A principios de 1923, un periodista gringo que era director del News and Observer de Raleigh, Carolina del Norte, veterano político demócrata, vicepresidente de la Liga Antiimperialista y puntual observador de las relaciones yanquis con el agitado vecino del sur que llevaba a cuestas el nombre bíblico de Josephus Daniels, denunció en una editorial:
“Este país ha esperado demasiado para reconocer a México. Obregón es el mejor presidente que México ha tenido. Si no fuera por el petróleo, hace mucho que México hubiera sido reconocido”.
Cuando tiempo después Washington decidió normalizar las relaciones diplomáticas con el vecino del sur, escribió:
“La poderosa República del norte debiera estar lista para ayudar al débil vecino del sur, que ha llegado a su actual situación a través de difíciles circunstancias”.
Que un liberal jeffersoniano abierto al panamericanismo y poco amigo de los grandes trusts petroleros se expresara así no era de llamar la atención. Pero Daniels no era un periodista o político cualquiera. Como secretario de la Armada en el gobierno de Woodrow Wilson en 1914 había firmado las órdenes para el bombardeo de Veracruz y la ocupación de la plaza, formalmente en represalia por un “incidente” entre marinos gringos y federales mexicanos en Tampico, pero en realidad un episodio más de la disputa por el petróleo mexicano.
Su segundo de a bordo en la Armada en aquellos años, Franklin Delano Roosevelt, llegaría a ser el trigésimo segundo presidente de Estados Unidos, de 1933 a 1945, y tendría que pilotar a su país por la Segunda Guerra Mundial y sortear uno de los momentos más espinosos en la relación siempre delicada con México: la expropiación petrolera de 1938.
En su discurso inaugural el 4 de marzo de 1933, Roosevelt explicó así el sentido de su política exterior:
“En lo que toca a la política mundial, empeñaré a esta nación en la política del buen vecino: el buen vecino que por sobre todo se respeta a sí mismo y, porque lo hace, respeta los derechos de los demás. El vecino que respeta sus obligaciones y respeta la inviolabilidad de sus acuerdos en y con un mundo de vecinos”.
Realmente no hay en esta declaración una definición política, sino más bien la vaga expresión de un buen propósito. ¿Qué se entiende por “una relación de buenos vecinos”? Con su vecino, durante cien años, México había librado una guerra desigual, perdido la tercera parte de su territorio y suscrito, con el cañón de una pistola amartillada apuntándole a la nuca, el Tratado de Guadalupe Hidalgo, “vergüenza y deshonra de los mexicanos”, entre otros episodios de abusos del fuerte hacia el débil.
Roosevelt asumió la presidencia en tiempos difíciles, a caballo entre la crisis económica de 1929 y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Su biografía no era precisamente la de un pacifista y panamericanista. Pero era un hombre inteligente y un político experimentado que pulsaba la necesidad de enmendar y elevar el nivel de las relaciones con América Latina, particularmente con un México que se reconstruía después de una dolorosa revolución.
Para esa tarea se sirvió de su antiguo jefe, a quien nombró embajador extraordinario y plenipotenciario ante los Estados Unidos Mexicanos el 13 de marzo, diez días después de instalarse en la Casa Blanca.
Con un país resquebrajado, un Congreso en campaña contra el vecino del sur y un conflicto europeo que amenazaba mundializarse, Roosevelt mandó a la embajada en el Valle de Anáhuac a un representante personal, alguien en quien confiaba y no a un diplomático de carrera convencido de la inevitabilidad del “destino manifiesto”.
Esta decisión surgió de una profunda desconfianza hacia el personal del Departamento de Estado. Consideraba que muchos de los hombres que ocupaban puestos políticos eran aristócratas, productos de escuelas exclusivas de una sociedad snob, o bien, imitadores de las clases acomodadas.
La cercanía con Roosevelt permitió a Daniels una poco común capacidad de maniobra y en más de una ocasión desestimó instrucciones directas para presionar al gobierno de México. En el Departamento de Estado se resignaron a que el jefe de la representación en México no fuera un empleado al que se le pudiera exigir el mecánico cumplimiento de instrucciones. Se quejaban de que en México debían lidiar con un gobierno respondón “y con nuestro embajador”.
El 7 de marzo de 1933 Washington informó al gobierno de México de su intención de nombrar a Daniels. El 8, el secretario de Relaciones Exteriores, Dr. José María Puig Casauranc, notificó el consentimiento: 24 horas para otorgar el plácet, velocidad inusitada para un gobierno resentido con el gran vecino y que apenas unos meses antes había negado el permiso a un agregado naval a la embajada de Estados Unidos porque había sido uno de los oficiales de las fuerzas invasoras en Veracruz.
La diplomacia mexicana se vio atrapada entre ofender al presidente del poderoso país del norte y la posibilidad, por remota que pareciera, de que la “política del buen vecino” se instrumentara para sanear una relación herida entre las dos naciones.
Hay indicios de que el presidente Abelardo Rodríguez aceptó de mala gana. El 29 de marzo confió a un amigo que “México se había visto obligado en contra de su voluntad a aceptar el nombramiento de Daniels”.
La reacción de la prensa mexicana, como era de esperarse, no fue de cordial bienvenida. El pueblo tampoco recibió con agrado la noticia. El 24 de marzo la Embajada en la Ciudad de México fue apedreada y hubo manifestaciones de estudiantes. En Monterrey se dieron movilizaciones. Incluso la comunidad empresarial gringa en México recibió con desagrado el nombramiento.
El semanario Omega de la capital de la República reflejó el sentir del momento: “El Embajador Daniels lleva sobre los hombros el peso de la ocupación de Veracruz. La memoria de ese inicuo atentado contra nuestra soberanía ocasionará que el nuevo enviado encuentre una helada atmósfera entre nosotros”.
En realidad, si bien Daniels no era un experto en asuntos de México (y no hablaba español), tampoco era ajeno a la situación del país en donde representaría durante nueve años a su gobierno.
En este contexto asumió la embajada de su país. Pese a los desfavorables augurios iniciales en torno a su nombramiento, logró, al cabo de nueve años, distinguirse como el mejor Embajador de Estados Unidos en México.
Los vientos de guerra que azotaban el mundo contribuyeron al éxito de la expropiación y minaron los intentos de las empresas por aniquilar al gobierno cardenista, aunque el conflicto avivó la belicosidad de un Departamento de Estado amamantado en la doctrina del gran garrote parida en 1902 por el presidente Theodore “Teddy” Roosevelt.
Pero la cordura y el buen juicio prevalecieron. Según el embajador Daniels, en esta guerra de nervios instigada desde las oficinas de las petroleras en Londres y Nueva York, “dos funcionarios públicos conservaron la cabeza mientras muchos otros la perdían a su alrededor: Franklin Roosevelt en la Casa Blanca, autor de la doctrina del buen vecino, y Josephus Daniels, el delegado de esa doctrina en la República Mexicana”.
Este periodista y diplomático cuyo paso por México haríamos bien en recordar, describió en sus memorias el impacto que le causó la movilización popular desatada por la expropiación. En un pasaje de Diplomático en mangas de camisa en donde no oculta su admiración por el cardenismo, Daniels apunta: “fue como si hubiera llegado el día de la liberación”.