“Are you going to shoot me?” “That depends. Do you see me?” Respondió Anton Chigurh en la película No Country for Old Men a su aterrorizada víctima.
La matanza del pueblo de Newtown, Connecticut en Norte América, detonó una serie de debates. Por un lado responsabilizaron a la laxa regulación de la posesión de armas en manos de civiles y la asociación del rifle, NRA, se defendió culpando como impulsadores de las conductas asesinas a la explotación de la violencia en el cine y en los video juegos.
La NRA es uno de los grupos que más dinero aportan a las campañas políticas. Su aparato de relaciones públicas, contradiciendo la acusación que antes lanzaron al cine, montó una exposición con más de 120 armas que han aparecido en películas, se llama Hollywood Guns. La Magnun .44 de Dirty Harry, la pistola del Halcón Maltés, y la del asesino latino-psicópata de No Country for Old Men.
¿Hasta qué punto la contemplación de la violencia detona violencia? El Marqués de Sade decía que la lectura de la violencia nos salvaba de cometerla. En el arte la violencia existe desde la tragedia griega: Edipo se arranca los ojos con los broches de oro de su madre que yace colgada. En las obras de Shakespeare la sangre corre y la mitad del reparto es asesinado antes de que caiga el telón. Las pinturas y esculturas del barroco español llevaron el sacrificio de los cristos y los santos a niveles completamente gore. La vengativa Judith con la cabeza de Juan el Bautista pintada por decenas de artistas como Cranach y Caravaggio.
Para los antiguos griegos la violencia escenificada era una forma de catarsis pública: verla nos purificaba, nos libraba de nuestros bajos impulsos. La visión de lo terrible se convertía en una enseñanza, en un tránsito que no teníamos que padecer, bastaba con mirarlo. Comparando las cifras de las personas que han visto alguna de estas películas con el número de los asesinatos de psicópatas, la realidad es que no hay un margen de incidencia conductual.
Culpar al cine de que alguien sea asesino serial es irresponsable y banaliza al problema. Si hoy ver una película o jugar un video juego nos está convirtiendo en asesinos potenciales, lo mismo sucedería en su momento al ver a Ricardo III matar hasta a sus pequeños sobrinos para quedarse con el trono.
El joven de Newtown, el de la isla de Utoya en Noruega, así como los miembros de este rankin del crimen, nunca se enfrentan a un enemigo que esté igual de armados que ellos. Van contra niños, personas y jóvenes desarmados. En estas trágicas historias nadie entra a una comandancia de policía o un cuartel del ejército para cometer su masacre. Todos van a donde no los puedan atacar. Una persona no mata porque vaya al cine, mata porque tiene un arma y porque su cobardía va a convertirse en una excusa para hacer especulaciones psicológicas de su conducta. Prohibir todas las películas, quemar los libros, no va a proteger a la sociedad de alguien que tiene un rifle de asalto, urgencia por usarlo y nula ética.