Llevamos un rato en el techo del lanchero de casa de mi abuela. Así llamamos a la edificación donde se guarda la lancha con la que esquiamos todos los días. Mi hermano y sus amigos se están divirtiendo, tirándose desde ahí a la laguna. A mis 10 años veo la distancia muy grande y, temeroso, prefiero verlos antes que saltar. Supongo que con los años, yo también disfrutaré saltando desde el techo a la laguna, pero aun queda para eso. Mi abuela está viendo el partido de futbol de los PUMAS y mis padres están de camino desde la Ciudad de México. Estamos pasando nuestras vacaciones veraniegas en el lago de Tequesquitengo. En las noches ese mismo techo nos servirá de improvisado observatorio estelar.
A la derecha del lanchero y pegado, se encuentra el lanchero de los vecinos y, en su parte superior una palapa que hace nuestra envidia por lo cómoda que es en tiempos de calor y por sus confortables sillas de mimbre revestidas de cuero. Huelga decir que nadie mojado puede sentarse en ellas. A mano izquierda, dos metros y medio más abajo, se encuentra un camino estrecho de cemento pegado a la pared del lanchero y, a continuación, el césped. De ahí nace un árbol. Una de sus ramas, ya seca, llega hasta el borde del techo.
Después de un rato de tanto brinquito, el ver a los mayores divirtiéndose me empieza a aburrir. Por más que me animan, no me atrevo. Lo mismo ocurrió la única vez que salté la rampa, haciendo esquí acuático. La primera vez todo fue bien. Crucé la estela y emprendí la subida. Volé una corta distancia y al caer al agua no conseguí mantener la estática. Nada mal para un primer intento. La segunda ocasión fue totalmente distinta, llegué a la rampa, subí a la parte superior impulsado por el motor de la lancha a la que me unía la cuerda y, antes de impulsarme hacia el vacío, los esquís se me salieron. No sé cómo lo hice, pero tuve los suficientes reflejos para tirar la cuerda y echarme un clavado a la laguna. De milagro, los esquíes no me cayeron en la cabeza. Me los volví a poner.
—Una vez más. Seguro que esta vez te sale Joaquín –me dijo mi padre desde la lancha.
Yo pensé que ya había tentado demasiado a la suerte, y aunque volví a esquiar, me negué en redondo a emprender el tenebroso ascenso. Nunca más lo intentaré me dije. Al cabo de un rato mi padre, viendo que no iba a seguir, decidió llevarme a casa. Había terminado el tormento.
Cada vez me llama más la atención la pinche rama. No sólo porque invade el espacio del lanchero sino por su fealdad. Determino que tanta decadencia no es digna del paraje idílico en el que nos encontramos y decido arrancarla con mis propias manos. Oigo el crujir de la rama y próspero en mi afán. Desafortunadamente no he calculado el peso de la misma y ésta me arrastra hacia el camino de cemento. En ese breve microsegundo pienso que hasta ahí llegó mi vida y diviso a lo lejos a mi madre que acaba de llegar de la Ciudad de México.
Al cabo de un tiempo, despierto en el césped del jardín. Todo el mundo me rodea. Mis padres, mi abuela, mis hermanos y sus amigos. Me duele el brazo derecho. Creo que me lo he roto por lo que pasaré todo el verano enyesado. Sin embargo, en ese primer momento, nada de eso me importa. Lo que verdaderamente me intriga es saber por qué no tengo el cuerpo lleno de raspaduras al chocar contra el cemento. Sentada en el césped se encuentra Susana, vecina de la laguna. Ella me da la respuesta a mi duda.
—Primero me cayó la rama y luego me caíste tú. Con tan buena suerte que rebotaste contra el jardín. ¡Cómo me duele la cabeza!
Como ocurre en estos incidentes, no ha faltado quien duda de la veracidad de esta historia; más concretamente, mi hermana, que asevera que Susana estaba a su lado cuando ocurrieron los hechos. Da igual. Mientras me levanto en brazos mi padre que me va a llevar al hospital, mi abuela sentencia:
—No cabe duda de que el diablo los cuida de pequeños para llevárselos de grandes.
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