De locos y visionarios

El privilegio de reinventarse

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A Guadalupe Mijares.

Un caballero en Moscú, la última novela de Amor Towles, cuenta la vida de un noble ruso arrestado por los bolcheviques en el Hotel Metrópoli. La primera etapa de su nueva vida transcurre en una lujosa suite, pero no lo conocemos ahí, sino en un pequeño espacio en el piso superior del hotel, donde lo trasladan a raíz de un poema que el gobierno considera subversivo. Acostumbrado a la opulencia y, sobre todo, a la libertad, el conde podría deprimirse al grado del suicidio, como lo considera en cierto momento. Sin embargo, decide lo opuesto: reinventarse. Y es así como se convierte en el mejor mesero del hotel y entabla una profunda amistad con quienes antes de su arresto lo servían. Su educación le ayuda. El conde Rostov es amable, considerado y todo un caballero cuando se trata de ayudar a una mujer en problemas. Gracias en buena medida a estas cualidades, transforma lo que hubiera sido una prisión en un mundo propio con muchas satisfacciones. Nunca lo vemos quejarse o maldecir al destino. En los tiempos turbulentos de la Rusia de aquella época, logra convertir su suerte en una aventura. Toma las partes del pasado que considera convenientes y descarta el resto sin mirar atrás. “Quién hubiera imaginado que cuando fuiste sentenciado a pasar el resto de tu vida en el hotel Metrópoli, te convertirías en el hombre más afortunado de toda Rusia”, le dice un amigo en una de sus visitas.

Amor Towles

La historia de la protagonista de Del color de la leche, el impactante libro de Nell Leyshon, no puede ser más distinta: Mary es una campesina inglesa que trabaja de sol a sol bajo el mando de un padre furibundo porque Dios sólo le dio hijas mujeres. Vive en una granja con él, su madre, sus hermanas y un abuelo paralítico al que adora. Mary nació ahí, no conoce más allá de las colinas que rodean el valle. Sería normal que fuera desdichada, pero tiene una predisposición natural a la felicidad. Le gustan los amaneceres, el canto de los pájaros, sentir el sol en la espalda, pasar tiempo con sus hermanas y ocuparse de su abuelo guardado como un estorbo en el cuarto de las manzanas. Además de sentido del humor, Mary tiene un carácter fuerte y habla sin parar. Hasta que la obligan a ir a cuidar a la esposa enferma del vicario. Ella trabajará en el vicariato y su padre cobrará. Un acuerdo natural; finalmente, es mujer y debe servir, callar y obedecer. Estará contenta aquí, piensa la familia del vicario. Se ha liberado del maltrato de su padre, tiene una cama para ella sola, toda la comida que quiera, ropa limpia y sus labores son mucho menos desgastantes que las del campo. ¿Cómo es posible que eche de menos la granja? Pero claro que la extraña, aunque nadie lo quiera aceptar en la vicaría.

Un día, después de la muerte de su esposa, su patrón, ahora viudo, empieza a enseñarle a leer y, poco a poco, la relación cambia. Primero una mano en la pierna, después el peso de otro cuerpo en la cama. Toman los alimentos juntos, son una pareja. Hemos sido felices, dice el vicario. La culpa se adormece mientras Mary se siente cada momento más atrapada. Ella no puede reinventarse por la simple razón de que una mujer en ese entorno y en esa época no es libre para hacerlo. El costo es demasiado alto y el dedo de Zeus es vigilante. El mundo es masculino, ¿qué importan los sentimientos de una criada, de una granjera ignorante? Seguramente finge al cerrar las piernas. Y que agradezca haber aprendido a leer, ¿no era eso lo que quería? En eso, el vicario tiene razón y la escritura será parte de su liberación, aunque de una manera distinta de la que el lector espera.

Nell Leyshon

Cuando acabé de leer Un caballero en Moscú, me quedó una buena sensación. Es una novela optimista, entretenida y bien escrita. Cuando cerré Del color de la leche supe que el libro me había afectado. Por primera vez entendí el feminismo exaltado con el que no siempre concuerdo. Y reconozco a las mujeres gracias a quienes puedo ahora escribir este texto, sabiendo que nadie va a vetarlo o que tendría que buscar a un hombre que lo avalara.

