Claros… signos de desencanto

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La razón es el desencanto.  Todo obedece a una necesidad de verdad.  A una solicitud – casi clamor – de una propuesta que conmueva.  El observador ha despertado de un sopor impuesto por un sistema, y se da cuenta de que lo tienen amarrado.  De que no entiende nada.  Y de que ya tampoco tiene ganas de esforzarse por entender.  Se siente, en su versión democrática y popular, fuera de la élite de supuestos oligarcas de las ideas, fuera de aquel pequeño y selecto grupo de los que tienen el monopolio de la apreciación del arte superior.  Todos los demás están hastiados de que se les presenten piezas artísticas que no les dicen nada.

En esta coyuntura trágica – tétrica, antes – surgen ofertas que pretenden innovar, pero no terminan más que revisitando lo ya aprendido y aprehendido.  Es una vuelta de tuerca tras otra, para volver a caer luego en la referencia burda a lo que fue exitoso y logró romper paradigmas.  En un estado de cosas donde la apatía ha tomado el lugar de un monarca y la indefinición se ha convertido en la corte de un reino llamado mundo del arte, cualquiera puede pescar a río revuelto.  Y entonces surge un señor a quien un grupo de críticos ha dado en bautizar como “el nuevo Caravaggio”.  Y este señor se asoma a un universo que se ha convertido – a su decir – en un asunto de hombres de negocios.  Y desde arriba de un Olimpo pintado con manejo magistral de luces y sombras, desde la altura insondable de su magnífica cursilería, un ángel pesadillesco observa y se mofa de un mundo en crisis.

El surgimiento de Roberto Ferri como un ícono de la pintura contemporánea da lugar a un montón de reflexiones. Casi todas ellas, huelga decir, podrían desarrollarse en el campo de la paradoja.  Y por eso mismo es divertido.  Son muchas las ideas que se pueden esbozar.  Sólo me concentraré en algunas para no perderme en un barroquismo caravaggiano o, para estar al día, en un neobarroquismo ferrinesco (Frida Kahlo inventó el verbo “cielar” para aventarle piropos a un hombre al que ella llamaba Sapo.  Mis neologismos son menos poéticos y ruego se me acepten al menos para fines ilustrativos de esta irrelevante columna).

No voy a tomar la postura del ofendido porque se ha comparado a Ferri con Caravaggio.  Cualquiera entiende la diferencia entre la sutileza en el manejo de luces y sombras de Merisi y la – sí – académica pero artificiosa manera de pintar del señor Ferri.  Cualquiera percibe la elegancia de formas de aquel, y nota la burda imposición de anatomías ejercitadas de éste, que más que a Caravaggio, maestro de luces y de sombras (qué repetición de conceptos, por los clavos de Cristo una disculpa), hace pensar en hombres y mujeres a los que Miguel Ángel invitara a regresar a la Capilla Sixtina luego de someterles a regímenes de calistenia rigurosísimos.  ¿En eso radica la oferta?  ¿En que la estética de los cuerpos ha cambiado? ¿en que ya no se usa la lonja porque ahora la definición de los músculos debe ser matemática? ¿en que las partes pudendas deben mostrarse rasuradas y podadas con posmodernista afán?  Ah, pues muy bien.

Esto es Caravaggio:

Michelangelo Merisi, llamado Caravaggio.  La incredulidad de santo Tomás
Michelangelo Merisi, llamado Caravaggio. La incredulidad de santo Tomás

 

Esto es Ferri:

 

Roberto Ferri.  Requiem
Roberto Ferri. Requiem

Que qué opinaba, le pregunté a una amiga mía, iconoclasta clásica, detractora feroz de la pintura, de la obra de Roberto Ferri.  Le daba pena – me respondió – que este hombre fuera “el nuevo Caravaggio”.  No porque no tuviera la calidad suficiente, sino porque el nuevo “cualquier cosa” nunca pasará de ser una referencia.  Aquí está la tragedia de Ferri.  En ser un paradigma del “quiero y no puedo”.

Por más hastiados que nos encontremos, por más hartos de irrelevancia que estemos, por poco trascendente que sintamos que es la oferta artística de nuestra época (sea o no el caso), no debemos permitirnos caer en la tentación de conformarnos con cualquier manifestación que vaya en contra del mainstream.  En ningún sentido.  Esperemos lo glorioso.  Exijamos la perfección.  Demandemos la innovación.  Pidamos propuestas serias, contundentes, relevantes, devastadoras, implacables.  No permitamos que un tuerto reine en un país donde lo único que hay son ciegos.

Aquí no hay ningún renacer de la gloria de la pintura.  Aquí hay un grave caso de cursilería.  Un paradigmático ejemplo del kitsch inconsciente.  Un lamentable ejemplo del “quiero y no puedo”.  Aquí está lo grave.  Y ya ni da risa.

Ramón Gómez de la Serna estaría encantado.  Se relamería los belfos de puro morbo.  Y luego caería en cuenta – como Santo Tomás luego de que el Padre le permitiera asomarse al cielo – de que tendría que reconstruir su obra.  Su ensayo sobre lo cursi, vería don Ramón, estaría incompleto sin hacer alusión a este maestro italiano de lo pomposo y lo grotesco-sin-querer.

Roberto Ferri: ¿maestro contemporáneo de los claroscuros?  No se pone en tela de juicio su dominio de la técnica.  No se controvierte su capacidad como pintor.  Se cuestiona su originalidad.  Se critica su incapacidad para innovar.

Claros…curos.  Claros… signos de desencanto en un mundo que quiere ver arte, que se ha cansado de la estafa, que no encuentra novedad en la irrelevancia y que no sabe explicarlo, y que al ver algo que le recuerda momentos cumbre del arte de antaño, piensa que se encuentra ante un resurgimiento cuando, en realidad, lo único que está viendo es un retomar patético, incapaz de ofrecer nada, de un momento inolvidable de la historia de la pintura.  ¿Se nos ha acabado el ingenio?  ¿Será que ya no somos capaces de crear?  No lo creo.  No hay nada nuevo bajo el sol y siempre precisaremos inspirarnos y seremos copistas en alguna medida.  Pero entre la inspiración y la emulación existe una carretera larga… que vale la pena transitar.

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