La diferencia entre una contingencia y una crisis es que estabas preparado para la primera y no lo estabas para la segunda. Cuando contamos con buena información y con previsiones para diversos escenarios de riesgo, entonces una situación inesperada, por grave que sea, se puede mantener como una contingencia, es decir, un periodo específico de emergencia en el que se siguen varios pasos para tener bajo control el evento no programado que nos afecta.
Una crisis, por el contrario, nos toma por sorpresa, sabemos cuándo inicia, pero no cuándo termina, porque no tuvimos forma de prepararnos para enfrentar su aparición y tampoco contábamos con una secuencia de acciones que permitieran mitigar sus consecuencias.
Nadie es culpable de la causa de una crisis natural, aunque hay muchas que nosotros los humanos provocamos sin ninguna ayuda. En el caso que nos mantiene a sana distancia, en casa si es posible, y a la espera de un cambio en los semáforos epidemiológicos (además de una vacuna en tiempo récord), fue una cepa desconocida de un virus que provoca una enfermedad para la cual no hay tratamiento efectivo todavía.
A ese desconocimiento sobre el comportamiento de este tipo de coronavirus debemos sumarle que México es un país con una población especialmente susceptible a los daños que provoca la enfermedad COVID-19 por los altos índices de obesidad y diabetes que padecemos. Por si esto fuera poco, el sistema de salud pública, y también el privado, tampoco estaba listo para una pandemia inédita que detuvo por meses al planeta entero.
Las naciones que han logrado salir con menos daños de estas condiciones han sido las que sí contaban con protocolos y medidas ya ensayadas para transformar rápidamente una crisis en una contingencia que durara el menor tiempo posible.
Otros países, como el nuestro, tuvieron que reconvertir la mayoría de sus áreas médicas en unidades de atención, adquirir con velocidad los insumos necesarios y adaptar las carencias para que hubiera suficiente espacio para atender a las personas contagiadas. No había nada que pudiera preparar al sistema sanitario mexicano para un virus de este tipo y menos con tan poco tiempo.
Coincido en que se aprovecharon algunos meses previos al decreto de pandemia para resistir el impacto del coronavirus en la República. Fue un lapso valioso, sin duda, pero que ha cobrado muchas vidas en el proceso de descenso, el cual no se ve que sea pronto y podría extenderse hasta octubre, lo que significa que 2020 será un año de confinamiento, caída económica y riesgo de salud para todos; en resumen, una crisis.
Hemos perdido tiempo valioso politizando la crisis, en lugar de discutir las formas en que debemos mejorar el sistema de salud pública, al tiempo que adaptamos el sistema privado para poder contar con planes y pasos eficaces que la conviertan en una contingencia, porque hemos llegado a acuerdos para establecer procedimientos, ensayos, programas y estrategias que se traduzcan en una cultura de prevención que funcione.
Pasan las semanas, y la pandemia se extiende, con señales lentas de que ceda, y deberíamos estar organizándonos desde nuestras casas para dar los pasos necesarios que nos permitan estar listos para lo que venga en el futuro inmediato.
Para ilustrar lo que escribo tomo como ejemplo el simple hecho de ponerse bien un cubrebocas, una medida que nos cuesta mucho trabajo adoptar, aunque queda clara su función, su utilidad y sus beneficios.
Pero no es la única. No salir más que a lo indispensable, mantener la sana distancia, no hacer reuniones, y usar gel antibacterial, también son decisiones que generan resistencia, lo que agrave la crisis, porque no hay voluntad social suficiente para convertirla en una contingencia.
En este momento creo que hemos pasado la etapa en la que los gobiernos nos tienen que decir cómo cuidarnos, ante la avalancha de información que hemos recibido acerca del virus y de la enfermedad, y estamos ante la posibilidad de que, juntos, podamos transformar esta crisis generalizada en la primera contingencia civil de nuestra historia.
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