Reinventarse es un privilegio y el conde Rostov lo hizo con la elegancia y la gentileza de un gentleman, un hombre amable. La decisión de Mary al final de Del color de la leche es un golpe a las emociones del lector. Antes de juzgarla, sería un buen ejercicio ponerse un momento en su situación.

Testimonios sobre la violencia

Lectura: 3 minutos

A Sergio Escobedo, Octavio Mondragón, Fernando Salmerón, Marcela Orraca, Leonardo Beltrán,

Ricardo Nudelman, Guadalupe González, Rodolfo Córdova, Manuel Gameros y

Fernando Delmar, de quienes tanto aprendí en nuestras reuniones mensuales.

A Luis Herrera-Lasso, a quien agradezco haberme invitado a participar.

En el 2017, la editorial Siglo XXI publicó Fenomenología de la violencia. Una perspectiva desde México. El promotor de la obra invitó a representantes de diversas disciplinas a formar parte del proyecto y nos reuníamos una vez al mes para compartir puntos de vista en torno al tema que uno de los integrantes exponía. Como lo aclara Luis Herrera-Lasso en la introducción, “ninguno de los autores, ni la obra en su conjunto, buscamos con­clusiones o recomendaciones explícitas de política pública. Como al­guno de ellos mencionó, más bien buscamos bordear el tema de la violencia desde distintas aristas sin pretender dominarlo o resolverlo. El título obedece a la observación de un mismo fenómeno desde dis­tintas ópticas”.

El capítulo a mi cargo fue el último: La literatura como testimonio. Excepto por la introducción, los textos surgieron de conversaciones con víctimas o victimarios que decidieron salir del anonimato. Las personas que narran los relatos me los contaron para que quedara evidencia por escrito. Antes de publicarlos, les pedí permiso para hacerlo. Las anécdotas son reales, pero cambié los nombres y los lugares porque la palabra escrita perdura más allá de los sentimientos momentáneos. Todos estuvieron de acuerdo.

La primera persona que me pidió escribir acerca de su vida fue el hombre al que llamé Braulio. Había cumplido una condena en la cárcel en el lugar de su hermano a cambio de que le donara su casa, y quería que sus hijos conocieran la verdad de los hechos para que pudieran defender su nombre cuando muriera. La segunda historia, El niño que nació maldito surgió de conversaciones con una familia en una ranchería. Uno de los protagonistas me pidió que narrara los sucesos en caso de que lo mataran. Josefina es casi una transcripción de lo que me contó una mujer que trabajaba en la casa de unos amigos. “Sólo en días me acuerdo de lo que sufrimos mi mamá y yo y me dan ganas de platicarlo. Y como usted escribe, le quise contar mi historia”, me dijo al final. Fausto, Los niños del viejo chacuaco y Ángel, nacieron de hechos que suceden o sucedieron cerca de mí.

violencia, niños indígenas
“In the Name of God” de Alejandra Platt-Torres.

Al releer los textos para armar La literatura como testimonio, me enfrenté con nuevas dudas acerca de la naturaleza humana. Entiendo que las víctimas o las personas arrepentidas quieran que se conozca su pasado, lo que me confunde es la razón por la cual un hombre dispuesto a asesinar a un niño me pidió que, si llegara a pasarle algo, escribiera el relato, sabiendo lo odiado que le sería a los lectores. Era un hombre complejo: por un lado, despiadado. Por el otro, cariñoso con su mujer y con su perro. En él, la oscuridad y la luz eran siempre visibles. La historia de su familia fue la que me causó mayor conflicto. Incluso poner el título, tomado de una frase del abuelo, me costó trabajo.

A.S. Byatt opina que una tendencia de la literatura actual es darles voz a los que no la tienen. En el caso de El niño que nació maldito, más que al hombre que me pidió escribir la historia si lo asesinaban, quise darle voz al niño que maldijeron desde el día en que llegó al mundo, a su madre y a la mujer que desafió a su pueblo para cuidarlos. Ahora me doy cuenta de que es también un homenaje, aunque ésa no haya sido mi intención al integrarlo al libro coordinado por Luis Herrera-Lasso.

