De locos y visionarios

El hipo

Lectura: 4 minutos

A Nicolás.

Es diciembre. El aire frío se cuela por el tiro del viejo chacuaco. Acostada en un petate sobre el piso de tierra, Lupe espera el canto de los gallos. Los primeros rayos de luz se cuelan por los agujeros de la lámina que sirve de puerta y ella quiere alargar lo más posible la calma del cuarto silencioso, la sensación de su cuerpo liberado de faenas, sentir el movimiento de su respiración. Los ruidos del ingenio –la fuga de vapor, el rechinar de la grúa, las voces de los obreros– la acompañan. Sonríe, pensando que todavía faltan meses para que termine la zafra.

Pintura: Hacienda La Fortuna, Picturing the Americas.

El hipo de la abuela no tardará en hacerse presente. La anciana duerme en otro petate junto a la cama de su hijo artrítico. Está envuelta en una cobija, hecha un ovillo. El hipo acecha el momento en que abra los ojos para no dejarla en paz hasta el final del día, cuando el agotamiento vence a los dos.

El tío mantiene abiertos los párpados, pero su respiración sosegada indica que él también duerme. Por todas partes hay medicinas que la gente le regala y él toma al azar, cambiando las dosis conforme a su estado de ánimo.

Lupe se sienta un momento antes de ponerse de pie. Espera que sus movimientos no despierten al hipo. El tío parpadea y sus ojos irritados se llenan de lágrimas. Le sonríe a su sobrina, disfrutando como ella el momento.

El hipo repentino los paraliza. “Ay, Dios”, gime la abuela. El tío parpadea otra vez, ahora tiene la cara crispada, como si recordara de golpe el sufrimiento.

Maldito seas, ¿nunca vas a dejarnos en paz? ¿Vamos a oírte a diario, maldito, a todas horas? Sólo nos dejas las noches.

Pintura: “Abuela durmiendo” de Alejandro Cabeza.

Lupe sale al espacio que sirve de cocina, seguida por el ruido rítmico. El agua de la cubeta está cubierta de tizne. Lo hace a un lado, coge un puñado de arena y se frota la piel. En el cuarto, la abuela se peina lentamente. No quiere cansarse, el día apenas empieza.

El tío observa las manos de su madre, sin darse cuenta de que sus párpados se abren y se cierran al ritmo del sonido que ella se resiste a dejar escapar. Su vista, siempre desde la cama, abarca gran parte del antiguo chacuaco. Se entretiene haciendo conjeturas sobre la vida de su sobrina cuando él y su madre mueran, o recuerda los primeros días del hipo, cuando el pueblo entero se inmiscuía: respire hondo, tómese el jugo de dos limones, no respire, un susto es lo mejor, tómese un vaso de agua al revés, jálele fuerte el pelo de atrás de las orejas… El tío observaba a las muchachas y aprovechaba las visitas de las monjas para pedirles una cama. Al poco tiempo, otros asuntos desviaron la atención de la gente y el chacuaco fue de nuevo el único testigo de sus congojas.

Pintura: “El padre del artista en su cama enfermo” de Franz Marc.

Harta de los espasmos que la sacudían, una mañana la abuela fue a la clínica, pero la morfina que le inyectaron sólo le dio dolor de cabeza. Tendrá que hacerse al ánimo, le dijo por fin el doctor, haga de cuenta que tiene a alguien viviendo dentro de usted. Trate de hacer amistad con él. Si lo odia, va a ser peor.

“Méndigo payaso, haga usted amistad con él”, pensó la abuela, “yo no estoy loca, ni que estuviera vivo”.

El tiempo la hizo cambiar de opinión. Lo que tenía adentro estaba tan vivo como ella.

Es de noche, Lupe observa a su abuela a la luz de la veladora. La piel estirada sobre los pómulos, la nariz, una protuberancia huesuda apenas cubierta de pergamino. Duerme con la boca apretada. La nieta tiene ganas de acercarse a ella y decirle que con el silencio de su garganta desaparecen los rencores acumulados durante el día. En la oscuridad, los sonidos familiares del ingenio la tranquilizan. Faltan horas para que el hipo la haga olvidar los buenos sentimientos.

Pintura: “Joven con vela” de Godfried Schalcken.

No puede ser. Todavía es de noche, no han cantado los gallos, la luna apenas está subiendo.

Lupe mira al tío, más rígido de angustia que de artritis, despierto por el ruido que viene del petate junto a la cama. No, no… se mueven sus labios. “Dios mío, que no esté dormida, no dejes que también se le meta al sueño”.

ꟷ Abuela, abuela, ¿está despierta? –pregunta Lupe.

ꟷ Mamá, contéstele.

Lupe se arrodilla frente a la anciana.

– Por favor, abuela, háblenos, díganos que el hipo no se le ha metido al sueño.

– ¿Qué pasa, Lupe? –quiere saber el tío–. ¿Cómo tiene la boca? ¿Cómo es que le sale tan fuerte? ¿Por qué me quitaste la almohada?

Lupe tarda en contestar.

–Ya no respira. Le sale por todo el cuerpo.

El hipo retumba en el cuarto.

A caballo

Lectura: 3 minutos

Al Chino Gabriel.

