Yuval Noah Harari publicó en el Financial Times del 19 de marzo uno de los más lúcidos y sugerentes artículos en torno a la pandemia que tiene al mundo con el Jesús en la boca. Al día siguiente, Matilde Sánchez, de la Revista Ñ del bonaerense Clarín, reprodujo porciones comentadas.
Hoy comparto con los lectores de Juego de Ojos, un extracto del texto de Matilde. La visión del autor de 21 Lecciones para el Siglo XXI nos mueve a profundas reflexiones. (El artículo completo en inglés se encuentra aquí.
Las decisiones que tomen los gobiernos y pueblos en las próximas semanas probablemente darán forma al mundo que tendremos en los próximos años. No sólo formatearán nuestros sistemas de salud, sino también nuestra economía, la política y la cultura; debemos actuar con presteza y decisión.
En El mundo después del coronavirus, Harari advierte que el primer dilema es entre la vigilancia totalitaria y el empoderamiento ciudadano; el segundo desafío es entre el aislamiento nacionalista y la solidaridad global.
Harari sostiene que la tormenta de la pandemia pasará, sobreviviremos pero será otro planeta, dado que muchas de las medidas actuales de emergencia tendrán que establecerse como rutinas fijas: ‘tal es la naturaleza de las emergencias, aceleran los procesos históricos en fast forward’. Las decisiones que en tiempos normales llevan años de deliberación se toman en pocas horas –explica–. Las tecnologías peligrosas e inmaduras entran rápidamente en vigor porque los riesgos de la inacción son peores. Países enteros funcionan ya como conejos de indias de experimentos sociales a gran escala. ¿Qué pasa cuando todos trabajamos en casa y sólo tenemos comunicación a distancia? ¿Qué ocurre cuando todas las escuelas y universidades trabajan online? Ésas son preguntas que la población mundial se hace a estas horas, desde el médico hasta el oficinista, desde el empresario hasta el maestro.
Hablamos de un control biológico a esta altura, según él, una ‘vigilancia subcutánea’ para detener la epidemia. Por primera vez en la historia, hoy los gobiernos tienen la capacidad de monitorear a toda su población al mismo tiempo y en tiempo real, dispositivo que ni la KGB soviética consiguió en un solo día. Los gobiernos de hoy lo consiguen con sensores omnipresentes y poderosos algoritmos, tal como lo demostró China, al monitorear a la población a través de los celulares y las cámaras de reconocimiento facial. La pregunta, nos alerta, es si los datos de sus reacciones serán luego empleados políticamente para saber cómo responden las emociones del electorado a ciertos estímulos: en otras palabras, para manipular a grandes masas. Ahora diversas apps en China advierten al portador de un celular que se encuentra cerca de un infectado: ¿de qué supuesto peligro podrían alertarnos también? Este tipo de tecnologías no se limitan a Asia. Nos recuerda Harari que recientemente el Primer Ministro israelí, Benjamin Netanyahu, autorizó a la Agencia de Seguridad a emplear tecnología antes restrictiva para combatir terroristas con la finalidad de rastrear enfermos de coronavirus; lo hizo a través de un terminante ‘decreto de emergencia’ que desestimó de cuajo las objeciones de la oposición en el Parlamento.
En otras palabras, la tecnología de vigilancia masiva que antes espantaba a muchos gobiernos, podría ser de empleo regular: ya no un control ‘sobre la piel’ sino ‘debajo de la piel’. Los políticos tendrán mucha información ante qué cosas nos provocan tristeza, hastío, alegría y euforia. Eso representa un poder sobre las poblaciones, inédito y riesgoso.
Por otra parte, sin embargo, se ha demostrado que el monitoreo centralizado y el castigo severo no son la manera más eficaz de conseguir el acatamiento a las normas que nos pondrían a salvo. Una población motivada en su propia salud y bien informada es la única clave. De hecho, ésa es la gran enseñanza de la política del uso del jabón, que no requiere de un Gran Hermano mirando a toda hora: el hábito del jabón precede todas las reglamentaciones, es una especie de legado familiar de largo ciclo histórico.
El historiador adquiere su rango de filósofo al insistir en la centralidad de los relatos comunes a las civilizaciones, por ejemplo, de las costumbres higiénicas. Para conseguir ese nivel de cumplimiento y colaboración en el bien común se necesita confianza: en la ciencia, en las autoridades públicas y en los medios. ‘En los últimos años, políticos irresponsables socavaron deliberadamente la confianza en la ciencia, las autoridades y los medios –afirma–. Ahora esos mismos políticos podrían tentarse de tomar el camino más expedito hacia el autoritarismo, con el argumento de que no se puede confiar en que el público haga lo correcto’, advierte. ‘En lugar de edificar regímenes de vigilancia, no es tarde para reconstruir la confianza del pueblo en la ciencia, las autoridades y los medios’.
Definitivamente debemos emplear las nuevas tecnologías también. Pero éstas deberían empoderar a la ciudadanía. ‘Estoy muy a favor de monitorear mi temperatura corporal y presión arterial pero esta data no debe ser usada para crear un gobierno todopoderoso, sino que debe permitirme tomar decisiones personales mejor informadas, y también debería hacer que el gobierno dé cuenta de sus decisiones –escribe–. Si yo pudiera controlar mi estado clínico las 24 horas del día, podría saber si me he convertido un riesgo para los demás y también saber cuáles hábitos ayudan a mi salud.
En el tramo más vibrante de su artículo, Harari exhorta a que tengamos un plan global. Su segunda premisa nos exige elegir entre el aislamiento nacionalista y la solidaridad global. Dado que tanto la epidemia como la consiguiente crisis económica son globales, sólo se podrán resolver con cooperación global, ‘Para derrotar la pandemia debemos compartir globalmente la información, y ésa es la gran ventaja de los humanos sobre los microorganismos. China puede enseñarle mucho a Estados Unidos sobre cómo combatirlo. Mientras el dubitativo gobierno británico se decide entre privilegiar la economía sobre la salud pública, los coreanos tienen mucho que aleccionar sobre la lucha contra el coronavirus. Pero ésta no puede conseguirse sin compartir la información. ‘Necesitamos un espíritu de cooperación y confianza’, nos alerta. Y también la plena disposición internacional para producir y distribuir equipamiento médico, como kits de tests y respiradores. Así como los países internacionalizan sus principales industrias durante una guerra, el combate contra el coronavirus requiere ‘humanizar las industrias comprometidas en el bien común’.
Un protocolo global debería permitir que equipos muy controlados de expertos sigan viajando, científicos, médicos políticos y empresarios deberían poder desplazarse, regresar a casa con la experiencia adquirida y la ayuda dispensada. Los líderes del G7 lograron hace pocos días finalmente organizar una videoconferencia pero no consiguieron ponerse de acuerdo. La parálisis parece haber ganado a la comunidad internacional.
La actual gestión en Estados Unidos ha declinado su rol como líder global –fustiga Harari–. Ha dejado en claro que le importa mucho más la grandeza de Estados Unidos que el futuro de la humanidad. Abandonando incluso a sus mejores aliados, escribe, el gobierno de Trump escandalizó al mundo al ofrecerle mil millones a un laboratorio alemán para hacerse del monopolio de la fórmula para una vacuna.
Si el vacío dejado por Estados Unidos no es ocupado por otro país, será más dificil todavía detener la pandemia. La humanidad está ante un desafío histórico, ¿adoptamos el camino de la solidaridad global o el de la desunión, que sólo prolongará la crisis?
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