Antes de involucrarme en el proyecto, escribía sin cuestionarme si mis libros tendrían una utilidad práctica. Fenomenología de la violencia. Una perspectiva desde México me hizo replantearme el papel de los escritores en un país como el nuestro. ¿Es válido no comprometerse?

El verdadero monstruo de Mary Shelley

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En el imaginario colectivo, Frankenstein es el más feo de todos los monstruos, una especie de zombi con una enorme cabeza y los rasgos de un recién salido de la tumba; un engendro de piel amarillenta, ojos fríos y boca morada. En realidad, Víctor Frankenstein es un hombre querido y respetado y el monstruo es la creatura a la que dio vida utilizando pedazos de cadáver. Mary Shelley dedica muchas páginas a convencer al lector de las cualidades del científico. Los demás personajes hablan de él como de un ser excepcional, entregado, comprometido y cálido. Su novia está dispuesta a esperarlo a pesar de no recibir cartas suyas durante meses y su mejor amigo lo cuida con un amor incondicional cuando enferma. El engendro, en cambio, porque su creador ni siquiera tuvo la decencia de darle un nombre, es un ser repugnante al grado de causar pesadillas a quien tenga la mala fortuna de encontrarse con él.

monstruos
El Hombre Lobo(Lon Chaney Jr.), el monstruo (Bela Lugosi) y la baronesa  Elsa Frankestein (Ilona Masey), fotografía promocional de ‘Frankenstein meets de Wolf Man’ (Row Willliam Neill, EU, 1943/Universal Studios).

De niña, yo había visto versiones de películas que llevan el nombre del científico. Recuerdo una en especial que me atormentaba en las noches, aunque creo que ahora a nadie le causaría ni un escalofrío: Frankenstein contra el hombre lobo. En todas ellas, Frankenstein era el monstruo, por eso durante la infancia yo también confundí a los personajes. Más tarde, en la adolescencia, Mary Shelley formó parte de las escritoras del romanticismo que estudiábamos en clases, pero a mí no me llamaba la atención y creo que nunca había leído su obra maestra. Hace un tiempo, finalmente decidí leerla. Haciendo a un lado el estilo y la originalidad, durante prácticamente todo el libro pensaba en que era obvio que Mary Shelley tuviera tan sólo 19 años cuando lo escribió. En cuanto a la sensación que me ocasionaba la trama, no era el miedo de las películas, sino enojo ante la actitud de Víctor Frankenstein, que además de carecer de empatía, parecía incapaz de razonar con un mínimo grado de deducción. En la recta final de la historia, estaba francamente enervada con la autora. Y entonces llegué al monólogo del engendro y cada página valió la pena.

autora de Frankestein
Retrato de Mary Shelley (1797 – 1851).

El verdadero monstruo de Mary Shelley es Víctor Frankenstein, capaz de dar vida para luego desentenderse de su creación. Un dios que no soporta la fealdad del ser que surgió de sus manos y lo abandona a su suerte, cuando lo único que este último necesita es compasión. En vez de responsabilizarse por sus actos, el padre se convierte en víctima. Frankenstein es un tratado de la naturaleza humana y, para muchos, también divina. Se dice que la intención de Mary Shelley era escribir una obra que helara la sangre, y lo logró. Hiela la sangre comparar a Víctor Frankenstein con un dios omnipotente.