En cuanto pudo caminar, Gabriel se subió al caballo. Desde ahí, observó el ir y venir de los vaqueros, el trajín en la cocina, los juegos de sus hermanos y las costuras de su madre. Todo lo vio desde lo alto de su asiento, en el jamelgo que ya no servía más que para entretener al niño. La gente se acostumbró a verlo agarrarse de la crin del animal, como si fuera a todo galope, o dormido sobre la cabeza de la silla. Aprendió a relinchar antes que a hablar y sus primeras palabras fueron para el caballo.

Su madre quiso interesarlo en los juegos de los niños, pero los gritos de Gabriel, cada vez que lo ponían a nivel del suelo, la hicieron desistir. Ya se le pasará el gusto, opinaba, sin mucha convicción. El padre dijo que, en lo que se le pasaba, lo iba a llevar al campo con él para que fuera enseñándose a vaquero. Los demás hombres alegaron que el trabajo era lo bastante duro como para, encima, cuidar al chiquillo. Pero el padre se salió con la suya y al cabo de un tiempo, Gabriel iba y venía entre las reses, feliz siempre y cuando sus pies no tocaran el piso. Aprendió a expresarse entre los cerros, con el lenguaje que usan los hombres cuando están lejos del pueblo. Y poco a poco, las montañas le invadieron el ánimo.

Pintura: “Jinete”, acuarela, Milton Pocasangre.

A los diecinueve años, lo mandaron a cuidar el ganado. Sus hijos nacieron en una casa de adobe perdida entre las barrancas y se criaron junto a las vacas, alimentados de frijoles y queso fresco. Allá arriba ni siquiera había molino para el nixtamal. Gabriel bajaba al pueblo cada dos o tres semanas a dar cuenta de los animales. Pareces pedo de indio, le decían los amigos, no te estás quieto ni para echarte un vinito. Él contestaba riéndose, pero apuraba el paso, ansioso de regresar al cerro.

Un día, después de muchos años, el caporal de la hacienda fue a buscarlo; desde que lo vio, Gabriel supo que su suerte estaba por acabarse. El patrón había vendido las tierras y el nuevo dueño traía a su gente. La noticia lo obligó a ver el mundo desde otra altura. Ya establecido en el Huetitán, algunas tardes salía a buscar una vaca perdida para arrearla a su corral. No sabía tener los pies en la tierra, necesitaba la amplitud de los campos abiertos, el aire impregnado de olor a yerbas. Su mujer le propuso que fuera a la cantina a cambiarse las ideas, pero Gabriel pasaba el día frente al portal, acariciando a un gato que se había encariñado con él.

Con el tiempo, el andar torpe se incrementó y se agarraba de las paredes para ir de la cocina al portal, del portal al cuarto, el mismo recorrido diario, sin esperar nada de la mañana siguiente. A pesar del desasosiego, nunca perdió del todo su mirada serena, quizás los años de vagar por los cerros le templaron el alma para siempre.

Imagen: taringa.net.

Un atardecer de octubre, el viento llevó a Huetitán el perfume a flores amarillas que hace perder la cabeza. Gabriel tenía la nostalgia atorada en la garganta cuando le llegó el olor. Después de mirar a su alrededor con ojos ciegos de añoranza, le pidió a su hijo que lo ayudara a subirse al caballo. De inmediato, su cuerpo se amoldó a la montura, sus manos acariciaron las riendas y sus piernas olvidaron las reumas al sentir los estribos. La gente que lo vio atravesar el pueblo cuenta que iba al pasito.

Sus hijos lo buscaron hasta el cansancio y su mujer encendió veladoras, pero nunca lo volvieron a ver. Sin embargo, algunos vaqueros jóvenes que se han perdido de noche, regresan a Huetitán gracias a un viejo sin nombre, bien montado a caballo, que les enseña el camino y desaparece en silencio.

El infalible miedo

Lectura: 4 minutos

En “La Aldea”, el grupo en el poder inventa a unos seres malignos para mantener a los habitantes de la comunidad lejos de las tentaciones del mundo abierto. Aunque, desde mi punto de vista, la película decepciona en cuanto a profundidad y ambientación, me pareció interesante la manera en que aborda el tema del miedo como herramienta de control. El bosque que rodea a la aldea es un aliado. Es fácil imaginar a criaturas al acecho entre la oscuridad de los árboles. No es la primera vez que el bosque se utiliza para alertar a los niños de los riesgos del exterior. Pensemos en Caperucita roja, por citar un ejemplo. En las ciudades, es necesario recurrir a otro tipo de amenazas. Así nacieron el coco, el robachicos o el hombre del costal, siempre listos para cazar a los muchachos desobedientes. Si la semilla se implanta desde la infancia, sus raíces serán sólidas. La moraleja es la misma: cuidado con quien se atreva a traspasar los límites.

Los gobernantes saben bien cómo utilizar el miedo. Basta un enemigo común –real o imaginario– para unir a un pueblo en una lucha o para conseguir votos. Sólo yo puedo defenderte, es una consigna. Otra es, ponte en mis manos y tomaré decisiones que tú jamás te atreverías a tomar. De esta manera, la gente que otorga el poder de llevar a cabo un genocidio o de bombardear a un país, con la excusa de que es un peligro potencial, duerme tranquila. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Aquelarre.
‘Aquelarre’, Francisco de Goya (1821-1823).

