A Nicolás.
Es diciembre. El aire frío se cuela por el tiro del viejo chacuaco. Acostada en un petate sobre el piso de tierra, Lupe espera el canto de los gallos. Los primeros rayos de luz se cuelan por los agujeros de la lámina que sirve de puerta y ella quiere alargar lo más posible la calma del cuarto silencioso, la sensación de su cuerpo liberado de faenas, sentir el movimiento de su respiración. Los ruidos del ingenio –la fuga de vapor, el rechinar de la grúa, las voces de los obreros– la acompañan. Sonríe, pensando que todavía faltan meses para que termine la zafra.
El hipo de la abuela no tardará en hacerse presente. La anciana duerme en otro petate junto a la cama de su hijo artrítico. Está envuelta en una cobija, hecha un ovillo. El hipo acecha el momento en que abra los ojos para no dejarla en paz hasta el final del día, cuando el agotamiento vence a los dos.
El tío mantiene abiertos los párpados, pero su respiración sosegada indica que él también duerme. Por todas partes hay medicinas que la gente le regala y él toma al azar, cambiando las dosis conforme a su estado de ánimo.
Lupe se sienta un momento antes de ponerse de pie. Espera que sus movimientos no despierten al hipo. El tío parpadea y sus ojos irritados se llenan de lágrimas. Le sonríe a su sobrina, disfrutando como ella el momento.
El hipo repentino los paraliza. “Ay, Dios”, gime la abuela. El tío parpadea otra vez, ahora tiene la cara crispada, como si recordara de golpe el sufrimiento.
Maldito seas, ¿nunca vas a dejarnos en paz? ¿Vamos a oírte a diario, maldito, a todas horas? Sólo nos dejas las noches.
Lupe sale al espacio que sirve de cocina, seguida por el ruido rítmico. El agua de la cubeta está cubierta de tizne. Lo hace a un lado, coge un puñado de arena y se frota la piel. En el cuarto, la abuela se peina lentamente. No quiere cansarse, el día apenas empieza.
El tío observa las manos de su madre, sin darse cuenta de que sus párpados se abren y se cierran al ritmo del sonido que ella se resiste a dejar escapar. Su vista, siempre desde la cama, abarca gran parte del antiguo chacuaco. Se entretiene haciendo conjeturas sobre la vida de su sobrina cuando él y su madre mueran, o recuerda los primeros días del hipo, cuando el pueblo entero se inmiscuía: respire hondo, tómese el jugo de dos limones, no respire, un susto es lo mejor, tómese un vaso de agua al revés, jálele fuerte el pelo de atrás de las orejas… El tío observaba a las muchachas y aprovechaba las visitas de las monjas para pedirles una cama. Al poco tiempo, otros asuntos desviaron la atención de la gente y el chacuaco fue de nuevo el único testigo de sus congojas.
Harta de los espasmos que la sacudían, una mañana la abuela fue a la clínica, pero la morfina que le inyectaron sólo le dio dolor de cabeza. Tendrá que hacerse al ánimo, le dijo por fin el doctor, haga de cuenta que tiene a alguien viviendo dentro de usted. Trate de hacer amistad con él. Si lo odia, va a ser peor.
“Méndigo payaso, haga usted amistad con él”, pensó la abuela, “yo no estoy loca, ni que estuviera vivo”.
El tiempo la hizo cambiar de opinión. Lo que tenía adentro estaba tan vivo como ella.
Es de noche, Lupe observa a su abuela a la luz de la veladora. La piel estirada sobre los pómulos, la nariz, una protuberancia huesuda apenas cubierta de pergamino. Duerme con la boca apretada. La nieta tiene ganas de acercarse a ella y decirle que con el silencio de su garganta desaparecen los rencores acumulados durante el día. En la oscuridad, los sonidos familiares del ingenio la tranquilizan. Faltan horas para que el hipo la haga olvidar los buenos sentimientos.
No puede ser. Todavía es de noche, no han cantado los gallos, la luna apenas está subiendo.
Lupe mira al tío, más rígido de angustia que de artritis, despierto por el ruido que viene del petate junto a la cama. No, no… se mueven sus labios. “Dios mío, que no esté dormida, no dejes que también se le meta al sueño”.
ꟷ Abuela, abuela, ¿está despierta? –pregunta Lupe.
ꟷ Mamá, contéstele.
Lupe se arrodilla frente a la anciana.
– Por favor, abuela, háblenos, díganos que el hipo no se le ha metido al sueño.
– ¿Qué pasa, Lupe? –quiere saber el tío–. ¿Cómo tiene la boca? ¿Cómo es que le sale tan fuerte? ¿Por qué me quitaste la almohada?
Lupe tarda en contestar.
–Ya no respira. Le sale por todo el cuerpo.
El hipo retumba en el cuarto.