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Madrid y sus museos

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Madrid es una ciudad cosmopolita y, por supuesto, es de mucho menor tamaño que la Ciudad de México. Se observa porque uno la puede atravesar en auto, de un lado a otro, en relativo poco tiempo ‒aunque la televisión señale que “los atascos” (el tráfico) están complicados por las mañanas‒.

El metro o los autobuses no se saturan como en México, ni siquiera en hora pico. (Por cierto, ya no venden boletos en papel; sólo aceptan tarjetas pero que sirven, como me dijeron, “para todas las veces que vuelva”.) El transporte pasa de acuerdo con horarios ya establecidos (o hay carteles que anuncian la frecuencia. Algunas veces cada 6-8 minutos, situación que siempre se cumple). Incluso hay personas que trabajan en Madrid pero viven en la periferia, pues así tienen más facilidades para vivir en una casa que en lugar de “un piso” (departamento como decimos en México). Por lo general, son los que hacen más de una hora de trayecto a la ciudad.

La oferta de museos que ofrece es vasta (ahí sí, como en nuestra capital mexicana). Podemos apreciar lo último del arte contemporáneo en el Museo Reina Sofía (donde se encuentra “el Guernica” de Picasso), o las espléndidas colecciones que van desde pinturas y esculturas desde la Edad Media hasta el siglo XIX, en museos como el Prado y el Thyssen. Pero también recintos dedicados a temas o pintores específicos como serían los casos del Museo del Romanticismo o del Museo Sorolla (la casa que diseñó el célebre pintor valenciano en acuerdo con el arquitecto Enrique María Repullés).

Su Museo de Arqueología Nacional es una joya. El recorrido que ofrece la museografía nos brinda un panorama de la historia del país en sus distintos periodos, desde la Prehistoria hasta el inicio de la Ilustración.

De los orígenes de la humanidad, destaca una impresionante réplica de pintura rupestre de una parte de la Cueva Altamira, además de varias herramientas de piedra, cobre, bronce y oro y varios ejemplos de cerámica que muestran el desarrollo tecnológico de este periodo de la historia. Maquetas y reproducciones virtuales de casas y cámaras sepulcrales que nos ayudan a comprender no sólo la forma de los restos de asentamientos arqueológicos que subsisten, sino también de la riqueza cultural que conllevaron varios pueblos prerromanos como los tartessos, así como los celtas.

Interesante resulta la parte correspondiente a la Hispania romana que inicia con una serie de tablas en latín grabadas en bronces (tablas legales), que eran expuestas en las paredes de edificios públicos para la correcta observancia de la ley. Recordemos que el derecho romano representó la implementación de un orden más estructurado en la sociedad de ese tiempo.

Arriba: Espirales y brazalete con espirales colgantes. Oro. Edad del bronce antiguo-medio. Mengíbar, Jaén o Extremadura. Abajo: Conjunto de hachas planas. Cobre. Edad del bronce antiguo-medio. Codes, Guadalajara. Museo de Arqueología Nacional. Madrid, España. Fotografía: Áurea Maya.

Varios mosaicos muestran la vida cotidiana del pueblo romano. Encontramos desde representaciones de dioses como Júpiter o pasajes mitológicos como el caso de Medusa, hasta los célebres gladiadores que emocionaban tanto a patricios como al pueblo.

La sala dedicada al periodo en el que los musulmanes invadieron la Hispania muestra selectas piezas de arte mudéjar. Los arabescos que decoran capiteles, arcos y mobiliario, nos hablan del enriquecimiento cultural que implicó la convivencia con estos pueblos, que además se integraron con otras manifestaciones culturales derivadas de las invasiones previas de vándalos y visigodos.

La transición a la España católica revela influencias previas que se adaptaron en lo que hoy conocemos como Talavera de la Reina ‒con una espléndida vitrina con el botamen de la botica del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial ‒ pero también de la mano de los avances científicos propios del Renacimiento ‒con su colección de astrolabios que resultaban excelentes auxiliares para conocer la hora‒.

Del siglo XVIII destaca una silla de manos, en estilo rococó, con sus pinturas enmarcadas en ornamentaciones propias del estilo todas en hoja de oro. Este transporte solía usarse desde dos siglos antes, para llevar a la realeza, sobre todo, las mujeres. En el Museo del Barroco en Puebla (México), también tenemos un ejemplo de estas sillas cuya manufactura es exquisita.

El llamado Siglo de las Luces también tiene un espacio. La colección de modelos a escala de templos griegos y romanos es reflejo del “arte de las piedras duras”, es decir, de materiales como mármoles y granitos cuyos colores se enriquecen a través de las formas de la arquitectura clásica.

Botamen de la botica del Monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial. Siglo XVI. Museo de Arqueología Nacional. Madrid, España. Fotografía: Áurea Maya.

El Museo también se complementa con dos salas de arte egipcio y griego que muestran los resultados de las expediciones españolas que han incursionado en estos lugares.

El Museo de Arqueología Nacional es uno de los lugares por visitar en la ciudad de Madrid. Desde su página web existe un recorrido virtual que nos puede brindar una oportunidad de acercarnos a la distancia a su espléndida colección: http://www.man.es/man/home.html

La Catrina y la conmemoración del Día de muertos

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El mínimo de línea y el máximo de expresividad.

Octavio Paz sobre José Guadalupe Posada.

(Citado por Miguel Ángel Morales en

Diseño Gráfico en México. 100 años).

José Guadalupe Posada fue un grabador mexicano que vivió numerosas vicisitudes a lo largo de su vida. Nacido en Aguascalientes a mediados del siglo XIX, falleció en los albores del México posrevolucionario en enero de 1913, un mes antes de la llamada Decena Trágica, cruento episodio de la historia de México marcado por el fusilamiento de Francisco I. Madero.

Sin duda, José Guadalupe Posada es un referente en México. Siendo adolescente, comenzó a trabajar en un taller litográfico e inició sus primeros trabajos como dibujante, siempre bajo un matiz de crítica social derivado de las condiciones de pobreza que sufrió en su infancia. Poco después radica en León, Guanajuato, y hacia 1888 se establece en la Ciudad de México.