En las instituciones religiosas que han sucumbido al poder, esta manipulación es en especial efectiva. Al lado de los tormentos del infierno, aun los peores escenarios se minimizan. Por crueles que sean las criaturas malignas de un bosque inventado, como en el caso de “La aldea”, por despiadado que sea el enemigo de una nación, por aterradoras que sean las consecuencias de la inseguridad, es imposible competir con la idea de un tormento eterno, más allá de la muerte. El infierno se convierte en el bosque de los cuentos a donde se llega cuando se pierde el rumbo, con la diferencia de que en él no hay héroes ni astucia que rescaten a los caídos. De ahí la necesidad de ceder la libertad a los que saben cómo detener el desplome.

En el siglo XIV, el monje católico Giordano Bruno, se convirtió en un místico visionario al concebir a un Dios que iba mucho más allá de la limitada y mezquina imagen creada por el poder. La respuesta de quienes pregonaban el amor y la misericordia divina fue quemarlo vivo, después de prensarle la lengua para que no pudiera hablar: “Nunca ha existido una persona tan mala”, pregonaban mientras preparaban el castigo ejemplar para que a sus seguidores no les quedara duda alguna de los riesgos de cuestionar los dogmas.

El caso de Hildegarda de Bingen tiene un final distinto. En la Edad Media la encerraron contra su voluntad en los cimientos de un monasterio benedictino. Su carga era enorme, debía orar continuamente y dar ejemplo de santidad. Viviría el resto de su vida haciendo penitencia por los pecados del mundo. Cuando la recluyeron, Hildegarda era apenas una niña, pero ya tenía las visiones que la rescataron. En ellas, visualizaba a una iglesia luminosa, alegre, colorida, amante de la naturaleza y, sobre todo, profundamente amorosa. Cuando logró salir del encierro, no dejó de ser monja. Refinó los maravillosos cantos que había compuesto en los cimientos del monasterio y se dedicó a la medicina herbolaria. Todo esto, dentro de una orden religiosa.

Santos.
Izquierda: Hildegarda de Bingen, derecha: Giordano Bruno.

Los escritos de Giordano Bruno son un rechazo a los fundamentos mismos de la iglesia en donde le tocó crecer. Hildegarda de Bingen no repudió la institución, sino las formas. Lo que tienen en común es que ambos casos nos muestran que el poder y la espiritualidad no van juntos, y que la libertad de pensar de manera individual para llegar a las propias conclusiones es incompatible con las instituciones basadas en el control.

Sartre decía que estamos condenados a ser irremediablemente libres y responsables por nuestros actos. Según esta premisa, el libre albedrío no es un regalo, sino condición del ser humano. Incluso tomar una decisión implica ejercerlo. Ya sea un don o parte inherente de nuestra especie, a unos les cuesta asumirlo y otros utilizan esta debilidad para sus fines. La perdición de hombres como Giordano Bruno ha sido usarlo para tratar de entender la creación. El conflicto no es si sus ideas son falsas o ciertas, es la negación a que propaguen la libertad de llegar a las propias conclusiones. Las épocas de Giordano Bruno y de Hildegarda parecen lejanas, pero aún ahora, fanáticos religiosos castigan a cualquiera que no vaya de acuerdo con lo establecido. Se sigue lapidando a mujeres que deciden no ser castas, se sigue manipulando a millones de personas para que no se atrevan a cuestionar los dogmas de una fe supuestamente basada en el amor y en el libre albedrío. ¿Será esto también una condición inherente de nuestra especie?

Sombras engañosas

Lectura: 8 minutos

Huentitán descansa en un valle desde el que se alcanza a ver muy lejos. Hay quienes aseguran vislumbrarlo detrás de los arcoíris. Porque, en Huentitán, el infinito tiene fronteras de mar, estrellas y ríos.

Los pocos forasteros que llegan a la cañada se sientan a descansar en la piedra de la Sierpe. El sudor les empapa la cara. Cuando por fin miran con ojos limpios, descubren la inmensa cañada bajo el acantilado. Voltean despacio, temerosos de que el valle sea un espejismo, y las montañas arrugadas, cobijo de la planicie, les dan ganas de llorar.

Las ánimas de los muertos de otros tiempos se han ido, pero en las noches de lluvia, seguros de que la gente está guardada en sus casas, los difuntos nuevos recorren las calles. Necesitan cobrar valor antes de cruzar el río que separa los mundos, sabiendo que regresarán a Huentitán sólo en sueños.

Barranca de Huentitán.
“Barranca de Huentitán”, Armando Anguiano (s/f).

I

Mateo se acurruca en su manta. ¡Qué frío sabe hacer en el valle! Los huesos gastados por los años no le permiten olvidar la temperatura, pero cuida que no se noten sus achaques. Únicamente de noche, con Isabel dormida, se permite un leve quejido. Casi de su misma edad, ella no sufre de nada. Sus ojos grises brillan en una cara sin un espacio libre de arrugas. A Mateo le gusta verla dormir, silenciosa como sus visiones. Además, en el cuarto apenas iluminado por una veladora, es sólo suya. Depende tanto de su presencia que le asusta entrar a la casa y no encontrarla. Arruga la frente en un gesto de frustración y sale a acechar sus pasos en la puerta. Ella da poca importancia a sus reproches.

̶ Ni que fuera a dejarte por otro más nuevo. Y de morirme, no tengas pendiente, antes, voy a verte bien sepultado.

