarde, a partir de las ocho y media, todo empezó a tener que ver con un solo concepto: el muro.

En realidad todo había empezado antes. Mucho antes de lo que yo me imaginaba.

Un amigo, amigo cercanísimo, que me conoce de memoria, como decía Tovar, se propuso prestarme su pase para entrar a la FIAC. Estábamos muy lejos el uno del otro y a mí me acomodaba que él se acercara a donde yo estaba para entregarme el pase. Pero recapacité: no es bueno ser un limosnero con garrote. Me dijo que me dejaría el pase en un bar, en la caja, dentro de un sobre a mi nombre.

Llegué al bar un cuarto de hora antes de las ocho. Pregunté si un ucraniano de casi dos metros y ojos de personaje de Crimen y Castigo me había dejado un sobre. Que cómo me llamaba, me preguntaron. Diego de Ybarra, les dije. Pues acá está este sobre; debe ser para usted. El sobre estaba dirigido a Diego Ribera (sic). Mi amigo me conocía de memoria. Ni siquiera sabía cómo me llamaba. Primer muro: el endémico problema del desinterés por la identidad del prójimo.

Michael Romanenko Mnemosyne
Michael Romanenko Mnemosyne

Me había dado cita con una señorita que me acompañaría al vernissage de la FIAC. Habíamos quedado a las ocho y media frente al Petit Palais. Ok, me había dicho ella. Nos vemos a las ocho y media frente al Mini Palais. Pensé que era una cursilería suya esa de llamarle así al palacio aquel, pero ya no dije nada.

Como soy muy puntual, llegué a la hora acordada. Segundo muro: uno de hormigón y una sustancia cremosa y amarillenta. Frente al Petit Palais había una pared de un poco menos de dos metros de alto. No recuerdo cuánto de largo. Al principio no entendí. Quizás alguna obra del municipio. Pero conforme el tiempo pasaba y la mujer esa no llegaba, me puse a analizar el muro, que era bastante feo. Vi que a uno de los extremos había una cédula y me acerqué a leerla. Shea Wall, de Rashid Johnson. Revisiting Sweet Wall de Allam Kaprow (1970), o algo así.

Rashid Johnson Shea Wall
Rashid Johnson Shea Wall

En 1970 Allan Kaprow construyó con cemento, pan y mermelada, un muro cerca del muro de Berlín, que luego destruyó. El mensaje era uno muy claro (muy concreto, digamos, para estar sintonizados): hay que destruir lo que nos separa. Estaba muy bien.

En estos tiempos nuestros de migraciones, de éxodos dolorosos, de tragedias que obligan a los hombres a dejar sus hogares, solemos volvernos a plantear una pregunta: ¿por qué esta falta de humanidad, este afán de división, este impedir al otro que venga a donde estamos, si es que donde estamos se está mejor? Claro que hay razones de peso: el equilibrio económico y la estabilidad demográfica, por citar un par. Los muros abundan en nuestra era (también abundaban en la Edad Media). Siempre hemos querido marcar territorios. “Que el otro no pase porque aquí este pedazo de tierra es mío”. Donald Trump quiere hacer uno gigantesco para evitar que los perros chihuahueños, chiquitos y orejones, pasen a donde ellos, los labradores gordos, están tan a gusto.

Allan Kaprow Sweet Wall
Allan Kaprow Sweet Wall

Ya casi daban las nueve. Me había quedado sin pila. Había notado que la sustancia amarillenta del muro de Rashid Johnson era una mantequilla de karité. Beurre de karité, decía la seña. No sé cómo se diga en español porque ni siquiera sé qué significa en francés. Y como no sabía y tenía tiempo, la probé. Y no me gustó. Víctima del ocio, agarré de un extremo una cantidad de mantequilla que luego fui a embarrar en uno de los bloques de en medio. La niña no llegaría. Tercer muro: el de la dependencia de la tecnología. Si hubiera tenido pila podría haberme enterado que ella me esperaba en el Mini Palais, efectivamente, y que el Mini Palais no es una forma cursi de llamar al Petit Palais, sino un restaurante que está pegado al Grand Palais desde donde se puede entrar directamente a la feria. De eso me enteré más tarde, cuando volví a mi casa y cargué el celular.

Cuarto muro: el que me protegió del frío esa noche. Al final puede que tenga razón Rashid Johnson. No hay que ser tan pesimistas. Los muros pueden traer cosas buenas. ¿Cuántos de esos clochards que veo en las calles no querrían tener cuatro paredes para protegerse del frío y del aire? Hay de muros a muros, claro. El muro de la desconexión tecnológica me obligó a quedarme parado al lado de un muro de hormigón y mantequilla de karité durante casi tres cuartos de hora, bajo la lluvia, con bastante frío, esperando como un pendejo (sí, ya sé: cada quién espera como puede). Pero los muros de mi casa me permitieron dormir tranquilo, seco y sin frío, pensando en la impuntualidad, en los muros de la incomprensión, en Donald Trump y en el muro de Berlín, y en lo conveniente que es a veces, para poderse dormir temprano, que la gente se confunda con las citas.

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