La importancia de Posada va de la mano de otro grabador, Manuel Manilla y del impresor Antonio Vanegas Arroyo. El papel de editor (como hoy lo denominaríamos) de Vanegas junto con la labor de estos dos excelentes dibujantes, perfiló una serie de ilustraciones que van a ser de influencia preponderante en otros trabajos, no sólo caricaturistas o ilustradores de folletos, hojas sueltas, cuadernillos, periódicos y revistas, sino del muralismo mexicano en pleno.

Posada convirtió variadas y muchas veces, desgarradoras escenas de la vida política, social, económica, cultural y sobre todo cotidiana, en obras que reflejan espléndidas soluciones en cuanto a recursos técnicos y artísticos, no sólo a través del dibujo y el grabado sino mostrando un universo de estereotipos, cánones o modelos que reflejaron el sentir de toda una época; no sólo la decadencia social del periodo de gobierno de Porfirio Díaz sino a su vez, la esperanza de un cambio a partir de la Revolución.

Una de las innovaciones que Posada realiza es hacer resurgir el grabado como una opción ante la proliferación de impresiones litográficas; se constituye como el gran restaurador de la labor del grabado en su época. En términos de representación, fue un artista que siempre supo resolver una serie de problemas gráficos a través de significativas ilustraciones. Fue un estratega del diseño. Sus mensajes fueron siempre más allá y no se limitaron a la admiración propia de un simple dibujo o una representación graciosa de una calavera. Representó argumentaciones que incluso hoy, siguen estando vigentes.

Recordemos que uno de los lemas del movimiento de la Revolución Mexicana fue “Tierra y Libertad”. Ricardo Flores Magón, autor de esa conocida frase, se refería a ella como una manera de hacer notar la gran desigualdad existente entre ricos y pobres.  El trabajo de Posada influyó de forma notable, en la configuración de ese panorama de lucha social. Las representaciones en sus grabados, en los que tanto ricos como pobres, todos caracterizados como calaveras (“muertos en vida”), son reflejo de relaciones de sometimiento, disputa y desdén, y provocaron una identificación en varios sentidos: a favor o en contra. Sin duda, esto contribuyó a desarrollar una conciencia social, que fue la base para no solo la caída de Díaz sino de impulso a las huestes revolucionarias.

La manera en que sus grabados, plasmados en múltiples hojas sueltas, que eran repartidas por las distintas calles de la ciudad además de ser pegadas en las paredes o a través de pasquines anónimos (si bien, todo el mundo reconocía sus ilustraciones), constituyeron otro medio de lucha para denunciar la desigualdad en ese periodo.

A la muerte de Posada, sus dibujos entraron en cierto olvido. Es Diego Rivera quien recupera parte de su obra, sobre todo la hoja suelta donde se publicó por primera vez “La calavera garbancera” (posterior a la muerte del grabador), y que fue acompañada en un texto que refleja distintos comportamientos sociales, sobre todo femeninos.

Rivera plasma la imagen en uno de sus murales y la nombra “La calavera catrina”. El Diccionario de la Academia Española nos dice que catrín/catrina se refiere a una persona “bien vestida, engalanada”. Sobre todo, durante la segunda mitad del siglo XIX, se acostumbró a nombrar así, de forma despectiva, a miembros de la elite dominante pero también a personas que, sin pertenecer al grupo dominante, aparentaban la procedencia de cierta estirpe. Posada le llamó “garbancera”, por vender garbanzos (que provenían del Mediterráneo) y que, por tanto, de forma sarcástica, les otorgaba cierto matiz europeo por el origen de la semilla.

Hoy podemos apreciar “La Catrina” en muchas partes. Donde quedó inmortalizada –más allá de la hoja suelta que era pegada en las paredes de las calles, haciéndola un impreso efímero para la época– fue en el mural “Sueño de una tarde dominical en la Alameda central” de 1947 (actualmente en el Museo-Mural Diego Rivera en la misma Alameda).

Hoy todos la mencionamos como “La Catrina” y en un fenómeno social, muy reciente, se ha convertido en uno de los ejes de las festividades del Día de Muertos, situación que ni Posada ni Rivera contemplaron. Se ha perdido el sentido de denuncia social para convertirse en una diversión para la gente. No perdamos el trasfondo. Recordemos la muerte, sí, pero para celebrar la vida sin dejar de observar nuestro entorno para fomentar nuestra conciencia social, que tanta falta nos hace en estos momentos.

Veamos una pequeña nota informativa que se realizó con motivo de la exposición “Posada. Fantasías, calaveras y vida cotidiana”, realizada por el Instituto de México en España en 2015, a cargo de Agustín Sánchez González, uno de los especialistas en la caricatura del periodo:

“Posada. Fantasías, calaveras y vida cotidiana”. Nota informativa de “Hoy es arte”. Instituto de México en España en 2015. Agustín Sánchez González, comisario de la exposición.

Y si queremos ir más allá, visitemos el Museo-Mural Diego Rivera: Avenida Balderas, esquina Colón, s/n. Lado poniente de la Alameda. Centro histórico de la Ciudad de México.

Martes a domingo, de 10 a 18 hrs. Boleto general, 30 pesos.

Entrada libre para estudiantes y profesores con credencial vigente y adultos mayores con credencial INAPAM. Domingos, entrada libre. La visita guiada tiene un costo de 20 pesos (se las recomiendo).

Yves Klein: la búsqueda de lo inmaterial

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En el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México, se exhibe Yves Klein, exposición retrospectiva de uno de los artistas más provocadores de la segunda mitad del siglo XX. A través de una propuesta plástica desató una gran controversia en el mundo de la pintura que todavía no se recuperaba del influjo de las vanguardias: pintar de un único color toda la superficie de su composición. Todo en la década de 1950.

Antes, hacia 1915, lo habían hecho los suprematistas de la mano de Malevich, con su célebre Cuadrado negro; sin embargo, nadie más hasta Klein y el Movimiento Zero, llevaron esta posibilidad plástica hasta el límite –combinando también con el antecedente de lo que hoy conoceríamos como arte acción (antes conocido como happening y también llamado performance)–, configurando lo que hoy conocemos como pintura monocromática, tendencia artística que cuenta con salas dedicadas a Klein, como es el caso del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en Madrid, España.

