Al Chino Gabriel.
En cuanto pudo caminar, Gabriel se subió al caballo. Desde ahí, observó el ir y venir de los vaqueros, el trajín en la cocina, los juegos de sus hermanos y las costuras de su madre. Todo lo vio desde lo alto de su asiento, en el jamelgo que ya no servía más que para entretener al niño. La gente se acostumbró a verlo agarrarse de la crin del animal, como si fuera a todo galope, o dormido sobre la cabeza de la silla. Aprendió a relinchar antes que a hablar y sus primeras palabras fueron para el caballo.
Su madre quiso interesarlo en los juegos de los niños, pero los gritos de Gabriel, cada vez que lo ponían a nivel del suelo, la hicieron desistir. Ya se le pasará el gusto, opinaba, sin mucha convicción. El padre dijo que, en lo que se le pasaba, lo iba a llevar al campo con él para que fuera enseñándose a vaquero. Los demás hombres alegaron que el trabajo era lo bastante duro como para, encima, cuidar al chiquillo. Pero el padre se salió con la suya y al cabo de un tiempo, Gabriel iba y venía entre las reses, feliz siempre y cuando sus pies no tocaran el piso. Aprendió a expresarse entre los cerros, con el lenguaje que usan los hombres cuando están lejos del pueblo. Y poco a poco, las montañas le invadieron el ánimo.
A los diecinueve años, lo mandaron a cuidar el ganado. Sus hijos nacieron en una casa de adobe perdida entre las barrancas y se criaron junto a las vacas, alimentados de frijoles y queso fresco. Allá arriba ni siquiera había molino para el nixtamal. Gabriel bajaba al pueblo cada dos o tres semanas a dar cuenta de los animales. Pareces pedo de indio, le decían los amigos, no te estás quieto ni para echarte un vinito. Él contestaba riéndose, pero apuraba el paso, ansioso de regresar al cerro.
Un día, después de muchos años, el caporal de la hacienda fue a buscarlo; desde que lo vio, Gabriel supo que su suerte estaba por acabarse. El patrón había vendido las tierras y el nuevo dueño traía a su gente. La noticia lo obligó a ver el mundo desde otra altura. Ya establecido en el Huetitán, algunas tardes salía a buscar una vaca perdida para arrearla a su corral. No sabía tener los pies en la tierra, necesitaba la amplitud de los campos abiertos, el aire impregnado de olor a yerbas. Su mujer le propuso que fuera a la cantina a cambiarse las ideas, pero Gabriel pasaba el día frente al portal, acariciando a un gato que se había encariñado con él.
Con el tiempo, el andar torpe se incrementó y se agarraba de las paredes para ir de la cocina al portal, del portal al cuarto, el mismo recorrido diario, sin esperar nada de la mañana siguiente. A pesar del desasosiego, nunca perdió del todo su mirada serena, quizás los años de vagar por los cerros le templaron el alma para siempre.
Un atardecer de octubre, el viento llevó a Huetitán el perfume a flores amarillas que hace perder la cabeza. Gabriel tenía la nostalgia atorada en la garganta cuando le llegó el olor. Después de mirar a su alrededor con ojos ciegos de añoranza, le pidió a su hijo que lo ayudara a subirse al caballo. De inmediato, su cuerpo se amoldó a la montura, sus manos acariciaron las riendas y sus piernas olvidaron las reumas al sentir los estribos. La gente que lo vio atravesar el pueblo cuenta que iba al pasito.
Sus hijos lo buscaron hasta el cansancio y su mujer encendió veladoras, pero nunca lo volvieron a ver. Sin embargo, algunos vaqueros jóvenes que se han perdido de noche, regresan a Huetitán gracias a un viejo sin nombre, bien montado a caballo, que les enseña el camino y desaparece en silencio.
Estupendamente bien escrito.
Me sentí dentro del relato.
FELICIDADES Susana !!!!!