En conmemoración del 110 aniversario del nacimiento de una de las pintoras mexicanas más controvertidas del siglo XX, el Museo Dolores Olmedo presenta Frida Kahlo. Me pinto a mí misma, formada por una pequeña pero importante colección de 26 obras del propio recinto que nos invitan a reflexionar no solo sobre el papel de la mujer en el siglo pasado sino también sobre la experiencia de padecer un dolor físico y emocional sea por un padecimiento derivado de un accidente –como es el caso de la pintora– o de una enfermedad.
“Objeto de discusión y da lugar a opiniones contrapuestas” es la definición que nos brinda la Real Academia Española sobre la palabra “controvertida”. Eso es Frida Kahlo. Una personalidad que implica juicios –muchas veces muy severos– sobre su actuar y sobre su obra plástica, por tanto, que mejor adjetivo para calificar a una mujer que transitó en una época de grandes cambios científicos, tecnológicos y por supuesto, artísticos: los primeros 50 años del siglo XX.
Frida nació en la ciudad de México en 1907. Hija de Guillermo Kahlo –reconocido fotógrafo alemán llegado a México durante el periodo de Porfirio Díaz–, fue educada bajo las reglas de comportamiento de una sociedad todavía decimonónica. Muestra de ello basta apreciar “Friduchita en 1920 cuando hizo su primera comunión”, fotografía de su padre que, si bien no es parte de la exposición, pertenece al acervo del Museo. Con caminar unos pasos más a la sala “Frida Kahlo. Testimonios de una vida”, podemos imaginar ese mundo íntimo de la creadora mexicana.
La exposición se encuentra rodeada de frases de la propia artista. Una de ellas da nombre a la misma: “Me pinto a mí misma porque soy lo que mejor conozco”. Dos hechos la marcan de por vida, padecer poliomielitis en la niñez y un accidente que sufrió a la edad de 18 años, cuando pasajera de un autobús, el vehículo colisiona con un tranvía, rompiéndole varios huesos, entre ellos, la columna. En su lenta recuperación –la atendieron los mejores médicos del momento, pero no olvidemos que era 1925–, comenzó a pintar. Nunca fue a una escuela de arte. Recibió lecciones de Diego Rivera, que se convertiría en su compañero de vida, durante sus 47 años de existencia.
En este periodo, atravesó por momentos difíciles: “Quise ahogar mis penas en licor, pero las condenadas aprendieron a nadar”, es la frase que antecede ante el montaje de unos de sus cuadros más conocidos, La columna rota (1944) –también incluido en la muestra–. En él, podemos observar su autorretrato con el rostro sumido en lágrimas; donde su cuerpo, sujeto a un corsé, se abre mostrando una columna de un templo griego, cuyo fuste se encuentra fracturado; todo, rodeado de clavos que le infieren un dolor que podemos pensar que es indescriptible.
La muestra inicia con una serie de retratos poco conocidos de Frida. Todos personajes cercanos a ella como Mi nana y yo (1937), Retrato de Eva Frederik (1931), Retrato de Lady Hastings (1931) o el interesante Retrato de Luther Burbank (1931), un botánico estadounidense que experimentaba con frutos y plantas, a quien conoció, junto con Diego, en Nueva York (y más revelador resulta contrastar el boceto del retrato y la obra final –ambos expuestos–). También encontramos espléndidos dibujos –casi todos, carboncillo sobre papel– que nos da a conocer su faceta como dibujante.
En la segunda sala de la exhibición, encontramos una obra singular por varias razones. Un masonite (tabla de madera comprimida) que tiene una imagen en ambos lados: por una parte, La niña Virginia (1929). La obra revela ciertos problemas en la proporción de la figura humana, pero su fondo plano y su atinada combinación de colores, nos brinda un efecto particular que termina que olvidemos la discordancia de la forma y apreciemos el efecto encantador de una niña que nos mira de forma reposada. Del otro lado encontramos el Boceto para autorretrato con aeroplano (realizado en carboncillo, también de 1929). La pieza doble es de particular importancia pues en una subasta realizada en el año 2000, alcanzó la cifra de 5 millones de dólares, convirtiéndose en la pintura no sólo mexicana sino también latinoamericana mejor cotizada hasta ese momento.