El artista francés después de varias propuestas (en la muestra se observan varias de sus obras tempranas, entre las que destacan los colores rojos, naranjas e incluso algunas combinaciones), eligió el color azul ultramar, pigmento que después de algunos experimentos químicos, patentó y denominó como IKB (International Klein Blue).

El trabajo exhibido en el MUAC nos revela la búsqueda del artista hacia una nueva propuesta, en la que el eje es la exploración de lo inmaterial, pero a través de la materialidad misma. Es decir, ¿qué le da valor al arte?: ¿los materiales? (consideremos el soporte material, es decir, desde la tabla de madera o tela hasta el óleo mismo); ¿la perfección/imperfección en la técnica? (pensemos en los espléndidos retratos del barroco en lo que Gombrich denomina “la conquista de la realidad”); ¿los temas? (¿qué nos produce mayor goce estético? Un paisaje impresionista o la magna representación de La coronación de Napoleón en Notre Dame de Jacques Louis David, por mencionar dos ejemplos); ¿lo que se busca expresar?, ¿todo en su conjunto?

“¡Larga vida a lo inmaterial!”, se puede leer en letras azules IKB en piso del MUAC. El mismo texto de presentación de la muestra una de las peculiaridades de la plástica del artista: “Las obras revelan la tensión constante entre la condición material del arte y su inmaterialidad”. Ese es el punto de partida. Y es en lo que Klein nos permite reflexionar. Nuestra experiencia estética, si nos lo permitimos, puede ser rebasada por ahora no deformes formas –como Gadamer las llama–, sino por colores y sombras que nos pueden sacudir (a favor o en contra). Acciones que nos invitan, por ejemplo, a tocar el pigmento IKB –en una situación por supuesto no permitida–, de la instalación de la primera sala que nos recibe, precisamente como una forma de experiencia estética.

La exposición reúne más de 75 obras y numerosos documentos donde revela el trabajo de apenas 32 años de vida –falleció de un infarto a esa temprana edad–. Podemos también observar magníficos videos que documentan su quehacer artístico. Desde las “Antropometrías de la época azul”, en la que bajo una acción con orquesta incluida (con su correspondiente partitura escrita por Louis Saguer), tres mujeres desnudas actúan cual “pinceles vivos” siguiendo las indicaciones de su artífice o como cuando toma un lanzallamas y dibuja sobre paneles, sombras y efectos para ir más allá de la materia misma y revelarnos lo que está detrás y que algunas veces no queremos o nos resistimos a observar.

También podemos ser testigos de cómo planeó hasta el último detalle de su boda (incluida la tiara de la novia, en azul IKB) o los trabajos para el vestíbulo de la Gelsenkirchen Opera House (con una espléndida maqueta de la mano de su estudio en perspectiva, además de los videos de la instalación).

Les recomiendo un fragmento del documental que se realizó con motivo de una muestra de Klein en la Tate Modern en Inglaterra:

En 1952, ocho años antes de las Antropometrías de Yves Klein, un compositor estadounidense incursionaba también en nuevas formas de explorar la música contemporánea. John Cage compuso 4’33” (cuatro, treinta y tres), en tres movimientos. Obra en la que no se emite ningún silencio durante cuatro minutos y 33 segundos (de ahí el título). Causó gran controversia, pero se ha convertido en un referente no solo de la música sino del arte contemporáneo en su conjunto (también en el Museo Reina Sofía podemos observar varios videos de sus creaciones musicales). La pieza existe en versión para piano, pero también para orquesta. En este caso, el pianista también estadounidense David Tudor. Le anteceden breves palabras del mismo John Cage:

Yves Klein se presenta en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC), en el Centro Cultural Universitario, hasta el 14 de enero de 2018. Miércoles, viernes y domingos, de 10 a 18 hrs. jueves y sábado, de 10 a 20 hrs. Lunes y martes cerrado. Público general, 40 pesos. Con credencial de estudiante, maestro y adultos mayores, 20 pesos. Miércoles y domingos, 2×1. El catálogo bilingüe de la exposición se vende en la tienda del museo, pero se puede descargar en formato digital de forma gratuita, previa autorización de uso de derechos de autor, en una espléndida iniciativa de la UNAM en la página del museo (https://muac.unam.mx/expo-detalle-127-yves-klein).

Los cataclismos naturales a lo largo de la historia

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Me resistí a escribir esta columna. Me causó suma dificultad trabajar en ella. Leo en los periódicos que se empieza a hablar tanto de reconstrucción como del stress post-traumático que implican las experiencias que hemos vivido en las últimas semanas.  A pesar de todo, me alienta la empatía que siento en numerosas personas. Al atravesar la calle o ir de compras en el supermercado, nos cruzamos con personas que, sin conocerlas, brindan un saludo o una sonrisa. Crecer ante la adversidad, si nos lo permitimos, nos puede hacer más fuertes.

Percibo la esperanza. Esperanza en nuestros jóvenes que muchas veces llegaban a una clase de historia del arte de una manera por demás indolente, soberbia –puedo decir que hasta mal educada–. Confío que varios de ellos, ahora estén ayudando (o más bien, sigan ayudando) a innumerables personas. Espero que se den cuenta de lo que significa perder todo y lo valioso que tienen en su cercanía. Ahí es donde puede ocurrir un cambio, un nuevo camino. No se conforman con estar en sus casas, impávidos, insensibles.

En 1985, yo iniciaba mis estudios universitarios. Viví un cambio que, sin duda en algunos de mis contemporáneos, se olvidó. Confío, una vez más, que mi generación esté volviendo a experimentarlo como una nueva oportunidad que nos ofrece la vida. Que una vez más, se planteen una transformación. Que los Carlos y los Ricardos (por mencionar dos nombres al aire), recapaciten; no por el acontecer de fenómenos naturales –que son impredecibles y que seguirán sucediendo–, sino en su accionar hacia la violencia de género que aplican a su alrededor (que, sin duda, se asemejan a terremotos de la naturaleza, pero sin darse cuenta que es lo más lamentable).

