Quizá porque intuía el futuro, Virginia rezaba desde niña para no ser escritora. Pero con tanta gente en el mundo, Dios confundió sus oraciones con las de un estudiante que le pedía con todas sus fuerzas llegar a ser, justamente, un gran escritor. Y así fue como, una tarde de enero, Virginia puso con mano temblorosa su nombre bajo el título de una novela. Consciente de la magia de las palabras, se cuidaba de no escribir nada terrible que pudiera convertirse en realidad. Si alguna vez tenía la tentación de inventar una tragedia, se encerraba en un cuarto oscuro, con las rodillas contra el pecho, hasta que pasara el impulso.
Vivía en una casa torcida, sola con dos gatos y una paloma que recogió en la calle. En uno de sus paseos en los que buscaba inspiración, vio a un hombre dirigirse hacia ella. Como era arisca por naturaleza, se cambió de acera para evitarlo, pero él hizo lo mismo, amoldó el paso al suyo y caminaron juntos unas cuadras. A partir de ese día, el hombre aparecía en distintos lugares para pasear a su lado. Después de un par de semanas, Virginia se atrevió a observarlo con disimulo. Era muy alto y el abrigo no ocultaba una delgadez alarmante. De perfil, su nariz larga lo volvía distinguido. Virginia tardó otras semanas en animarse a verlo de frente. Lo más notorio de su cara eran los ojos cafés, profundamente hundidos en las cuencas. Lo mejor, una sonrisa que suavizaba la severidad de su cara angulosa.
―Me llamo Miguel, por si te interesa ‒fueron las primeras de las pocas palabras que intercambiaron durante sus caminatas‒. Después de un tiempo y sin saber cómo llegaron a esto, él la observaba trabajar en sus textos mientras acariciaba a uno de los gatos. Además de torcida, la casa de Virginia era fría y húmeda. Ella escribía con un suéter demasiado grande y él se dejaba el abrigo puesto. Cuando la humedad pintó de verde las paredes, se mudaron a casa de Miguel, una mansión con gárgolas que escupían chorros de agua en la época de lluvias y sacaban la lengua en la de sequía.
Virginia era una escritora mediocre, hay que aceptarlo. Y una noche de invierno, mientras se calentaban la espalda al calor de la chimenea, Miguel le sugirió buscar historias más interesantes. Se lo dijo con tacto, cuidando no ofenderla. Ella se quitó los lentes que agrandaban sus ojos y se puso a limpiarlos con la punta del suéter:
―Es peligroso ‒dijo con una voz apenas audible‒. Miguel tuvo que inclinar la cabeza para oírla.
―La vida es peligrosa en sí misma ‒contestó, con una sonrisa‒. No creo que arriesgues nada.
Esa misma noche, Virginia hizo a un lado sus temores y anotó los siguientes títulos:
“El hombre del abrigo”.
“El hombre que sabía tratar a los gatos”.
“El hombre de la sonrisa”.
Pero los cuentos seguían careciendo de interés.
―Busca algo más, algo que no sea verdad ‒le dijo Miguel‒. ¿No se trata de eso la ficción?
Y así surgieron:
“Lo que ocultaba el abrigo del hombre”.
“El hombre que hizo llorar a una mujer y dos gatos”.
Poco a poco Virginia se dejó llevar por las letras, y cuando el protagonista por fin pareció adquirir vida propia y ella se olvidó del poder de las palabras para hacer realidad la ficción, sus libros comenzaron a tener éxito. Lo primero que hizo con las regalías fue comprarse unos lentes nuevos. El mundo se transformó entonces. ¡Qué expresiones tenían las gárgolas!
―Quítate el abrigo ‒le pidió a Miguel‒. Quiero ver cómo eres debajo de él.
La flacura del hombre que había aprendido a querer incluso más que a sus gatos, la hizo llorar. Semiocultos detrás de una silla, ellos también derramaron unas cuantas lágrimas. En ese instante recordó a la niña que rezaba para no ser escritora y corrió a leer sus últimos cuentos. Cuando regresó, Miguel tosía sangre en un pañuelo. No había tiempo que perder: Virginia subió la escalera de dos en dos, se detuvo frente al escritorio, cogió la pluma y se puso a escribir.