La obra me remite al juego de un niño que se siente indefenso en el mundo y su única manera de exorcizar el miedo es a través de esconderse en personajes.
Ciudad de México.- El capítulo del 40 aniversario de Saturday Night Live, el mejor programa de comedia de todos los tiempos, hizo el recuento de los actores y comediantes que han pasado por sus filas; no dejo de admirarme por las vidas tormentosas ahí reunidas: severos problemas de adicciones, violencia, estrepitosos fracasos matrimoniales, rivalidades entre padres e hijos. ¿Para hacer comedia se debe sufrir en el camerino? ¿Para hacer reír debo llorar en privado?
Recuerdo la película Lenny, dirigida por mi ídolo Bob Fosse, que a través de contrastes entre una rutina de comedia sobre el escenario y la cotidianidad, cuenta la trágica vida del cómico en stand up Lenny Bruce; en una escena este personaje recurre al cinismo para describir su profesión: “Si, por algún milagro, el mundo entero se volviera sereno, puro, yo estaría parado en alguna fila de desempleados”. Tal vez sea una coincidencia y yo vea “moros con tranchetes”, pero el acto cómico es un duelo entre la vida y la muerte.
Si mi premisa fuera cierta, hay una vida caótica detrás de quien hace reír, estar en el escenario se vuelve doblemente complicado. En la comedia no hay medias tintas: o la gente ríe o fracasas (“mueres”); el público se convierte en un kraken en espera de algo más sorprendente, más ingenioso, más gracioso (en una batalla permanente contra el tiempo). ¿Qué es mejor: una vida tormentosa o querer hacer reír? ¿Realmente vivir es menos peligroso que hacer una rutina de cinco minutos?
Por ello, me resulta fascinante El Síndrome Duchamp de Antonio Vega, porque pone sobre la mesa los sacrificios para arrancar una carcajada del público. La historia se centra en Juan, un mexicano en los Estados Unidos, que sueña tener un acto de stand up como los maestros del género, delante de una pared de ladrillos y un reflector para él solo. Ser conserje no le impide imaginarse como Redd Foxx o Flip Wilson; ha memorizado bien los trucos, las pausas, los gestos no sólo para llegar a quien se sienta en la butaca, sino también para honrar a su madre quien vive en México.
Juan no puede olvidar su país, su familia, su amor platónico. Vive en Nueva York, pero su cabeza sigue viviendo en los tormentosos recuerdos de la infancia. Él sólo quiere buscar el reconocimiento de su madre quien le manda cassettes donde graba soliloquios para olvidar la distancia de su hijo. No es conocido, es torpe en escena y nadie ha creído en él; El Síndrome Duchamp habla sobre cómo no decepcionar a los recuerdos, a la familia y, sobre todo, a ti mismo.
La comedia es el vehículo perfecto para hacer que Juan esté en la cuerda floja; es una metáfora sobre el miedo a la muerte y al abandono. Hacer reír es el único remedio para no desconocerse entre la miseria encerrada en un cuarto de escobas y cubetas. Imaginar una vida diferente, como mecanismo de defensa, se vuelve un remedio conocido por la infancia: jugar a ser feliz aunque sea por un instante.
El trabajo de Antonio Vega en la escritura y dirección (en este último rubro comparte el crédito con Ana Graham) es alucinante en un sentido lúdico. El texto tiene un sinfín de posibilidades expresivas que apelan a los recursos propiamente teatrales; en cada escena se aprovecha la experiencia en vivo para impactar al público con la imaginación, así como lo hace Juan, y el trabajo del actor, el del propio Antonio Vega, Miguel Pérez Enciso quien interpreta su “sombra” y la voz en off de Conchita Márquez, su madre.
En lo personal agradezco un espectáculo que rinda tributo a la escena y no trate de reproducir lo que se hace en otros medios. El Síndrome Duchamp apela a una exquisita desnudez para concentrarnos en la actoralidad de Vega, quien suda en cada poro su amor por el teatro. A riesgo de sonar pretencioso, este montaje tiene “alma” y mis esfuerzos por encontrar las palabras adecuadas para explicar esto son en vano: sólo se puede vivir, estar en la función, hacerse presente frente a la historia. Este montaje es indeleble en la memoria del espectador.
La obra me remite al juego de un niño que se siente indefenso en el mundo y su única manera de exorcizar el miedo es a través de esconderse en personajes. Tal vez ese niño esté en cada uno de nosotros y por eso la conexión con Vega es innegable, al contar una historia en apariencia lejana por retratar ese mundo “oscuro” de la comedia” pero tan familiar a nuestros miedos privados. Sólo para cumplir la profecía de los Beatles en Blackbird: “You were only waiting for this moment to arise”.
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El Síndrome Duchamp
Espectáculo de Antonio Vega
Dirección: Ana Graham y Antonio Vega
Teatro El Galeón
Hasta el 1 de marzo
Viernes 20:00 hrs., sábados 19:00 hrs., domingos 18:00 horas.
¡¡Me fascinó!!