Que hoy mujeres profesionistas, estudiantes, trabajadoras –llámense Mara o María–, dejen de ser dobles víctimas: de la violencia de un acto sin nombre y de la violencia en los medios ante el juicio que se hace de ellas, pero también del hostigamiento que se hace en algunos lugares de trabajo. En estos momentos, las hemos olvidado, ante algo que nos desborda, pero que seguirán ahí, omnipresentes.

Y eso me lleva a recordar innumerables culturas que padecieron momentos delicados debido a las fuerzas de la naturaleza. Cito dos casos del mundo antiguo: Mesopotamia y Roma.

Mesopotamia –una de las primeras civilizaciones en la historia de la humanidad– enfrentó una gran inundación. Un gran torrente de agua –provocado por un fenómeno natural– arrasó con todo a su paso pero que, de forma sorprendente, no acabó con los pueblos de la región, sino que los fortaleció. Este cataclismo se perpetuó en grandes dos narraciones del mundo Antiguo: el Poema de Gilgamesh y el libro del Génesis del Antiguo Testamento. En ambos casos, el mensaje fue de esperanza y reconstrucción de un mundo mejor.

El otro caso fue la erupción del volcán Vesubio hacia el 79 d.C. que provocó la desaparición de dos importantes asentamientos de la época romana: las ciudades de Pompeya y Herculano, sitios preferidos por los patricios –la aristocracia– del Imperio Romano para ir a descansar en un clima a nivel del mar.

Ambas localidades poseían hermosas calles de piedra, rectas y espaciosas, con especies de banquetas para que, en caso de lluvia intensa, pudieran estar a salvo del agua. Las casas (domus) estaban construidas con un pequeño jardín rodeado de columnas que daba paso a un patio interior de forma cuadrangular que poseía un pequeño estanque (el impluvium), que servía para recoger el agua de lluvia. Alrededor del patio se encontraban las habitaciones. Además, había termas (los baños públicos de los romanos) y hasta panaderías (donde la gente podía comprar pan caliente todas las mañanas).

La erupción causó daños en pocas horas. Hoy diríamos que no hubo medidas de prevención –tan importantes de seguir y que mucha gente no consideraba dignas de atender, debido al olvido que suele pasar con este tipo de fenómenos naturales–. Ambas ciudades desaparecieron, pero el impulso del Imperio Romano continuó. Incluso un año después se concluyó el llamado Coliseo Romano de la mano de Vespasiano y su hijo Tito, los dos primeros emperadores de la dinastía de los Flavios. A la muerte temprana de Tito, gobernaría su hermano Domiciano con poca fortuna, pero después de él vendría Trajano, emperador que concluyó el Foro Romano y que triunfó en importantes batallas que continuaron con la gloria del Imperio.

Las ruinas de Pompeya y Herculano fueron descubiertas en el siglo XVIII, en plena época de la Ilustración. Su descubrimiento influyó de forma notable en las artes de ese momento que configuramos lo que conocemos como el arte neoclásico.

Hoy podemos caminar por esos restos que prevalecen, lo que nos permite asomarnos a una pequeña parte de lo que fue la riqueza del Imperio Romano. Gracias a estudios interdisciplinarios, en el que la ciencia se entrelaza con el arte y el diseño, podemos imaginar cómo fue ese momento. Ejemplo de ello es la animación realizada con fines educativos por el Museo Victoria de Melbourne, Australia. Una sorprendente recreación de las últimas horas de Pompeya:

  • “La erupción del Vesubio. La destrucción de Pompeya”, Animación con fines educativos. Museo Victoria de Melbourne, Australia:

https://www.youtube.com/watch?v=LjiJvpLoyt4

Las generaciones jóvenes están frente al cambio. Mis generaciones confío sinceramente que también lo estén (de nuevo). Mi deseo que hagamos una mejor sociedad, un mejor país, un México en el que se cante el himno con orgullo, sobre ruinas, sí, pero con esperanza… Que #FuerzaMéxico se demuestre desde el corazón y no se pierda. Ése es mi deseo.

Frida: mujer controvertida del siglo XX

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En conmemoración del 110 aniversario del nacimiento de una de las pintoras mexicanas más controvertidas del siglo XX, el Museo Dolores Olmedo presenta Frida Kahlo. Me pinto a mí misma, formada por una pequeña pero importante colección de 26 obras del propio recinto que nos invitan a reflexionar no solo sobre el papel de la mujer en el siglo pasado sino también sobre la experiencia de padecer un dolor físico y emocional sea por un padecimiento derivado de un accidente –como es el caso de la pintora– o de una enfermedad.

“Objeto de discusión y da lugar a opiniones contrapuestas” es la definición que nos brinda la Real Academia Española sobre la palabra “controvertida”. Eso es Frida Kahlo. Una personalidad que implica juicios –muchas veces muy severos– sobre su actuar y sobre su obra plástica, por tanto, que mejor adjetivo para calificar a una mujer que transitó en una época de grandes cambios científicos, tecnológicos y por supuesto, artísticos: los primeros 50 años del siglo XX.

Frida nació en la ciudad de México en 1907. Hija de Guillermo Kahlo –reconocido fotógrafo alemán llegado a México durante el periodo de Porfirio Díaz–, fue educada bajo las reglas de comportamiento de una sociedad todavía decimonónica. Muestra de ello basta apreciar “Friduchita en 1920 cuando hizo su primera comunión”, fotografía de su padre que, si bien no es parte de la exposición, pertenece al acervo del Museo. Con caminar unos pasos más a la sala “Frida Kahlo. Testimonios de una vida”, podemos imaginar ese mundo íntimo de la creadora mexicana.

La exposición se encuentra rodeada de frases de la propia artista. Una de ellas da nombre a la misma: “Me pinto a mí misma porque soy lo que mejor conozco”. Dos hechos la marcan de por vida, padecer poliomielitis en la niñez y un accidente que sufrió a la edad de 18 años, cuando pasajera de un autobús, el vehículo colisiona con un tranvía, rompiéndole varios huesos, entre ellos, la columna. En su lenta recuperación –la atendieron los mejores médicos del momento, pero no olvidemos que era 1925–, comenzó a pintar. Nunca fue a una escuela de arte. Recibió lecciones de Diego Rivera, que se convertiría en su compañero de vida, durante sus 47 años de existencia.