Isabel no le temía a la muerte. Sus sentimientos cambiaron el día en que se encontró en el cerro con el loco del pueblo. Había ido a cortar nopales y lo vio acercarse por la vereda. Pensó en esconderse, siempre le había dado miedo la gente conectada con otra realidad, pero el hombre se acercó a ella y susurró en su oído:

 ̶ Si Dios fuera bueno, sería un inútil y el Diablo le hubiera ganado. Pero no hay nada, nada. Dios y los ángeles son inventos del cura. Alimento para gusano, eso somos, para eso nos crearon.

Pareja de ancianos.
Imagen: Pinterest.

Las palabras que el loco repetía sin dejar huella en el oído de quien se cruzara en su camino cimbraron a Isabel. Se despierta en las madrugadas, incapaz de imaginar la llegada al cielo, rodeada de los ángeles que la acompañarían a cruzar el río entre este mundo y el otro. Cuando el sol baja, se esconde para no verlo morir. Se le han nublado los ojos y nuevas líneas surcan las comisuras de su boca.

II

Las plantas de Isabel se marchitan. Desde que Mateo está enfermo, sólo le interesa su respiración.

̶ Coma -le ruegan sus vecinos-, va a enfermarse usted también.

Ella mira los alimentos, después a quien los llevó y hace un esfuerzo, pero la comida se le atora en la garganta.

Mateo está tendido en un petate sobre una manta que lo protege de la humedad del piso. Isabel lo cambia de postura y sale un momento al patio. Necesita aire, necesita sol, ya no sabe qué… Se asoma al agujero negro del pozo y su profundidad la estremece. Sus dedos se aferran al bordo de piedra.

La anciana se empeña en retener el alma de Mateo. Se ha olvidado de Dios, sólo recuerda lo oscuro que es el cementerio en la noche. Lo vela sentada en el piso, los ojos abiertos detrás del rebozo. No lo toca, sus dedos le dirían cosas que prefiere ignorar.

̶ Te dije que no me iba a ir antes que tú -le dice-, pero ya me arrepentí. Espérate y nos vamos juntos.

Pareja de ancianos.
“Old couple”, Hilda Goldwag (s/f).

El humo de la veladora la marea. Se levanta y vuelve al patio. Tiembla de náuseas, quisiera acostarse sobre la yerba. El perro de Mateo se acerca con la cola entre las patas y ella lo acaricia.

̶ Se nos muere, Capitán.

Isabel se acomoda el rebozo y sale a la calle. Se encamina hacia la parte más sola del pueblo, en las faldas de los cerros. Pasa entre la vegetación apenas herida por una brecha y llega a una casa apartada de las demás. El interior es oscuro, huele a pirul, a humo, a sangre seca. Una mujer muy vieja se recorta en la penumbra, se acerca y le toma la mano. Isabel se suelta:

 ̶ Vengo a que me ayudes.
̶ ¿Tú?
̶ Te puedo pagar.
̶ No lo que te pediría.
̶ Mateo se está muriendo.
̶ ¿Y tus remedios?
̶ No le sirven.
̶ ¿Y tus santos?
̶ Si me oyeran, no hubiera venido.
̶ Y ahora te tragas el orgullo. Hasta se te ha de haber olvidado que saco ventaja del dolor ajeno, que hago brujerías y según dicen, cosas del demonio.
̶ Ayúdame.
̶ Puedo hacerle la lucha.
̶ Tienes que hacer más que eso.

La otra mujer descuelga con un palo la canasta con yerbas que cuelga de una viga.

 ̶ ¿Camino a tu lado o te sigo para que no te avergüences?
̶ Sólo apúrate.

En la calle, la gente las mira. Qué bajo ha caído Isabel… Todos lo hemos hecho, cuando de veras se ofrece, no repara uno en nada… Pero no con ese descaro, mírala, camina junto a ella, después de lo que pasó… Pobre, no sabe lo que hace.

La Mére Pichaud.
“La Mére Pichaud”, Guy Rose (1890).

III

Isabel está concentrada en el movimiento del pecho que parece la única parte aún viva del cuerpo de su marido. Una lechuza canta y ella se encoge, esperando lo peor. Sin embargo, Mateo se despierta y la mira. Sirvieron las brujerías de Balbina, piensa Isabel. Se inclina hacia su marido, pero al acariciarle la frente, sabe que es el fin. Ve la resignación en sus ojos, siente cómo los músculos se relajan. El cuarto también ha cambiado; el resplandor de la luna, hasta hace unos momentos escondida detrás de las nubes, alumbra al Cristo en la pared. El viento se ha callado, igual que los grillos suspendidos en el tiempo inmóvil de Isabel.

 ̶ Déjame ir –murmura Mateo. Ella aprieta la mano de cicatrices tan conocidas, entrelaza sus dedos con los suyos y los suelta una a uno.
̶ ¿Ves cómo no es difícil? –alcanza a decir Mateo antes de expirar.

La luna se oculta de nuevo y un chiflón apaga la veladora. Isabel la enciende sin que le tiemblen las manos, después se acuesta junto a quien fue su compañero.

Sueña que está rodeado de criaturas deformes, de cempasúchil, de serpientes más feas que los tilcuates, de claridad, de tinieblas, de ángeles y de perros. Un hombre vestido de blanco la mira a los ojos. No es bueno ni malo, es Dios.

Isabel no volvió a tener miedo y comprobó que son perros, no ángeles, los que nos acompañarán a cruzar el río. La próxima vez que venga el señor cura, se lo dirá.

Old Man on his deathbed
“Old Man on his deathbed”, Gustav Klimt (s/f).

