A todos los que han tenido que abandonar su tierra.
Cuando me vaya, no miraré de frente, ni a lo alto, ni a las copas de los árboles. Veré el suelo empolvado, los hormigueros, las hojas muertas. Los alacranes. Intentaré no oler el humo de la seña seca para que no me atrape; pisaré la hojarasca con los pies descalzos y el viento tibio me llevará a los cañaverales, aunque me niegue. De noche será cuando me vaya para no ver la silueta de las montañas y arrepentirme.
Eso pienso cuando estoy lejos de las paredes que me arroparon de niña. Cuando, desde la distancia, puedo creer que es posible ser feliz de otra manera. Después regreso y la obsesión por la tierra me arrastra de nuevo. Y entonces escribo. Para no volverme loca de nostalgia por los caminos del agua en el barbecho, para recrear la luz del atardecer y sentir en las yemas de los dedos los brotes del maíz con las primeras lluvias.
La casa se cae en ruinas. Cada día, una puerta, un espejo o un cuadro sucumben ante la polilla que ha invadido también los naranjos. Detrás de la reja, las hojas de las palmeras se amontonan. La huerta donde los nogales formaban bóvedas es un cementerio de árboles invadidos de lianas. En la cocina, los gatos se pasean entre las ollas de barro sin que nadie se moleste en ahuyentarlos. Los fantasmas ya no se conforman con las noches, ahora sus pasos se oyen a cualquier hora, a veces sus voces, un nombre dicho en susurros, un lamento. Sólo respetan mi habitación, quizá les da miedo llegar a ella, o quizá saben que, algún día, seré uno de ellos.