Las flores de Mariana Corcuera

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Salí de la última exposición de Mariana Corcuera, en la colonia Roma, obsesionada con el universo que espera pacientemente ser descubierto por un ojo que vea más allá de la primera capa, de lo obvio. En el trayecto a casa, cada flor y cada árbol se revelaron como nunca antes. Y pensé escribir un texto acerca del significado de la palabra fotografía: escribir con luz. Quería transmitir la impresión que me causó la muestra. Pero cuando le hice unas preguntas a Mariana Corcuera y leí el pequeño párrafo que introduce la exposición, me di cuenta de que nadie lo haría mejor que ella misma:

“En 2016, visité Maison Mougis, en Normandía, donde capturé las fotos originales que derivaron en estas imágenes. Se dice que ahí vivió el mago Merlín. Cada noche, antes de dormir surge cierto nerviosismo ante la espera de un sueño luminoso o una pesadilla oscura. Las dos posibilidades me resultan emocionantes, probablemente porque siempre hay algo de luz esclarecedora en las pesadillas y de oscuridad misteriosa en los sueños. La oscuridad nos atrae, nos jala deseando ver qué es lo que esconde. Si durante las pesadillas lográramos sobrepasar el miedo para hallar salidas, encontraríamos sorpresas gratificantes: destellos de nuestras vivencias para sacar conclusiones y resoluciones positivas. Así encuentro la belleza en la oscuridad y la posibilidad de transformar lo amargo en dulce. Como en los sueños, las proporciones de las imágenes de esta serie fotográfica descontextualizan al objeto, haciéndolo comprensible sólo desde cierto ángulo. La textura y el color nos permiten ir más allá del primer plano, trascendiendo la oscuridad para adentrándonos en imágenes que evocan planetas, volcanes con cráteres, la superficie de la luna o enormes flores suspendidas en lo basto. Son lo que nuestros sueños ‒o nuestras pesadillas‒ nos permitan imaginar. Son la luz y la oscuridad tomadas de la mano, pues una no existe sin la otra”.

Susana: Las fotos de tu última exposición parecen haber sido tomadas de noche, y algunas de ellas, como la del bulbo, parecen haber sido cortadas del tallo. ¿Cómo fue el proceso en realidad?

Mariana: Las fotos fueron tomadas a la luz del día en el jardín de Normandía del que hablo antes. Las tomé con mi lente preferido, un macro de 105 mm. Empecé a tomar las fotos porque las flores eran verdaderamente espectaculares, tenían formas perfectas, me tenían hipnotizada. El problema era que es muy fácil tomar fotos bonitas de flores ya que son, por definición, bonitas… y ese no era mi objetivo. Una vez capturadas las imágenes, supe que tenía que transformarlas en algo diferente. Empecé un proceso experimental (para mí) de retoque, bajando contrastes, poniendo capas y, lo más difícil, desapareciendo los fondos y el exceso de información y convirtiendo la luz en absoluta oscuridad, para crear la ilusión de que habían sido tomadas de noche, o bien en un estudio con luz artificial. Ninguna fue cortada, todas están en su estado natural.

Susana: ¿Cuál es tu propuesta con este grupo de fotos?

Mariana: Mi propuesta es mostrar la infinidad de opciones que hay en el mundo de la foto, la magia de la transformación y la complejidad de la captura de imágenes. Es chistoso cómo tanta gente dice: “¡Yo puedo hacer eso!” Y no es que sea imposible ni mucho menos, pero sí requiere de mucho trabajo y de mucha talacha.

Susana: También has trabajado con fotos de bichos, ¿tienes un interés especial por lo pequeño, por lo que muchas veces pasa desapercibido y sólo se descubre en plenitud si se observa con calma?

Mariana: Sí, es algo que me encanta, ver el mundo de lo pequeño a través de esta lente que es como un microscopio, encontrar los detalles que no se ven a simple vista, cada pelo, cada pabilo, cada vena en las hojas. ¡Es increíble ese microcosmos!

Susana: ¿Qué papel juega la luz en tus fotos, en general?

Mariana: La luz en la fotografía es todo, es lo que te permite capturar o no una imagen, es el alma de la foto. Lo padre (y lo divertido) es que se puede manipular, lo haces desde que tomas la foto dependiendo de cómo quieras el resultado y después en postproducción. Esto es lo que me tomó más tiempo en esta última serie de fotos, el cambio de luz sin perder lo orgánico de la imagen.

Susana: ¿Tienes alguna referencia de otros fotógrafos de los que quisieras hablar?