IV

Isabel recorre el camino a casa de Balbina sin esperar que baje la niebla para esconderse en ella. Ahora que Mateo ha muerto, atraviesa despacio el pueblo ondulante de sol. Para distraerse, cuenta las jacarandas, los huamúchiles, las guásimas y los mezquites. Cuenta los pájaros y las mariposas.

Se detiene en la brecha que casi desaparece. Intenta rezar, pero el ruido de las chicharras le empaña el entendimiento. Se acomoda el rebozo, exasperada con el temblor de sus manos, después aspira profundamente y deja salir el aire poco a poco, como les enseña a los enfermos que sufren un dolor intenso. Cuando las manos se aquietan, empuja la puerta. Adentro, es de noche. Las siluetas de las dos ancianas se reflejan a la luz de la vela, sus sombras tiemblan en los muros cubiertos de salitre. Isabel tiene la expresión de quien se juega el orgullo. La de Balbina es resignada, está acostumbrada a perder.

 ̶ Vengo a perdonarte. Ya estoy vieja y no quiero morirme con tus pecados en la conciencia.
̶ Yo me ocupo de mis pecados.

La voz es cortante, pero Isabel percibe el desconsuelo. No quiere apiadarse. Aprieta los puños y retrocede en el tiempo.

Estaba recién casada. Ese día subió al cerro a buscar el mezcal que cura los golpes. Como crece lejos del pueblo, pensó regresar al atardecer, pero cuando el sol no había siquiera llegado al centro del cielo, encontró unas pencas. Mientras las cortaba, la asustaron los graznidos de una parvada de cuervos; volaron muy cerca, pudo notar la rugosidad de sus patas. Se persignó tres veces, una por cada uno de sus difuntos, y emprendió el camino de regreso, sabiendo que le esperaba una desgracia. Al abrir la puerta de su casa, le sorprendió que Mateo saliera del corral a esa hora. Gritó su nombre, pero él no la oyó.

Entonces vio el cuerpo desnudo de Balbina.

 ̶ Mírame bien –le dijo cuando pudo reaccionar– porque es la última vez. Desde ahorita, para mi estás muerta.

Ella le rogó que la escuchara, pero Isabel se desprendió de los brazos que estrujaban sus piernas, la tomó de los hombros y la sacó a la calle. Luego entró de nuevo en la casa y se sentó a esperar a Mateo. A partir de entonces, Balbina trabajó en los peores oficios, hasta que descubrió sus poderes. Descuidó su aspecto, se hizo fea a fuerza de voluntad. La gente empezó a temerle y los niños a aventarle piedras. Quienes le pedían una limpia o un trabajito, se iban deseosos de alejarse de la guarida llena de olores prohibidos. Balbina guardaba los odios y los secretos del pueblo con indiferencia. Con la cabeza en alto, despreciaba el silencio que se hacía a su paso. En algunas noches claras, la explosión ronca de su llanto asustaba a los animales.

Hermanas.
“Hermanas”, Vahe Yeremyan (s/f).

 ̶ ¿Y a Mateo? ¿Por qué a él si lo perdonaste?
̶ Porque no lo quería. Me casé con él por necesidad, para tener a un hombre que nos mantuviera.
̶ Y luego decidiste quererlo. A mí me echaste a la calle.
̶ Eras mi hermana.
̶ No toda la culpa fue mía.

Isabel la silencia con un gesto y sigue hablando:

 ̶ ¿Cómo habría podido un hombre, Mateo, o cualquier otro, aguantarse la tentación? A poco ya se te olvidó lo que fuiste, cómo te seguían las miradas.
̶ Eres más mala que yo.

El aire caliente del cuarto sofoca. Isabel mira a su alrededor. Del techo cuelga la canasta con pócimas y la mesa aún conserva rastros de sangre de gallina. Ahí está el cirio de sus padres y, en un clavo, el vestido que ella le hizo para sus quince años. Sintiendo suya la angustia de la soledad de su hermana, se dobla hacia adelante. Cuando se endereza, el rebozo de Balbina se ha deslizado y descubre el pelo ralo lleno de nudos. En la época en que vivían juntas, Isabel lo cepillaba cien veces en la mañana y cien en la noche, le untaba aceite, lo ataba con una cinta roja. Cómo envidiaba su brillo, el movimiento ondulante con que se desprendía del peine. Cincuenta años más tarde, se miran por última vez. Las sombras engañan a Balbina, la hacen creer que su hermana camina hacia ella, cuando en realidad se dirige a la puerta. Encandilada por la luz del día, Isabel se tarda en verla a su lado. El rebozo se ha deslizado de nuevo y la claridad de la calle deja al descubierto pequeñas calvicies. Cuánta voluntad habrá sido necesaria para transformarse de esta manera. Isabel alarga una mano y acomoda el rebozo.

 ̶ Si puedes, tú también perdóname –le pide y los ojos de Balbina le devuelven el reflejo de una anciana necia que no sabe cómo abrazar a su hermana.

La lluvia baja del cerro donde abundan los coyotes. En los patios se forman pequeños hilos de agua, después arroyos. En el camposanto, el agua empapa las tumbas llenas de huesos, vacías de espíritus. El ánima nueva de Mateo deambula por el pueblo, harta de acumular insomnios.

El aliento del Diablo

Lectura: 5 minutos

A Miguel, poeta sin saberlo, y vaquero de Santa Teresa,
que me contaba historias del cerro.