En este periodo, atravesó por momentos difíciles: “Quise ahogar mis penas en licor, pero las condenadas aprendieron a nadar”, es la frase que antecede ante el montaje de unos de sus cuadros más conocidos, La columna rota (1944) –también incluido en la muestra–. En él, podemos observar su autorretrato con el rostro sumido en lágrimas; donde su cuerpo, sujeto a un corsé, se abre mostrando una columna de un templo griego, cuyo fuste se encuentra fracturado; todo, rodeado de clavos que le infieren un dolor que podemos pensar que es indescriptible.

La muestra inicia con una serie de retratos poco conocidos de Frida. Todos personajes cercanos a ella como Mi nana y yo (1937), Retrato de Eva Frederik (1931), Retrato de Lady Hastings (1931) o el interesante Retrato de Luther Burbank (1931), un botánico estadounidense que experimentaba con frutos y plantas, a quien conoció, junto con Diego, en Nueva York (y más revelador resulta contrastar el boceto del retrato y la obra final –ambos expuestos–). También encontramos espléndidos dibujos –casi todos, carboncillo sobre papel– que nos da a conocer su faceta como dibujante.

En la segunda sala de la exhibición, encontramos una obra singular por varias razones. Un masonite (tabla de madera comprimida) que tiene una imagen en ambos lados: por una parte, La niña Virginia (1929). La obra revela ciertos problemas en la proporción de la figura humana, pero su fondo plano y su atinada combinación de colores, nos brinda un efecto particular que termina que olvidemos la discordancia de la forma y apreciemos el efecto encantador de una niña que nos mira de forma reposada. Del otro lado encontramos el Boceto para autorretrato con aeroplano (realizado en carboncillo, también de 1929). La pieza doble es de particular importancia pues en una subasta realizada en el año 2000, alcanzó la cifra de 5 millones de dólares, convirtiéndose en la pintura no sólo mexicana sino también latinoamericana mejor cotizada hasta ese momento.

También podemos admirar otras obras como Unos cuantos piquetitos (1935) y dos piezas –un dibujo y un óleo– que recuerdan el trágico momento de su vida: Accidente (1926) y El camión (1929). Hacia el final de la exposición se percibe una reflexión sobre el aspecto surrealista de su obra –caracterización que no fue aceptada por la propia artista–, pero que nos hace pensar en los detalles sumamente evocadores de esta vanguardia artística que permeó en distintos artistas del mundo.

¿Para qué ir al museo y apreciar la obra de Frida Kahlo? Para conocer la obra de una mujer que enfrentó difíciles momentos en su vida. Podrá gustarnos o no, pero sin duda, se sobrepuso a duras pruebas y encontró en el camino del arte, una forma de expresar sus dolencias. Observó ciertas características de lo mexicano y las plasmó en sus obras: los huipiles, las trenzas, las flores, los colores brillantes…

Frida Kahlo, un ser humano que se construyó a partir de una búsqueda derivada del dolor físico y de los rígidos cánones que implicaba ser mujer en ese momento. Sin duda, objeto de discusión hasta en su muerte. El medio que encontró para aliviar las dificultades de su vida fue el camino del arte.

Si tenemos tiempo, no está de más atravesar los jardines de este espléndido lugar, la Hacienda de la Noria, localizada al sur de la Ciudad de México. Es toda una experiencia ver a los pavos reales –cuyos cuellos en azul brillante nos sorprenden– así como escuchar el ladrido de los perros xoloitzcuintles y entrar a la Ermita del siglo XVI dedicada a San Juan Evangelista Tzomolco que, convertida en sala de museo, alberga la obra temprana de Diego Rivera. Ahí podemos admirar un espléndido Autorretrato con chambergo (1907), varias obras cubistas, paisajes con marcada influencia de Cézanne además de sus colecciones de cerámica prehispánica. También podremos apreciar algunos apuntes de sus murales, en carboncillo y papel, una serie de óleos que realizó con motivo de su estancia de la Ex Unión Soviética, un grupo de retratos –entre ellos los de Dolores Olmedo y su familia– y la serie de Puestas de sol (1956), todas pintadas en Acapulco previo a su fallecimiento al año siguiente.

Les recomendamos descargar la infografía del tema y observar un breve documental que se realizó con motivo de su fallecimiento que se encuentra en el acervo histórico de la UNAM:

https://www.youtube.com/watch?v=8B-Rvylrgac

Como parte del influjo del movimiento de recuperación de aspectos propios de lo mexicano, se desarrolló una tendencia en la música –a la par del muralismo– que se conoce como el nacionalismo musical mexicano. Sus artífices fueron Carlos Chávez, Silvestre Revueltas, José Pablo Moncayo, entre otros. Un clásico de esta época es la Sinfonía India (1935-1936) de Carlos Chávez (1899-1978), en una época de prolija producción artística de Diego y Frida. La obra combina constantes cambios rítmicos con melodías autóctonas –que, si bien son originales, evocan la tradición musical de los grupos seris y yaquis de Sonora además de los huicholes de Nayarit– junto con el uso de algunos instrumentos prehispánicos. Escuchemos un fragmento de la pieza con la Orquesta Filarmónica de Berlín, bajo la dirección del venezolano Gustavo Dudamel:

https://www.youtube.com/watch?v=b0AiHFu4fQQ

Frida Kahlo. Me pinto a mí misma se presenta en el Museo Dolores Olmedo hasta el 22 de octubre de 2017Martes a domingo de 10:00 a 18:00 hrs. Con credencial de estudiante o maestro, 20 pesos, adultos mayores, 5 pesos. Público nacional, 40 pesos. Les recomiendo comprar el catálogo de la exposición (150 pesos). Entrada libre todos los martes.

