No era suficiente ver el gavión y lo que implica construir un muro de quince metros de altura apoyado en las paredes de un acantilado. No te bastaba explicarme cómo las piedras selladas de abajo servirían para detener los materiales grandes y las de arriba, más abiertas, para filtrar la arena. No era suficiente hacer alarde de que en pocos meses los habitantes del Ojo de Agua dejarían, por primera vez desde la construcción de las presas, de sentirse amenazados cada época de lluvias.
Esperaste con calma que descansáramos a la sombra del guamúchil donde nos apeamos después de andar tres horas a caballo; me distrajiste hablando de las diferentes propiedades del toloache: las semillas con las que se preparan infusiones para la reuma, el humo de las hojas para la tos, su tintura contra las alucinaciones, lo poderoso que puede ser su veneno. Luego te detuviste a platicar un momento con los vaqueros para darle tiempo al sol de aquietarse y a las nubes de coincidir a su alrededor.
Porque eras un observador de atardeceres y buscabas la luz perfecta que iluminara tu escenario sin comérselo.
Bajamos del cerro por un camino angosto bordeado por un lado de rocas y por el otro de un precipicio disimulado entre ramas de sabinos. Caminamos con toda nuestra atención en el suelo, temerosos de pisar en falso, concentrados, sudorosos, lentamente. Como tú lo habías dispuesto.
El sendero terminó bruscamente para convertirse en una planicie ovalada. Al sentirnos seguros, alzamos la vista. El sol empezaba a bajar, pero las nubes no se teñían de rojo, sino de un gris oscuro. Los rayos las atravesaban como dedos luminosos y caían sobre el muro de piedra en medio del acantilado. Detrás, la cordillera de mil montañas. Una parvada de alas blancas pasó sobre nosotros. Es su hora, dijiste.
Habías pensado en todo, era como si te hubieras puesto de acuerdo con los pájaros que fueron llegando: golondrinas con su vuelo desordenado, tildillos, sitos y finalmente, los cuerporruines. Nos fuimos ya a oscuras. Era una noche parda y nos guiamos más por el instinto que por la luna. Anduvimos en silencio para guardar intacto el recuerdo, cada paso, cada sensación, por si más adelante vinieran tiempos difíciles.
A ti te llegaron meses después, en el desierto. A mí, cuando recibí tu carta, donde me contabas la última etapa de su vida. Con ella podría escribir una historia completa, pero no es con la que quiero quedarme. Por eso sólo transcribiré una parte, la que llevo conmigo.
Me habían contado tantas historias de muertes horribles por el calor que preferí cruzar el desierto de noche. Nadie me habló del frío. Hasta las estrellas parecían de hielo, miles de puntos blancos y azules en el cielo más lejano del mundo. Dicen que aquí también hay vida: coyotes, víboras, arañas, insectos. Yo no he visto nada. A lo mejor porque no les gusta salir de noche, con tanto frío, pensé. Pero cuando la luna se va y el aire se calienta, tampoco aparecen los animales. Lo único que se alcanza a ver, además de la arena amarilla y el cielo blanco de calor, son espejismos, lagunas que el sol dibuja por diversión, para hacerse sentir todavía más. Se le ha de hacer poco montarse sobre nosotros y obligarnos a maldecir. Antes de llegar aquí, lo creía mi aliado, a él y a la luna. Ahora, ya no sé nada. Allá, me sentía a gusto con las yerbas, aunque quemaran, y con los animales, por ponzoñosos que fueran. Aquí me he dado cuenta de que sí tengo enemigos. Uno de ellos es el sol, otro la arena. Me falta formarme una opinión de la luna porque, cuando llega, todo se me va en calentarme y cuando se retira, en pedirle que regrese. Dijeron que estaríamos en el desierto un día, pero ya estoy perdiendo la cuenta. ¿Será que me engañaron o estoy tan cansado que en lugar de avanzar vuelvo a lo mismo? A veces divago, hasta llego a creer que estoy contigo, caminando entre las piedras y el zacate, espantándote las moscas con una ramita, pidiéndote que huelas el monte y sientas los cambios en las corrientes de aire, que no alces la vista antes de que yo te diga. Me agarro de la memoria de nuestra última caminata. Yo quería que el gavión se luciera para ver tu cara y guardarla junto con los demás recuerdos. Por eso me entretuve en el camino y me reí de tu impaciencia. No sabías a dónde íbamos. Tuve que explicarte lo que era un gavión, con g de gavilán como, allá, en el Ojo de Agua, me llaman a mí.
