La mujer del loco

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Amanece con los zanates, mil formas de cantar tan impertinentes como los pensamientos que dejas escapar en ráfagas de ideas desordenadas. Caos. Confusión. La mujer te ve levantarte con los movimientos bruscos que ha aprendido a ignorar. Observa tu mirada en el espejo, los ojos enormes, la boca que no puede dejar de moverse, los manotazos al aire. Te sigue alrededor de la habitación que conserva huellas de otras mañanas: cortinas rasgadas, muebles rotos, sangre, a veces. Tus pasos la llevan a través de la casa hasta el jardín y más allá de la reja que no deberías cruzar. El mundo del otro lado es duro, ella lo sabe bien. Ahora las calles están desiertas, pero los niños aparecerán en cualquier momento y no podrás esquivar las piedras ni la mujer detenerlas. Tú no respondes. Los manotazos son sólo eso, la sangre tuya, de nadie más.

Young Woman in the Woods.
‘Young Woman in the Woods’, Edwin Austin Abbey (s/f).

Ahí viene el loco, gritan los niños, y sus risas llenan la plaza, las burlas también son proyectiles. Te cubre la cabeza con los brazos y sigues andando hasta llegar al bosque donde te conviertes en jabalí, pantera, el primer hombre. La mujer se sienta en un tronco y deja que los rayos del sol la calienten. El bosque es seguro, no hay niños ni ancianos de sonrisas desdentadas. La mujer saca de la bolsa de su abrigo una manzana y un trozo de pan. Parte el pan en dos y, con cuidado, acomoda sobe una piedra la mitad, la manzana en equilibrio sobre ella. No te llama. Espera. Tú corres a su alrededor, la husmeas y te acercas al montículo. Comes deprisa, con ruidos de bestia salvaje. La mujer mastica despacio.

El mediodía borra la diferencia entre los tonos de verde, su luz es tan despiadada como los niños. Cierras los ojos, gimes. Eres un animal lastimado. Es hora de volver, dice la mujer, y tú la sigues. Ella rodea el pueblo para no encontrarse con nadie, cruza la reja, espera que tú lo hagas y regresa a cerrarla. La puerta de la casa se queda abierta para que no te conviertas en un ave enjaulada. Qué bien te conoce esta mujer. Te acuestas en el piso del vestíbulo y tus ojos son dos vigías. Ella te da unos higos maduros, apoya la espalda adolorida en la pared y espera.

La esposa del viento.
‘La novia del viento’, Oskar Kokoschka (1914).

Con el atardecer llegan los insectos en busca de alimento. Yerbas, que sé yo, tu sangre, quizás. Ajeno al zumbido, ves el descenso del sol a través de la puerta abierta. Tus ojos buscan un brillo, un reflejo que se lleve la desolación. La mujer cambia el peso de su cuerpo de un pie al otro y evade la tristeza en tu mirada. Ven, te dice. Y suben la escalera, ella adelante, agradecida con el movimiento que se lleva la rigidez de los músculos, tú cogiéndote del barandal. Cada paso es una tortura, quisieras escapar por la ventana, volverte espuma de mar. En la habitación, la mujer te tiende un pedazo de pan y un poco de queso. Come te pide, sólo así podrás soñar. Cuando el último trozo desaparece en tu boca, vas al baño y permites que te lave los dientes, que te peine y te ponga el pijama. No, no eres un niño.

Finalmente aparece la noche. La mujer la ha esperado con paciencia, en calma, sabiendo que llegará, su aliada siempre, como la luna, para entregarte a ella cuando la lucha acabe. Se desnuda frente a ti, imaginando el cuerpo perfecto bajo el que te ocultas, después se acuesta a tu lado y libera uno a uno los botones que ella misma había atado.

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Carlos virgen

Muy bonito Como todo lo que sale de la mente y escrito por la mano de la señora ana corcuera

Susana Corcuera

¡Gracias, Carlos! Me da mucho gusto que te guste lo que escribo.

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