Rufino Tamayo: El encuentro con el color

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En el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México se exhibe Rufino Tamayo. El éxtasis del color, muestra que reúne alrededor de una treintena de obras del pintor oaxaqueño como una manera de recordar su ausencia, pero también su constante presencia como una de las figuras emblemáticas de la abstracción pictórica en México.

Fallecido hace 26 años, Rufino Tamayo (1899-1991) se configura como un personaje relevante en la vida artística del país por su obra y por las características que manifestó durante su trayectoria profesional. Su desarrollo coincidió con el movimiento muralista mexicano. Contemporáneo a Rivera, Orozco y Siqueiros y en medio del influjo del movimiento de recuperación de lo considerado nacional en esos momentos –su obra temprana refleja esa influencia–, el artista oaxaqueño optó por la abstracción y el color como ejes de su lenguaje.

Cartel de Rufino Tamayo
“Cartel de la exposición Rufino Tamayo. El éxtasis del dolor”. Museo de Arte Moderno. INBA.

Como era común en la mayoría de los artistas de inicios del siglo XX, Tamayo inició sus estudios en una escuela de arte (en este caso, la Escuela Nacional de Bellas Artes –Antigua Academia de San Carlos hacia 1915–), pero pronto la abandonó. Para 1926 realizó su primera exposición individual, a la par de desempeñarse como funcionario en la Secretaría de Educación Pública en áreas dedicadas a las artes plásticas. Sus obras “Paisaje con rocas” (1925) y “Pareja” (1929) reflejan una búsqueda que, sin duda, iría más allá de lo que era la representación de lo nacional. La influencia de Cézanne y los cubistas serían determinantes para la conformación de su obra.

En 1938 recibiría una invitación que no podía rechazar (máxime que cuatro años antes se había casado con Olga Flores, compañera que tendría hasta el final de sus días): la prestigiosa Dalton School of Art de Nueva York le extendería un contrato para fungir como profesor y Tamayo decidió aceptar la propuesta.

“Frutero azul” (1939) sería la despedida tanto de su tierra como de su lenguaje para esos momentos. Sería testigo de la irrupción de la Segunda Guerra Mundial y del ascenso de Nueva York como la capital del arte contemporáneo, en virtud de las consecuencias bélicas suscitadas en París –la cuna del arte hasta ese momento–. A partir de su participación en la XXV Bienal de Valencia, en 1949, adquirió fama internacional. Su lenguaje va a derivar en la abstracción de la mano de un cromatismo brillante.

En el uso de su paleta –sea oscura o clara–, el color en Tamayo nos sorprende de repente.  Una pincelada azul, una gran mancha de color rojo o incluso la combinación atrevida de rosas, verdes, azules, rojos, amarillos, con gruesos trazos negros como en el caso de “Hombre radiante de alegría” (1968), obra seleccionada para el cartel de la exposición, que nos envuelve en el goce estético o incluso nos hace esbozar una sonrisa.

Tamayo residió fuera por más de 20 años, pero siempre en contacto con el mundo artístico nacional. En los inicios de la década de 1950, estaría trabajando en dos obras fundamentales: “Nacimiento de nuestra nacionalidad” (1952) y “Homenaje a la raza india” (1953), ambos óleos de grandes dimensiones. El primero para el Palacio de Bellas Artes y el segundo para Arte mexicano de la época prehispánica a nuestros días, magna exposición preparada por el gobierno mexicano para el Musée d’Art Moderne de París, la Liljevashe Kunst-Hall de Estocolomo y la Tate Gallery de Londres.

En la década de 1960, Tamayo regresa a México donde comenzará la etapa más productiva de su obra. Con el reconocimiento internacional y nacional, trabaja de forma constante hasta su muerte. Al mismo tiempo que desarrolla lo principal de su producción plástica, se dedica a coleccionar numerosas obras de artistas contemporáneos que luego serán fuente de su principal legado: el Museo de Arte Contemporáneo Rufino Tamayo.

Amante de otras manifestaciones artísticas, la música fue también una de sus predilectas, gusto que también va a reflejar en sus obras: “Mujeres cantando” (1940) y “Músicas dormidas” (1950) son ejemplo de ello.

¿Por qué ir al museo y apreciar la obra de Tamayo? Para recordar que, así como Warhol experimentó con nuevas formas haciendo uso formas publicitarias y del consumismo, Tamayo toma otro camino, más complejo, la irrupción de las formas abstractas; pero no por ello, menos valioso. En México necesitábamos, antes de la llegada de la Generación de la Ruptura en 1960, una opción que nos vinculara con lo que sucedía más allá de nuestras fronteras. Y eso fue Tamayo para la primera mitad del siglo XX.

En palabras de Octavio Paz, en un poema que dedicó a su obra: “Nunca la luz se repartió en tantas luces…”.

Son las últimas semanas de la exposición Rufino Tamayo. El éxtasis del color. Oportunidad de admirar una de las exposiciones más completas que se han montado sobre el autor en los últimos años. Cabe señalar que todas las obras mencionadas (excepto la del Palacio de Bellas Artes), están expuestas en la exposición.

Les recomendamos descargar la infografía y escuchar el primer movimiento, Allegro molto moderato, de la Sinfonía núm. 5 también conocida como Sinfonía para cuerdas del compositor mexicano Carlos Chávez (1899-1978), amigo de Tamayo e impulsor de su obra. Chávez fue fundador y primer director del Instituto Nacional de Bellas Artes y emprendió una extensa obra de difusión de la cultura en México y el mundo, junto con una prolija obra musical. Compuesta en 1953, mismo año que el “Homenaje a la raza india”, son reflejo de un carácter local pero también una búsqueda de un lenguaje de búsqueda que nos vincule con el quehacer universal. Escuchémosla en una espléndida versión dirigida por el mexicano Eduardo Mata (1942-1995) con la London Symphony Orchestra:

Rufino Tamayo. El éxtasis del color se presenta hasta el 27 de agosto en el Museo de Arte Moderno. Paseo de la Reforma y Gandhi en el Bosque de Chapultepec, Ciudad de México. De martes a domingo, de 10:15 a 17:30 hrs. Con credencial de estudiante, maestro y adultos mayores, entrada libre. Entrada general $60. Domingos, entrada libre.