Teníamos calor, miedo también, pero, sobre todo, calor. Empezaba por la cabeza y arreciaba en los pies. Los tres lo sentíamos, me imagino que el perro todavía más, por peludo. El monte era un desbarrancadero donde las vacas que no se morían de hambre se morían por las caídas. Malos tiempos aquellos. Las aguas no querían formalizarse; allá, cada y cuando, se alcanzaba a vislumbrar una nubecita blanca, lo demás era azul, casi morado, del color de las jacarandas. Y nosotros, escondidos entre las piedras, junto a una burla de jagüey lleno de zancudos. Bebíamos el agua sin hacerlos a un lado, quién quita y nos alimenten, decía Rafael. No te hagas ilusiones, me decía también, no podemos largarnos hasta que Salvador venga, al menos aquí estamos seguros, nadie se anima a adentrarse en la Garganta del Diablo. Yo miraba al cielo, preocupado por su azul parejo y por los zopilotes. Nos rondaron todo el tiempo, como si se imaginaran algo. Y el perro, nomás jadeando. No desperdicies saliva, tarugo, lo pateaba Rafael. A mí me daba coraje que lo pateara, ya bastante hacía el animal con quedarse a cuidarnos, por si venían.

Dicen que estos cerros enloquecen a la gente, hablan de duendes. Yo no creo, a mí se me hace que es el puro calor, la encerrazón. Eso y el olor, ha de haber un panteón completo por ahí, a lo mejor por eso vuelan tan bajito los zopilotes. Rafael aguantaba mejor que yo, desde niños era más fuerte, a veces se peleaba por mí en la escuela, aunque, ya en la casa, me molía a golpes, según, para que se me quitara lo joto. Estaré algo desnutrido, dicen que cuando nací tenía las orejas transparentes de tan delgaditas, pero joto, no soy. De que tenía miedo en los montes aquellos, la verdad, sí, pero cualquiera en su sano juicio se hubiera sentido como yo. El agua del jagüey nos daba diarrea y no era tiempo ni de nopales. Matábamos el hambre con las vainas renegridas de los mezquites. La mariposa que me comí por poco me manda al otro mundo. Son venenosas, pendejo, se burlaba Rafael, hasta los pájaros saben. Burlarse a esas horas, mientras me retorcía de dolor… siempre fue así, se hubiera burlado de su propia madre. Eso sí, cuidado y uno lo molestara.

Zopilotes.
Ilustración: Pinterest.

Dicen que en esas montañas viven los hijos del diablo. Su padre los desterró porque son bien borrachos y él los necesitaba sobrios para el trabajo. Por eso en la noche oía risas. Son tus nervios, me decía Rafael, dándome de golpes, nunca se te va a quitar lo marica. El perro pelaba los dientes y mi hermano se agarraba contra él. Estuvimos mucho tiempo ahí refundidos, los tres solos en el costillar aquél. Para la segunda semana, ya no era yo el único que oía las carcajadas, primero unas risas como de niños, luego las risotadas hacían eco, hasta el perro paraba las orejas. Para no estar nomás pensando, con los pelos erizados, empezamos a hablar del negocio. Diez mil pesos por matar al hombre, lo que cobra un pollero por atravesar la frontera y dejar al cliente sano y salvo en un domicilio. Mi hermano se quedó con siete, alegando que por mi culpa ya mero se nos cae el trato. Pero una cosa es matar a un desalmado y otra, muy distinta, a un inocente. Por eso hice tantas preguntas. Luego, a la hora de la hora, como que me andaba echando para atrás, sobre todo cuando empezó a pedir perdón. Ya ves, alegó mi hermano, así tendrá la conciencia, no te rajes. Hubiera sido más fácil darle un balazo. Todavía sueño con él, con sus ojos zarcos bien abiertos, hasta el final. Yo quería cerrárselos, pero a Rafael ya le andaba por venirse al monte. En el camino tuve que pararme, estaba mareado, me zumbaban los oídos. Ahí es donde empecé a maliciar que no era el primer muerto de mi hermano, cuando iba atrás de él en la vereda y lo oía cantar La Adelita, como si fuéramos de paseo. Un paseíto al infierno, eso es la Garganta del Diablo con sus zacatales quemados. Una probadita… porque, de que nos vamos a condenar, nos vamos a condenar, ni modo que Dios nos perdone nomás porque sí, habiendo tanta gente tocando la puerta del cielo. Ni modo que le diga a Nuestro Señor: “Me arrepiento de haber matado a un hombre, ¿puedo pasar?”. Me manda al carajo… Rafael decía que sí nos íbamos a ir al cielo, que, al fin y al cabo, lo de Dios es perdonar. En los cerros tuvimos tiempo de sobra para hablar: del negocio, de mujeres, de cuando éramos niños. Eso fue al principio, cuando el hambre todavía no nos agarraba del cogote, después ya ni nos movíamos. Yo me acosté al lado del jagüey oyendo los jadeos del perro, cada vez más roncos. Rafael se desesperaba, pero yo le tengo cariño al animal, no cualquiera se hubiera quedado con nosotros. Conmigo, diré, era a mí a quien seguía. Un día andaba yo moneando el maíz cuando lo vi sentado en una piedra, muy quieto. Desde entonces somos compañeros. Le puse Lobo, por la estampa.

Infierno.
‘Rich man in hell’, Slamjack (s/f).

