México ha vivido a partir de 1994 grandes y profundas transformaciones. Buena parte de ellas han sido comandadas desde la esfera del poder público, de manera reactiva o activa, frente a acontecimientos no esperados, crisis o como consecuencia de una agenda política y económica de amplia envergadura. Visión, esta última, que la explicitara públicamente en 1995, en plena crisis económica y financiera, Ángel Gurria, entonces Secretario de Relaciones Exteriores.
Hitos y decisiones públicas iniciales pueden ser base para explicar el acontecer nacional. Por lo que bien vale la pena repasar esencialmente cambios y consecuencias de la acción pública en estos casi veinte años pasados, para vislumbrar el futuro mediato político y económico.
A pesar del fortalecimiento del sistema de partidos, de la llamada alternancia política y de los vaivenes de la economía, es posible decir que el país ha seguido un derrotero unidireccional desde hace casi veinte años. Derrotero que ha sido forjado por reformas y políticas públicas que se han caracterizado más por el déficit entre lo prometido y lo logrado, que por lo realmente alcanzado y cumplido.
Lo contradictorio es que el déficit de resultados ha terminado por ser la justificación reiterada para la profundización y ampliación de las políticas públicas iniciales. Hecho que parece una vez más repetirse frente al cúmulo de reformas “estructurales” en marcha, apeladas como tales desde hace casi veinte años, pero ello en medio de un estancamiento económico y social que se antoja ya secular en México.
1994 será políticamente asociado al levantamiento armado del EZLN en Chiapas, el asesinato del candidato del PRI a la Presidencia de la República, Luis Donaldo Colosio, así como por el asesinato del Diputado Juan Francisco Ruiz Massieu, comprometido públicamente en esclarecer la muerte del candidato presidencial. Estos acontecimientos y el cambio desde 1988 de la correlación de fuerzas políticas obligaron en 1996 a una reforma política y de procesos electorales, con la que el ejecutivo federal perdió inicialmente control y fuerza sobre la organización y calificación de las elecciones federales y relativamente de estados y municipios.
Esa reforma llevó sistemáticamente a nuevas reformas políticas y adecuaciones electorales federales, con sus correlativos efectos sobre los ámbitos locales. Este inacabable proceso ha terminado, por una parte, por crear una partidocracia y, por la otra, federalizar el control y calificación de los procesos. Llevando a judicializar cada vez más la supervisión y calificación de las elecciones.
En el caso del entramado partidocrático, el presidente en turno y su partido han rematado por jugar el rol hegemónico de cambios y acuerdos sobre los procesos electorales, así como del relativo control de las instancias electorales, particularmente por vía de la integración de sus miembros. En el segundo caso, la federalización electoral ha sido consecuencia de la misma partidocracia, que ha pretendido limitar el poder político de los gobernadores sobre los procesos electorales locales, a partir de la instauración de una “partidocracia” provinciana, fortalecida con la creación de partidos locales a modo del gobernante en turno.
La estructura institucional política y electoral prevaleciente ha creado fuerzas centrífugas contrarias a la estabilidad del sistema político mexicano, al constreñir jurídicamente cada vez más la participación ciudadana independiente en las elecciones y en la vida política. La partidocracia y el poder presidencial en turno han consolidado un poder nacional que puede poner en riesgo la gobernabilidad futura del país. La experiencia histórica y actual de Italia puede ser un buen referente para el futuro de México.
En 1994 México se convirtió en el primer país en desarrollo en ser miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. Con su membresía, el país quedó sometido a recomendaciones de políticas económicas y sociales específicas para los países desarrollados, en un ambiente nacional de plena transformación política y crisis económica. Aun cuando ello también sirvió para transparentar y documentar el estancamiento secular de México, relevantemente frente a otros países en desarrollo que han ido ingresando a la organización internacional, como Chile y Turquía.
La crisis económica y financiera de 1994-1998 de México resultó inesperada para muchos, pero era anunciada desde 1992. De esta manera, el déficit comercial, y consecuentemente de la cuenta corriente fue tolerado por el entonces Secretario de Hacienda y Crédito Público (SHCP), Pedro Aspe, bajo el argumento de que se financiaba con la entrada de capitales, crecientemente en cartera, es decir en bolsa. En el mismo sentido, la acelerada generación de cartera vencida de la recientemente privatizada banca comercial anunciaba dificultades inmediatas para acreedores y deudores.
Tales anuncios fueron atendidos complacientemente hasta que aconteció el error de diciembre de 1994, con una macro-devaluación y una insolvencia financiera internacional de México. La magnitud de la crisis significó empeñar al gobierno de Estados Unidos (USA) la factura petrolera de las exportaciones de Pemex e imponer un pasivo social que se continúa abultando.