También podemos admirar otras obras como Unos cuantos piquetitos (1935) y dos piezas –un dibujo y un óleo– que recuerdan el trágico momento de su vida: Accidente (1926) y El camión (1929). Hacia el final de la exposición se percibe una reflexión sobre el aspecto surrealista de su obra –caracterización que no fue aceptada por la propia artista–, pero que nos hace pensar en los detalles sumamente evocadores de esta vanguardia artística que permeó en distintos artistas del mundo.
¿Para qué ir al museo y apreciar la obra de Frida Kahlo? Para conocer la obra de una mujer que enfrentó difíciles momentos en su vida. Podrá gustarnos o no, pero sin duda, se sobrepuso a duras pruebas y encontró en el camino del arte, una forma de expresar sus dolencias. Observó ciertas características de lo mexicano y las plasmó en sus obras: los huipiles, las trenzas, las flores, los colores brillantes…
Frida Kahlo, un ser humano que se construyó a partir de una búsqueda derivada del dolor físico y de los rígidos cánones que implicaba ser mujer en ese momento. Sin duda, objeto de discusión hasta en su muerte. El medio que encontró para aliviar las dificultades de su vida fue el camino del arte.
Si tenemos tiempo, no está de más atravesar los jardines de este espléndido lugar, la Hacienda de la Noria, localizada al sur de la Ciudad de México. Es toda una experiencia ver a los pavos reales –cuyos cuellos en azul brillante nos sorprenden– así como escuchar el ladrido de los perros xoloitzcuintles y entrar a la Ermita del siglo XVI dedicada a San Juan Evangelista Tzomolco que, convertida en sala de museo, alberga la obra temprana de Diego Rivera. Ahí podemos admirar un espléndido Autorretrato con chambergo (1907), varias obras cubistas, paisajes con marcada influencia de Cézanne además de sus colecciones de cerámica prehispánica. También podremos apreciar algunos apuntes de sus murales, en carboncillo y papel, una serie de óleos que realizó con motivo de su estancia de la Ex Unión Soviética, un grupo de retratos –entre ellos los de Dolores Olmedo y su familia– y la serie de Puestas de sol (1956), todas pintadas en Acapulco previo a su fallecimiento al año siguiente.
Les recomendamos descargar la infografía del tema y observar un breve documental que se realizó con motivo de su fallecimiento que se encuentra en el acervo histórico de la UNAM:
https://www.youtube.com/watch?v=8B-Rvylrgac
Como parte del influjo del movimiento de recuperación de aspectos propios de lo mexicano, se desarrolló una tendencia en la música –a la par del muralismo– que se conoce como el nacionalismo musical mexicano. Sus artífices fueron Carlos Chávez, Silvestre Revueltas, José Pablo Moncayo, entre otros. Un clásico de esta época es la Sinfonía India (1935-1936) de Carlos Chávez (1899-1978), en una época de prolija producción artística de Diego y Frida. La obra combina constantes cambios rítmicos con melodías autóctonas –que, si bien son originales, evocan la tradición musical de los grupos seris y yaquis de Sonora además de los huicholes de Nayarit– junto con el uso de algunos instrumentos prehispánicos. Escuchemos un fragmento de la pieza con la Orquesta Filarmónica de Berlín, bajo la dirección del venezolano Gustavo Dudamel:
https://www.youtube.com/watch?v=b0AiHFu4fQQ
Frida Kahlo. Me pinto a mí misma se presenta en el Museo Dolores Olmedo hasta el 22 de octubre de 2017. Martes a domingo de 10:00 a 18:00 hrs. Con credencial de estudiante o maestro, 20 pesos, adultos mayores, 5 pesos. Público nacional, 40 pesos. Les recomiendo comprar el catálogo de la exposición (150 pesos). Entrada libre todos los martes.
Excelente, felicidades!
Muchas gracias, me da gusto que le haya gustado. ¡Saludos!