Romper con lo establecido: José Luis Cuevas y su obra

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En los primeros días del mes de julio se inauguró José Luis Cuevas y su colección a 25 años, en el museo que lleva el nombre del artista mexicano. La muestra coincidió con el fallecimiento del controvertido artista plástico. Su partida nos recuerda una serie de acciones que marcaron el mundo del arte contemporáneo nacional.

Como en el caso de las vanguardias, un grupo de jóvenes en México –emulando el ejemplo de los europeos a inicios del siglo XX–, se reunieron para “romper” con el estilo pictórico predominante en el país en ese momento: el Muralismo. Se les conoce como la “Generación de la Ruptura” y su constante fue la búsqueda de nuevos materiales a partir de un lenguaje común: la abstracción.

Cuevas, Lilia Carrillo, Manuel Felguérez y Vicente Rojo –los dos últimos, todavía activos–, sentaron las bases de nuevos caminos en el ámbito de la plástica. Cada uno desde su propio estilo, pero siempre bajo la consigna de dejar atrás lo considerado como “nacional”, es decir, la representación de un mundo indígena que contrastaba con el llamado mundo moderno.

José Luis Cuevas escribió un manifiesto que tituló “La cortina del nopal” (en clara referencia al carácter nacionalista de los muralistas encabezados por Diego Rivera). Se compuso de una serie de artículos publicados entre 1958 y 1959, en México en la Cultura, suplemento del periódico Novedades que se ha convertido en un clásico del periodismo cultural no sólo por su contenido sino por su diseño editorial.

La primera obra que inauguró el movimiento fue el Mural efímero, de 1967, una especie de acción perfomativa que consistió en exhibir su obra en un espectacular de un edificio de la Zona Rosa de la Ciudad de México (en ese entonces, lugar preferido de varios intelectuales mexicanos). Sin duda, fue de grandes dimensiones –como las obras de los muralistas– pero efímero porque sólo duraría un mes –el mes de renta del pago del anuncio. La expectación fue grande. Muestra de ello fue un pequeño corto que se filmó sobre el acontecimiento:

Recuperado en el Canal de YouTube de la cineasta Ximena Cuevas, hija del artista. 1967.

La obra plástica de Cuevas comprende pintura y escultura. Todas bajo un mismo estilo: el Neofigurativismo o Nueva figuración, cuya característica esencial es la distorsión de las imágenes, sobre todo la figura humana, como reflejo de la ansiedad, el dolor, el paso de la edad y la muerte. En la pintura, incursionó en varias técnicas: óleo, litografía, collage, pero siempre el dibujo como medio para expresar sus “inauditas formas deformes” –en palabras del filósofo Gadamer para explicar el arte actual y que por supuesto aplica para Cuevas–. En escultura, su material preferido fue el bronce. En nuestra memoria estará siempre presente La Giganta, que se alza majestuosa en el patio central del Museo José Luis Cuevas.

Este lugar fue destinado, en 1994, para albergar la obra que coleccionó el artista a lo largo de su vida. Es con motivo de los 25 años de su donación al pueblo de México, que se abrió la muestra, de la mano de la noticia de su fallecimiento y que ahora sirve de homenaje a su larga trayectoria.

La exposición nos brinda la oportunidad de adentrarnos al gusto del mismo Cuevas. Un recorrido de las propuestas plásticas de varios artistas que modificaron el rumbo del arte contemporáneo latinoamericano desde la década de 1970. También se exhiben varios retratos que le hicieron tanto a él como a Bertha Cuevas. Son magníficos los que hicieron autores como Vlady, Jazzamoart y sobre todo Arturo Rivera.

En el mundo de la música mexicana contemporánea, también hubo un compositor, que buscó romper con la música de corte nacionalista –que acompañó muy bien a los muralistas–. Como Cuevas en la pintura, Manuel Enríquez incorporó a la escena musical, nuevas sonoridades y un lenguaje musical distinto al predominante en ese momento. El también violinista, realizó una extensa labor educativa y de difusión musical. Instituyó, en 1978, el Foro Internacional de Música Nueva, espacio que se convirtió en referencia de las novedosas formas musicales predominantes en esa década. Hoy sigue siendo uno de los principales festivales para escuchar música contemporánea y como homenaje, se le agregó su nombre.

Así como José Luis Cuevas incorporó nuevas formas plásticas, Manuel Enríquez lo hizo con las formas musicales. Escuchemos una breve cápsula con una de sus obras.

“Manuel Enríquez (1926-1994)”, como parte del ciclo de “Cápsulas. Autores y compositores de México”. Instituto Nacional de Bellas Artes.

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José Luis Cuevas y su colección a 25 años

Museo José Luis Cuevas (Academia #13, Col. Centro Histórico, Ciudad de México).

Abierto de martes a domingo, de 10 a 18 hrs.

Entrada general, $20. Maestros y estudiantes con credencial y afiliados al INAPAM, $10.

Domingos, ENTRADA LIBRE.

Picasso y Rivera. Inicio de un cambio

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En el Museo del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México se presenta Picasso & Rivera. Conversaciones a través del tiempo, exposición que nos revela un lado poco conocido de dos grandes artistas de inicios del siglo XX, época que se caracterizó por una innumerable serie de cambios: sistemas económicos de la mano de posiciones políticas, modificaciones tecnológicas, avances científicos… un abanico de transformaciones en todos los sentidos, muchos de los que seguimos siendo testigos. Pensemos en la luz eléctrica, el automóvil y la radio.

En el arte, sucedió lo mismo. Uno de sus artífices fue Pablo Picasso quien encabezó una de las vanguardias artísticas más importantes de ese momento, el cubismo. El pintor español ofreció una propuesta a la serie de innovaciones que comenzaron desde años antes con el influjo de los artistas románticos. En México, Diego Rivera siguió esos mismos pasos. A diferencia del autor de Las señoritas de Avignon, el mexicano transitó después por otros caminos (el muralismo), pero ambos coincidieron en un punto. Ahí es donde ahora tenemos oportunidad de apreciarlos en esta muestra que organiza el Museo del Palacio de Bellas Artes y Los Ángeles County Museum of Art.