Mariana: Irvin Penn es un fotógrafo que siempre me ha encantado, es una maravilla y aunque es conocido sobre todo por sus retratos de moda, tiene las naturalezas muertas que a mí más me gustan, es una gran fuente de inspiración. Otro de mis preferidos es el israelí Ori Gersht, él toma fotos casi siempre de flores que parece que están explotando, son impresionantes, su arte habla de la violencia humana, de los conflictos de la guerra y de los horrores que vivió su familia durante el holocausto, pero lo hace de una forma muy bonita y poética. Por último, un fotógrafo que me ha inspirado desde hace mucho tiempo es Gregory Crewdson, este fotógrafo trabaja mucho en grandes escenarios de Hollywood y sus fotografías son historias un poco oscuras, es completamente cinematográfico, misterioso. Siempre usa luz artificial y los resultados son fuera de serie. Te hace sentir que estás en una película en donde algo tremendo está a punto de pasar.

Mariana Corcuera toma fotos desde los ocho años, cuando su padre le regaló una cámara manual y le enseñó a usarla, explicándole cómo funciona la luz y cómo jugar con la apertura y la velocidad. Fue el mejor regalo, pasó horas de su infancia experimentando con ella. Desde entonces supo que se dedicaría a algo relacionado con el arte. Estudió la carrera de Comunicación en la Universidad Iberoamericana y más adelante se fue de intercambio a Barcelona para tomar cursos específicos de fotografía. Cuando regresó a la CDMX tuvo su primera exposición. “Los sueños de Inés”. Al terminar la carrera, trabajó en el estudio de Santiago y Mauricio Sierra y, ya de nuevo instalada en México, empezó con el desarrollo de su siguiente serie que expuso en un espacio independiente, en la galería de Miguel Ángel Cordera, pintor y amigo suyo. Un año después, llevó a cabo “A través del cristal”, una serie con bichos, y siguió tomando infinidad de fotos, sin que le encantaran los resultados, como cree que suele pasar en todos los procesos creativos, hasta que hace dos años empezó a experimentar con diferentes tipos de fotos con resultados que sí le encantaron. De ahí surgió la serie de las flores y otro par que tendremos la suerte de ver más adelante.

El ermitaño ciego

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Había una vez un ermitaño que vivía en lo alto de una montaña. Pasaba tanto tiempo inmóvil, observando la naturaleza, que los animales dejaron de temerle y se acercaban a ver qué clase de bicho era. El más amistoso era un tigre: entraba a beber leche de las cabras del ermitaño y luego se sentaba a lamerse los bigotes. Como llegaba del monte bien comido y tenía que hacer la digestión antes de regresar a su guarida, se acostumbró a dormir una siesta en la entrada de la cueva. Así, el ermitaño descubrió que se puede ser amigo de cualquier animal, siempre y cuando no tenga ni miedo ni hambre.

Después de muchos años, un niño apareció en la vereda. Su abuela había muerto hacía unos días y él quería llorar un ratito solo. No esperaba encontrarse con un hombre de barba larga y blanca sentado en la entrada de una cueva, mucho menos con un tigre. Aunque parecía manso, por si acaso, el niño prefirió mantener una distancia prudente.

anciano de barba blanca con tigre

— Puedes acercarte -le dijo el ermitaño-, hace tiempo perdió los dientes y, míralo, apenas puede moverse. Es más viejo que yo.

Pero el niño estaba concentrado en observar los ojos del anciano, cubiertos por una capa blanca.

— ¿Estás ciego? -le preguntó, porque tenía la buena costumbre de preguntar lo que pasaba por su mente.

El hombre sonrió:

— Como un topo.

— ¿Y cómo supiste que llegué  y me quedé parado, sin acercarme?

— Cuando se pierde la vista, aparecen nuevos sentidos.

El niño se instaló del otro lado del tigre. A lo mejor ya no tenía dientes, pero sí uñas. Desde ese lugar, se veían las copas de los árboles que cubrían la selva. También pájaros de colores, flores y un mapache tomando el sol.