La crisis derivó en una serie de políticas económicas, desde la socialización del denominado rescate financiero, hasta la devaluación interna cuyas consecuencias explican en alto grado la situación actual. En una suerte de path dependency, dependencia de camino, las políticas subsecuentes simplemente han continuado la ruta forjada originalmente.
El costo financiero público directo del rescate bancario y carretero, después de casi veinte años, no ha sido liquidado. Aún más, del llamado costo del Fobaproa, hoy asumido por el Instituto de Protección al Ahorro Bancario (IPAB) no se ha pagado un peso de su capital, que asciende a alrededor de ochocientos mil millones de pesos. Habiéndose pagando hasta ahora únicamente intereses anuales, que en 2007 rebasaron la asignación presupuestal para la UNAM. Además, el costo del rescate carretero para 2008 se había incrementado nominalmente varias veces.
Con la crisis se permitió que fiscalmente las empresas privadas pudieran “perder” hasta diez años y los corporativos pudieran aumentar el porcentaje de la consolidación de pérdidas y ganancias, lo que hizo que las finanzas públicas vieran menguados sus ingresos. Bien se dice fiscalmente que empresa que gana, es empresa mal administrada. A la par, se redujo la aportación patronal al IMSS, afectando la sanidad financiera de la institución.
A esto último se agregó la privatización de las pensiones, en detrimento del flujo de ingresos del IMSS y un cargo administrativo y de riesgo para los aportantes, en beneficio multimillonario de las AFORES. La culminación de este proceso han sido modificaciones reiteradas del sistema privado y público del sistema de pensiones, del solidario al individualizado.
Al respecto la actual presidenta de Chile, Michelle Bachelet, previno en 2007 al Senado de México sobre la equivocación cometida en Chile en materia de pensiones, que obligó a ese país a afrontar emergentemente las consecuencias de una población pensionada en condiciones crecientes de pobreza. La ironía fue que las reformas mexicanas de pensiones se argumentaron inicialmente con la bondad de los supuestos logros obtenidos en Chile. Efectivamente, los montos netos nacionales eran crecientes, como crecientes la mengua del ingreso real de los pensionados. El medio fue exitoso, pero no se logró su fin.
En el afán de aparentar una sanidad presupuestal del gobierno federal, a partir de 1998 se comenzó a cocinar el monto de la deuda pública, generándose un sub-registro, por el lado de sus conceptos y en otros casos por su diferimiento contable. En el primer caso, los montos del rescate financiero y carretero no fueron consignados por la SHCP como deuda pública. En el segundo caso, los nuevos pasivos de PEMEX y CFE, tratados como Pidiregas, fueron diferidos en su total registro, contraviniendo las reglas financieras más elementales. Así, para 2006, la deuda pública alcanzaba un sub-registro de un billón de pesos, un millón de millones.
En estas condiciones presupuestal y financieras públicas, a partir de fines de los 1990´s Pemex generó recursos extraordinarios en razón de mayores volúmenes de exportación y precios más elevados. Lo que desembocó en su mayor endeudamiento. Relativamente igual historia aconteció con la CFE, al abrirse la compra de energía de la empresa a entes privados, en condiciones de costos más elevados.
Sin duda, el Tratado de Libre Comercio (TLC) ayudó a paliar el problema de desempleo generado inmediatamente después de la crisis. Sin embargo, desde 1994 deliberadamente el gobierno contrajo el salario real, en un afán de hacer competitiva la mano de obra nacional y atraer el mayor número de maquiladoras posible. Esto afectó a la baja el tamaño del mercado interno, cuya fortaleza productiva se advirtió menguada ante la carencia oficial de una política industrial nacional, tal como lo presumió en 1995 el entonces Secretario de Industria y Comercio, Herminio Blanco. De entonces a la fecha, México ha sido una de las tres economías de la región latinoamericana que menos ha crecido, pero que más ha visto abultar su población en condiciones de pobreza.
El grueso repaso de los casi veinte años pasados puede terminar ilustrado con un hito convencionalmente obviado. A partir del 2000 el país y especialmente el sector público recibieron el volumen de ingresos del exterior nunca antes visto. En tales condiciones hoy se tiene una mayor deuda, la sanidad de las finanzas públicas se ha deteriorado aceleradamente, los salarios han perdido poder adquisitivo, el empleo se ha precarizado y la economía apenas crece.
Las políticas aplicadas por Ernesto Zedillo, último presidente del PRI hegemónico, marcaron el rumbo de lo que hoy es y sufre México. El villano público sigue siendo Carlos Salinas; probablemente por haber designado a su sucesor. A la luz de la historia reciente, uno se preguntaría que tan factibles y posibles son los objetivos y las metas ofrecidas con las reformas estructurales. No esperemos otros veinte años de déficits económicos y de mayores pasivos políticos y sociales para saberlo.