Para la segunda semana, Rafael se arrastraba entre las piedras, tapándose los oídos. Los duendes, decía, vienen a robarme el espíritu. A lo mejor el hambre lo hacía sentirse niño de vuelta, el caso es que cada vez que me bajaba tantito el dolor de cabeza, Rafael me asustaba con sus visiones. Que los duendes, que la chingada… El perro iba de un lado a otro, desesperado. Se comía las moscas, lloraba, se tendía él también junto al agua y luego otra vez con lo mismo. Hasta las pulgas lo largaron. A la puesta del sol, me entretenía mirando las nubecitas, primero blancas, luego rosas y grises, después rojas como serán las llamas del infierno. En eso también me agarraba pensando, en la pestilencia a carne chamuscada que habrá allá abajo, donde voy a pasar la eternidad. A lo mejor por el hambre, no se me hacía tan malo el olorcito.

Las vainas de los mezquites han de tener algo de veneno porque los retortijones no nos dejaban en paz. Yo sentía una culebra negra, de esas de agua, enredada adentro de mí. Vomitaba bilis verdes y veía manchas amarillas. Carajo, qué mal me sentía. Y de Salvador, ni sus luces. Va a ver ese cabrón, decía Rafa, voy a romperle la madre. Yo me le quedaba mirando, todo esmirriado, qué iba a poderle romper nada… Así pasaron los días y me empezó a dar lástima el Lobo, nomás llorando. Y Rafael, maldice y maldice. ¿Tienes hambre?, le dije al chucho, búscate aunque sea una rata, cualquier cosa para agarrar fuerza y podernos largar. Qué rata ni qué la chingada, dijo entonces mi hermano, deberíamos comérnoslo a él antes de que le queden los puros huesos.

Locura.
Imagen: Pinterest.

Ya le conté, el perro y yo somos compañeros. Usted no dejaría que se comieran a su amigo, ¿verdad? Por eso cuando por fin llegó Salvador, encontró lo que encontró. Lobo es un animal noble, no crea que es de los que matan porque sí, pero cualquiera acaba cansándose de los maltratos… y el hambre no perdona. Yo no maté a Rafael, quiero dejar eso claro. Si de algo soy culpable, no es de otro muerto. El perro tampoco, usted debe saber cómo son los instintos de los animales… el caso es que ya muerto uno de nosotros, no íbamos a quedarnos de brazos cruzados, viéndolo pudrirse. Lobo nomás puso el ejemplo. Y como ya le dije, teníamos que agarrar fuerzas.

La mujer del loco

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Amanece con los zanates, mil formas de cantar tan impertinentes como los pensamientos que dejas escapar en ráfagas de ideas desordenadas. Caos. Confusión. La mujer te ve levantarte con los movimientos bruscos que ha aprendido a ignorar. Observa tu mirada en el espejo, los ojos enormes, la boca que no puede dejar de moverse, los manotazos al aire. Te sigue alrededor de la habitación que conserva huellas de otras mañanas: cortinas rasgadas, muebles rotos, sangre, a veces. Tus pasos la llevan a través de la casa hasta el jardín y más allá de la reja que no deberías cruzar. El mundo del otro lado es duro, ella lo sabe bien. Ahora las calles están desiertas, pero los niños aparecerán en cualquier momento y no podrás esquivar las piedras ni la mujer detenerlas. Tú no respondes. Los manotazos son sólo eso, la sangre tuya, de nadie más.

Young Woman in the Woods.
‘Young Woman in the Woods’, Edwin Austin Abbey (s/f).

Ahí viene el loco, gritan los niños, y sus risas llenan la plaza, las burlas también son proyectiles. Te cubre la cabeza con los brazos y sigues andando hasta llegar al bosque donde te conviertes en jabalí, pantera, el primer hombre. La mujer se sienta en un tronco y deja que los rayos del sol la calienten. El bosque es seguro, no hay niños ni ancianos de sonrisas desdentadas. La mujer saca de la bolsa de su abrigo una manzana y un trozo de pan. Parte el pan en dos y, con cuidado, acomoda sobe una piedra la mitad, la manzana en equilibrio sobre ella. No te llama. Espera. Tú corres a su alrededor, la husmeas y te acercas al montículo. Comes deprisa, con ruidos de bestia salvaje. La mujer mastica despacio.

El mediodía borra la diferencia entre los tonos de verde, su luz es tan despiadada como los niños. Cierras los ojos, gimes. Eres un animal lastimado. Es hora de volver, dice la mujer, y tú la sigues. Ella rodea el pueblo para no encontrarse con nadie, cruza la reja, espera que tú lo hagas y regresa a cerrarla. La puerta de la casa se queda abierta para que no te conviertas en un ave enjaulada. Qué bien te conoce esta mujer. Te acuestas en el piso del vestíbulo y tus ojos son dos vigías. Ella te da unos higos maduros, apoya la espalda adolorida en la pared y espera.

La esposa del viento.
‘La novia del viento’, Oskar Kokoschka (1914).

Con el atardecer llegan los insectos en busca de alimento. Yerbas, que sé yo, tu sangre, quizás. Ajeno al zumbido, ves el descenso del sol a través de la puerta abierta. Tus ojos buscan un brillo, un reflejo que se lleve la desolación. La mujer cambia el peso de su cuerpo de un pie al otro y evade la tristeza en tu mirada. Ven, te dice. Y suben la escalera, ella adelante, agradecida con el movimiento que se lleva la rigidez de los músculos, tú cogiéndote del barandal. Cada paso es una tortura, quisieras escapar por la ventana, volverte espuma de mar. En la habitación, la mujer te tiende un pedazo de pan y un poco de queso. Come te pide, sólo así podrás soñar. Cuando el último trozo desaparece en tu boca, vas al baño y permites que te lave los dientes, que te peine y te ponga el pijama. No, no eres un niño.