— Pareces contento -siguió diciendo el niño-. ¿Cómo puedes estar contento si no ves? Los topos son enojones.

niño y anciano

— Y los entiendo -contestó el anciano-. Cuando yo me quedé ciego, también estaba furioso, y muy asustado. Claro que ellos no tienen miedo porque así nacen, pero ¿cómo iba a sobrevivir yo aquí solo? Me estrellaba contra los árboles, me caía, no encontraba la salida de la cueva, tiraba la comida… era un desastre. El caso es que una noche pensaba en lo horrible que era vivir en la oscuridad, cuando surgió una lucecita. Al principio creí estar imaginándola, después apareció un mundo entero dentro de ella. Hay unicornios, hadas pequeñitas como las chispas que suelta el carbón, quetzales, arañas e insectos con cuernos brillantes y alas transparentes. Además, y esto es lo mejor, a veces llegan las personas y los animales queridos que se murieron antes que yo. Un unicornio me explicó que, cuando yo me muera, es ahí a donde voy a llegar. Pero pensar en lo que va a pasar cuando me muera no es lo que me hace feliz, lo que me hace sonreír es que, desde que no veo, el viento se ha vuelto mi compañero. Me trae los olores de cada planta, esporas y el sabor de las estaciones, las voces de los peces cuando saltan un momento fuera del agua, y el crujir de las raíces de los árboles al acomodarse. Por si fuera poco, he descubierto que la tierra se siente distinta al amanecer que al atardecer, que la resolana me calienta los huesos mejor que el sol a plomo y que, si me quedo muy quieto, las alas de las mariposas me hacen cosquillas en el cuello. El viento me dijo en secreto que son las almas que acaban de desprenderse del cuerpo y van camino a su nueva vida.

unicornio chino
The Chinese Unicorn, Linda and Roger Garland.

El niño cerró los ojos. El sol llegaba matizado por las copas de los árboles. A lo lejos se oía el río y el zumbido de las abejas. Olía a miel. Puso la palma de las manos en el suelo para tocar la tierra. En la sombra, su temperatura le recordaba las manos de su abuela cuando le tocaba la cara; en el sol, sus ojos cada vez que lo veía llegar a su casa. Un revoloteo en el cuello lo hizo sonreír. Estaba pasando una mariposa.

Coetzee y los bárbaros

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Sumemos nuestras esperanzas en lugar de oponer nuestros miedos.

Emmanuel Macron.

En la Grecia antigua, quien no hablara griego y latín era un bárbaro, “el que balbucea”, según la etimología. Aunque la palabra se ha modificado con el tiempo, el sentido es el mismo: un bárbaro es alguien que vale menos. En la época de la esclavitud, el valor de una persona estaba ligado a la fuerza, la salud o la capacidad reproductiva. Hoy nos escandaliza pensar que seres humanos fueran vistos como mercancía y es difícil creer que todavía en los años 60 del siglo pasado hubiera esclavos en Campeche. “En este local no se discrimina por motivos de raza, preferencias sexuales, creencias religiosas o cualquier otro motivo”, es común leer a la entrada de restaurantes o comercios… como si fuera necesario recordar que somos una misma especie y que cada quien es libre de tener ideas propias.

Leer a J. M. Coetzee es una experiencia de la que rara vez se sale ileso. Con el lenguaje claro y conciso que lo caracteriza, el nobel sudafricano tiene la capacidad de adentrarse en las emociones más complejas sin aspavientos. Esperando a los bárbaros describe la actuación de un imperio que se siente amenazado por los nómadas; en el ensayo, “La metafísica de la violencia, un breve acercamiento a la realidad de hoy”, el teólogo Octavio Mondragón explica la alegoría de Caín y Abel: “Abel sabía ser hijo”, nos dice, “pero no sabía ser hermano”. En lugar de relacionarse con él y darse la oportunidad de aprender uno del otro, decide anularlo.

libros de Coetzee

En la novela de Coetzee, el magistrado es el único capaz de ver a seres humanos igual de valiosos que él bajo el polvo del camino que se ha impregnado en sus ropas, el color de piel y las facciones distintas de las de quienes viven detrás de los muros del imperio. Los demás perciben una horda amenazante. Que no entren al Imperio, cuidado, son bárbaros, distintos. En la Biblia, al matar a su hermano, Abel vuelve a ser hijo único. En Esperando a los bárbaros, aniquilar a los nómadas es la manera de mantener el statu quo.