Recordemos que si bien hubo artistas autodidactas –como Van Gogh, Gauguin y de alguna manera, Cézanne–, la mayoría de aquellos que deseaban incursionar en el mundo del arte, debían inscribirse a la Academia de Bellas Artes –en cualquier parte del mundo, en el que se encontraran, incluido México, donde la Academia de San Carlos se convirtió en el recinto principal de la enseñanza de las artes. En esas escuelas, los estudiantes aprendían los aspectos teóricos y técnicos de la profesión (la historia del arte, el dibujo de la figura humana, las técnicas pictóricas, el empleo del color, la forma de representar diversas telas y texturas y la composición gráfica, entre otras) y para graduarse, debían realizar una gran obra que sería evaluada por sus profesores y exhibida en el Salón de Exposiciones de la propia Academia. Varios de los “reprobados” o rechazados como se les conoció, se convirtieron en artífices de nuevos estilos artísticos. De ahí emanaron grupos como los impresionistas o tendencias encabezadas por un solo hombre, como Courbet y el realismo. Pero todos con un pie en la Academia. Ése fue el vehículo de su formación (la escuela, diríamos hoy).

De varios, se conservan algunos de esos trabajos que nos sorprenderían por su maestría dentro de los cánones académicos. Tales fueron los casos de Picasso y Rivera (algunos de ellos se exhiben en la exposición). Ahora bien, ¿cómo estos artistas rompieron con estos modelos y formas al iniciar la centuria pasada? Picasso ofreció una opción. Representó el mundo a partir de algo que denominó como cubismo. Todo lo que veía (personas, objetos, frutas, paisajes) lo convirtió en formas geométricas: cubos, esferas, cilindros. París, en las primeras décadas del siglo XX envolvió varias de las nuevas propuestas. Ahí Rivera conoció a Picasso.

Diego recibió apoyo económico del gobierno de Porfirio Díaz para estudiar en Europa a través de Justo Sierra, entonces ministro de Educación. El contacto con las vanguardias suscitó en Rivera, una primera etapa de creación cubista. Retratos de personajes de la época y paisajes como el Pico de Orizaba en Veracruz son prueba de ello, pero también el futuro muralista se vio influido por el contacto con la modernidad. Su regreso a México estuvo marcado por la exaltación de lo nacional como eje de su obra. De ahí emana su etapa muralista que no abandonaría más, así como Picasso jamás dejaría el cubismo.

La Revolución Mexicana constituyó un cambio en la producción artística del país. Varios artistas como Julio Ruelas en la plástica y Ricardo Castro en la música, fallecerían en 1907, dando lugar a artistas jóvenes que, como Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, despuntaran con el siglo. Otros continuarían, pero el influjo moderno llegaría de la mano de estos artistas en todos los ámbitos de las artes: los muralistas, en la pintura; Juan O’Gorman, en la arquitectura; Carlos Chávez, en la música de tradición clásica (lo que llamamos también “música de concierto” o “música clásica”, término complejo pues hoy le llamamos concierto a cualquier espectáculo musical).

De todas las épocas, las artes correspondientes al siglo XX, son las que más reflejan un cambio o más bien, se expresan a través de varios caminos. Una pléyade de formas –muchas sin forma–, pero que precisamente descubren nuevos aspectos de nosotros mismos.

Las canciones populares comienzan a ser incorporadas en los teatros, en el cabaret, en la radio. La comedia musical comienza a gestarse (por cierto, hoy tan de moda. Varios hemos ido, aunque sea alguna vez, a ver obras como Cats, Oz, El Rey León, Billy Elliot El Musical o Mentiras). Las nuevas propuestas, en un inicio, van de la mano de la opereta, género derivado de la ópera. Un ejemplo es Naughty Marietta del estadounidense Victor Herbert o La viuda alegre del vienés Franz Léhar.

Al mismo tiempo, compositores como el francés Claude Debussy o el austriaco-alemán Gustav Mahler intentan incorporar nuevas formas en la música orquestal, como Picasso y Rivera lo intentaban en la plástica.

Nuevas y múltiples formas habían llegado. No se irían nunca más. Lo vemos a cada momento.

Les recomendamos descargar la infografía del tema y escuchar algunas de las obras musicales del periodo:

  • “Italian street song”, de la obra Naughty Marietta, opereta de Victor Herbert de 1910, que fue convertida en película en 1935, con una gran utilidad económica para la época (más de 2 millones de dólares). Participaron los actores Jeanette MacDonald y Nelson Eddy:

  • Sinfonía núm. 8 de Gustav Mahler, en la que el compositor intenta fusionar el influjo de la canción popular (el lied) con la tradición de la música sinfónica. Esta obra, de 1906, es común identificarla como la “Sinfonía de los mil”, sin embargo, Mahler nunca la llamó así y tampoco requiere de mil ejecutantes. Fue una forma de la época de sorprenderse de la cantidad de músicos que participan en ella. Bajo la dirección de Leonardo Bernstein, la Orquesta Filarmónica de Viena, el Coro de la Ópera Estatal de Viena, el Coro de Niños de Viena, las sopranos Edda Moser, Judith Blegen Gerti Zeumer, las contraltos Ingrid Mayr y Agnes Baltsa, el tenor Kenneth Regel, el barítono Hermann Prey y el bajo José Van Dam. Los textos están basados en su primera parte, en el “Veni creator spiritus” [“Ven, espíritu creador”], himno cristiano de la Edad Media. La segunda, refiere la escena final de la tragedia Fausto de Goethe, obra que describe parte del viaje realizado por el personaje para alcanzar su salvación después de su disputa con Mefistófeles y la muerte de Margarita:

https://www.youtube.com/watch?v=NSYEOLwVfU8

Picasso & Rivera. Conversaciones a través del tiempo se presenta en el Museo del Palacio de Bellas Artes hasta el 10 de septiembre de 2017. Martes a domingo de 10:00 a 18:00 hrs. Con credencial de estudiante, maestro y adultos mayores, entrada libre. Público en general, $60. Domingos, entrada libre.