La carta me llegó meses después, en un sobre arrugado, con mi nombre y dirección escritos por una letra distinta a la tuya. Era una tarde de nubes aborregadas y yo me había acostado boca arriba, a la sombra de un guamúchil igual al del cerro aquel. Extrañaba al hombre que me enseñó a confiar en las noches oscuras, a sentir. Me hacía falta tu voz hablándome de la insaciable sed de las chicharras o de las maniobras que hacen los patos para no agotarse en sus vuelos. Tenía ganas de contarte que ya estaba aprendiendo a reconocer los caminos del agua en el barbecho. Y de pronto, un niño me dio la carta. La leí con cuidado y la metí de nuevo en el sobre que tenía una letra distinta. Te imaginé en el desierto, a ti en el desierto… vi tus pasos cada vez más lentos, tu pelo lleno de arena.
Tardamos mucho tiempo en construir el gavión. Era difícil trazar las veredas en esos cerros que no se quieren dejar lastimar. Había que usar las piedras y llevarlas a la orilla del muro, acomodarlas por tamaños, tantear cuáles soportarían el peso de tanta agua. Después las poníamos en hileras y luego una encima de otra, como si estuviéramos armando un rompecabezas. Cuando no embonaban, buscábamos en el montón de las chiquitas y hacíamos trampa con ellas. Esa es la parte que a mí me gusta, la del acomodo. Cuando miraba al cielo, ya era casi de noche. Entonces prendíamos una fogata para calentar la comida y ahuyentar a los animales. Nos dolían la espalda y las ampollas, pero cenábamos en paz a la luz de la luna o de las estrellas, porque ya ves cómo es ella, no siempre quiere alumbrar. Nos daba un gusto ver los adelantos… hablábamos de cuando estuviera listo el gavión y los cultivos fueran tan buenos que ya nadie tendría que irse al Norte, de toda el agua para regar las tierras de temporal sin inundarlas. Yo soñaba con una casita en lo alto, desde donde pudiéramos oír el río bajando por los canales, ver las cascadas en junio y las piedras apenas húmedas en mayo. Te imaginaba adentrándote en las pozas, primero los pies, luego la cadera, para después acostarte boca arriba sobre el agua, como te gusta. La sierra entera para ti sola. Te imagino todavía, por eso sigo andando, aunque se me empieza a olvidar a dónde voy. Las lluvias se adelantaron, ¿te acuerdas? Las cabañuelas ya nos habían advertido. No nos tomaron por sorpresa. Y las tierras mojándose justo como lo habíamos planeado… el agua reconoció su camino, agradecida de que se lo hubiéramos respetado. Aliviada, creo, porque se oía contenta. Por eso alego que no fue su culpa, la culpa fue de nosotros, por habernos ilusionado y pensado que el gavión iba a ser suficiente para que pudiéramos quedarnos en el Ojo de Agua. El agua qué iba a saber, ella siguió su curso, no está en su naturaleza preocuparse por lo que va a destruir.
A veces me digo que debería volver a donde estuvo el gavión. Poner una cruz, llevar flores. Pero el camino es muy largo y me da miedo perderme, sola entre las montañas que te esperan a ti.
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El original de este cuento fue publicado en los libros “A machetazos”, publicado en España por Ediciones Irreverentes”, y en México en “El huésped silencioso… y otras historias”, publicado por Ediciones Felou.
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