El aparato administrativo del Estado Mexicano ha sido infiltrado por el crimen organizado en los tres órdenes de gobierno, a lo largo y ancho del país.
Ciudad de México.- El aparato administrativo del Estado Mexicano ha sido infiltrado por el crimen organizado, en los tres órdenes de gobierno, a lo largo y ancho del país. Este hecho, que por su trascendencia debería rebasar cualquier tipo de reacción partidista, o cálculo político alguno, tiene como consecuencia que en la actualidad un ingente segmento del tejido social se encuentre capturado por grupos delincuenciales.
El México democrático es un Estado muy débil, incapaz de cumplir con la función primigenia de garantizar seguridad a sus ciudadanos. La corrupción rampante, la impunidad sistémica y la pulverización de la calidad de vida sientan hoy las bases para que actores ilegales le disputen al Estado la potestad monopólica sobre el uso legítimo de la fuerza física, cimbrando los principios sobre los cuales se erige nuestra convivencia democrática y atentando contra los derechos y libertades fundamentales de los individuos.
La situación es insostenible, todo ha fallado. Ha fallado la política, cuyo objetivo final es la provisión de bienes públicos a través de líderes o representantes, ha fallado el modelo económico –que excluye del proceso formal de desarrollo a más de la mitad de la población-, ha fallado la sociedad civil, que entre el pasmo y el horror no acaba por articular un gesto de repudio medianamente significativo, ni siquiera castigando electoralmente a gobiernos impresentables (Tamaulipas, Coahuila y Veracruz son casos paradigmáticos, aunque hay muchos más); pero sobre todo ha fallado el enfoque institucional de seguridad nacional con el que se le ha querido hacer frente al problema.
En los dos últimos años se han realizado importantes reformas -más allá de que se esté a favor o en contra de ellas. El Pacto por México, la traducción de la voluntad popular en resultados concretos, la cristalización del disenso en anuencias y generación de acuerdos por el bien de México (círculo rojo dixit) significó cambios sustantivos en la montura institucional; modificaciones operadas, claro está, por los mismos actores sociales que han venido diseñando reglas del juego en beneficio de sus propios valores e intereses desde la fragmentación del poder hegemónico del PRI-Gobierno (entiéndase, desde la transición democrática).
Hoy, para embeleso de varios, estos acuerdos institucionales inauguran un nuevo estadio de convivencia política donde los titulares de la relación de poder se siguen arrogando amplias potestades, márgenes de acción inviolables y suficientes para continuar ejerciendo un trato asimétrico sobre los demás actores.
Los arquitectos del país (partidos políticos incluidos, pero de ninguna manera los únicos) se abocaron pues a remozar la casa que somos. Balcones imponentes, ornamentos majestuosos que son vistos, y encomiados, desde las casas contiguas. Pero mira qué bonito les está quedando, dicen los vecinos asombrados. Y los invitan a cenar, a nuestros arquitectos, para celebrarles la faena con manteles largos.
De lejos aquello se ve muy bien, el flamante tercer piso de nuestra vivienda se antoja imponente. Hasta parecemos residencia, sobre todo acá, en el barrio jodido donde estamos. Pero no hace falta más que acercarse un poco, a la humilde morada que es México, para ver que las vigas se hacen polvo; que nuestros sagaces constructores optaron por edificar sobre cimientos podridos.
El crimen organizado entró por la ventana, y se metió hasta la cocina. Lo logró no sólo cooptando al aparato coercitivo del ente colectivo, sino también proveyendo bienes y servicios públicos en muchas zonas del país. Hoy administran buena parte del área común, de la sala y del comedor, y sin embargo no anhelan con hacerse de las llaves. Es por eso, porque no significan una amenaza real de viraje en la relación de poder actual, que los actores legítimamente constituidos no avanzan en su decidida erradicación. Más aún, estos intrusos incluso embellecen las recámaras de quienes viven hasta arriba, con sus generosas contribuciones. No es lo mismo un guerrillero que un narcotraficante, el primero aspira a remodelar la habitación matrimonial, el segundo se conforma con hacerse de la planta baja, y además paga renta. Por eso el trato diferenciado, por eso el casero aniquila a uno mientras tolera al otro.
No es coincidencia -y algunos ingenuos ahora empiezan a reconocerlo, después de haberle quemado incienso a un santo sin milagros-, que en el Pacto por México no se avanzara en el combate a la corrupción y la impunidad, o no se legislara en materia de propaganda gubernamental (mecanismos, los tres, a través de los cuales se acumula y se ejerce poder, aglutinando voluntades y dotando de cohesión a la actual estructura de dominación en México). Pacto de impunidad, clama ahora el coro, como si este no fuera evidente desde hace años; como si al poder se renunciara de manera voluntaria.
La delincuencia organizada no puede ser combatida sin antes combatir la corrupción política y judicial; es ahí donde ésta encuentra mayores alicientes. La gran reforma pendiente, la única que podrá otorgarnos rumbo y sentido, un destino colectivo viable, y sin la cual todo lo demás carece de real importancia, es la reforma para instituir un verdadero Estado de Derecho. Para que el Estado Mexicano pueda proveer el bien público esencial de la seguridad, velando en todo momento por las prerrogativas fundamentales de los ciudadanos, es indispensable que la lógica institucional encuentre en el individuo y en la comunidad su fin último. Es forzosa una genuina Reforma del Estado, donde se instituyan los controles políticos, judiciales, administrativos y democráticos necesarios para garantizar el imperio del Estado de Derecho, manteniendo siempre como eje rector de la acción del estado la inviolabilidad de los derechos y libertades de sus sujetos.
Para esto, sobra decirlo, no basta con (más) arreglos cupulares. Es momento de que quienes pagamos todas las cuentas, los recibos de agua, luz y gas, además de los platos rotos, asumamos nuestro rol de legítimos dueños de la casa; que abandonemos el cuarto de servicio y nos hagamos señores de los pasillos, escaleras y habitaciones. Es momento de que los arquitectos del país se vean obligados a sentar las bases para que la totalidad de los actores de la sociedad mexicana deliberen y acuerden el diseño institucional que de mejor manera asegure nuestra convivencia civilizada. El Estado somos todos, y a todos nos toca decidir qué clase de Estado queremos.
La otra es que nos vayamos a dormir, a la esquinita que nos toca, como hemos venido haciendo. Con el miedo en los huesos; a soñar con muertos y con la casa tomada.
Twitter: @Gonznave