Finalmente aparece la noche. La mujer la ha esperado con paciencia, en calma, sabiendo que llegará, su aliada siempre, como la luna, para entregarte a ella cuando la lucha acabe. Se desnuda frente a ti, imaginando el cuerpo perfecto bajo el que te ocultas, después se acuesta a tu lado y libera uno a uno los botones que ella misma había atado.

Locura y tierra

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A todos los que han tenido que abandonar su tierra.

Cuando me vaya, no miraré de frente, ni a lo alto, ni a las copas de los árboles. Veré el suelo empolvado, los hormigueros, las hojas muertas. Los alacranes. Intentaré no oler el humo de la seña seca para que no me atrape; pisaré la hojarasca con los pies descalzos y el viento tibio me llevará a los cañaverales, aunque me niegue. De noche será cuando me vaya para no ver la silueta de las montañas y arrepentirme.

Eso pienso cuando estoy lejos de las paredes que me arroparon de niña. Cuando, desde la distancia, puedo creer que es posible ser feliz de otra manera. Después regreso y la obsesión por la tierra me arrastra de nuevo. Y entonces escribo. Para no volverme loca de nostalgia por los caminos del agua en el barbecho, para recrear la luz del atardecer y sentir en las yemas de los dedos los brotes del maíz con las primeras lluvias.

La casa se cae en ruinas. Cada día, una puerta, un espejo o un cuadro sucumben ante la polilla que ha invadido también los naranjos. Detrás de la reja, las hojas de las palmeras se amontonan. La huerta donde los nogales formaban bóvedas es un cementerio de árboles invadidos de lianas. En la cocina, los gatos se pasean entre las ollas de barro sin que nadie se moleste en ahuyentarlos. Los fantasmas ya no se conforman con las noches, ahora sus pasos se oyen a cualquier hora, a veces sus voces, un nombre dicho en susurros, un lamento. Sólo respetan mi habitación, quizá les da miedo llegar a ella, o quizá saben que, algún día, seré uno de ellos.

La presa de Santa Úrsula

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Santa Úrsula es un caserío que se formó al pie de la presa del mismo nombre. Gracias a ella, las tierras son fértiles y por las tardes el clima fresco. Antes llovía de junio a septiembre. Ahora ya no sabe.

En la época del tiempo predecible, llovió como si el cielo estuviera de luto. Al principio la gente se dijo:

—Ha de ser culebra, no dilata en irse. Pero no era culebra. Era una lluvia sin viento ni truenos. Constante. Pasaron días y noches sin que las nubes se alejaran. La tierra de las laderas se deslavó, cubriendo zonas enteras, y el sonido del agua se volvió desesperante. Cuando la gente empezaba a creer que nada peor podía pasar, se oyó el crujido.

No hubo tiempo ni de correr. Dicen que lo peor fue el ruido porque no dejaba pensar. Primero, un murmullo de cascada lejana, luego el estrépito de una manada enloquecida. Y así, como caballos cegados por el celo, entró el agua, llevándose a su paso los linderos. No respetó a los santos que en ese entonces había en la iglesia. Mucho menos a los viejos. Se ahogaron las vacas, los niños se pusieron amarillos por el susto, las mujeres parieron a destiempo y la tierra cambió para siempre de color. Agua hedionda de lodo, lodo lleno de piedras. Después, la pura desolación.

Inundación.
‘Flight of the Thielens’, Thomas Hart Benton (1938).

El pueblo fue reconstruido por obreros desganados que habían perdido todo y no tenían ganas de volver a empezar. Cada casa, cada lienzo de piedra, se hizo llorando. No es raro que todavía se oigan gemir los callejones. Como las lágrimas no dejan ver de frente, el pueblo quedó torcido.

Entre los escombros, el padre puso a la gente a rezar. Pero los hombres tenían otros planes. Y mientras las mujeres rezaban, ellos fueron al bordo la presa que iban a alzar de nuevo. El que caminaba al frente llevaba un bulto sin forma.

Regresaron de noche, cabizbajos. No quisieron comer. Sentían ahogarse. Se frotaban las manos contra los pantalones. Algunos lloraban con sollozos roncos que se quedaban en la garganta. Otros se estremecían en silencio. Ninguno miraba a los ojos.

Construcción de una presa.
Fragmento de la obra ‘Construcción de una presa’, Smithsonian American Art Museum.

Con el paso del tiempo, la vida en Santa Úrsula se normalizó, aunque los ahogados reacios a irse al otro mundo siguen atormentando los sueños de los vivos.

En el bordo hay una cruz de piedra. Se han inundado otros pueblos y revenado otras presas. Han caído culebras, trombas, las peores tormentas… pero los hombres de Santa Úrsula duermen tranquilos porque saben que, si hay peligro, el llanto del niño enterrado bajo la cruz de piedra les avisa que abran la compuerta.

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Este cuento forma parte de “A machetazos”, publicado en España por Ediciones Irreverentes y de “El huésped silencioso… y otras historias”, publicado en México por Ediciones Felou.

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