A lo largo de la historia, la gente en el poder ha utilizado el miedo del pueblo como una herramienta para mantener el control: “Ponte en mis manos, yo soy capaz de salvarte”, es el discurso. ¿Y qué pasa con quienes disienten desde adentro? El magistrado en el Imperio es uno de ellos. Leer en voz de un escritor como Coetzee lo que sucede con él es una experiencia poderosa. Al cerrar el libro, uno se pregunta cuál hubiera sido el final del relato si, en lugar de atrancar las puertas, todos hubieran visto a los nómadas como lo que eran en realidad. No enemigos, sólo hombres, mujeres y niños.

Di sí al Halloween

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“Di no al Halloween”, se oye periódicamente: “Que no nos roben nuestras tradiciones”. Pero, ¿cuál es el fondo del desprestigiado Halloween y es cierto que compite con nuestras tradiciones?

Halloween no fue concebido por el consumismo americano para vender dulces, ni es una fiesta que raya en lo satánico, como nos hacen creer las películas que llevan su nombre. En realidad, surge de una tradición celta ligada a los ciclos de las cosechas y a la vida después de la muerte. La fecha coincidía con el inicio del otoño, cuando los días se acortan y la tierra empieza a entrar en una época de letargo. En tiempos remotos, las noches largas implicaban pasar muchas horas resguardados del frío y de la oscuridad del exterior. Los ruidos de la naturaleza se mezclarían con el crepitar del fuego en las casas, donde se contaban historias para pasar el tiempo. Los relatos de miedo ocupaban un lugar importante: eran una forma de alertar a los jóvenes acerca de los peligros del bosque. De esas largas veladas a la luz del fuego surgieron leyendas que se han ido modificando.

Los celtas vivían en armonía con la naturaleza. Para ellos, la caída de las hojas en otoño significaba el inicio de una nueva vida. Su calendario estaba dividido en luz y oscuridad. El 31 de octubre se despedía a Lugh, el dios del Sol, para recibirlo de nuevo el 1 de mayo.  La costumbre de dejar ofrendas afuera de las casas coincide con la prehispánica; como en ésta última, su función era recibir a las ánimas y ayudarlas en su camino hacia la morada de los difuntos, no hacia la oscuridad, sino hacia la luz. Por eso, entre las ofrendas, los celtas también encendían velas.

Pero no todo era fácil ni todas las ánimas eran buenas en la Irlanda de aquel entonces, en donde Halloween estaba especialmente arraigado: los disfraces eran una manera de confundir a los malos espíritus, de ahí que algunos inspiraran miedo. Sin embargo, por ser una festividad alegre, también era válido que los hombres se disfrazaran de mujeres y viceversa para salir a pedir comida a cambio de no hacer pequeñas bromas.

Las tradiciones son menos rígidas de lo que parecen: se adaptan a los cambios, fluyen, se mezclan. Ahora en México es común ver a familias enteras “pidiendo Halloween.” Algunas incluso contratan camionetas con amigos para ir a zonas de la Ciudad de México que abren sus casas para repartir dulces. Los disfraces son variados. Podemos encontrar desde un pokemón hasta un diablo con cola de triángulo. Y, en contra de lo que nos muestran en las películas de terror, el ambiente se siente seguro. Caminar de noche en familia es raro en esta ciudad y, para los niños, emocionante. Es verdad que los altares de muertos son cada vez más ecléticos y que en ellos conviven las calabazas -cuya historia merece un texto aparte- con las calaveras de azúcar, pero el consumismo ha hecho que Santa Claus y el niño Jesús también convivan y que ya no sepamos si estamos comiendo rosca de reyes o pan de muertos. Desde mi punto de vista, en lugar de decir no al Halloween, sería más interesante que los niños conocieran el origen de la tradición.

El hombre que hizo llorar a una mujer y dos gatos

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Quizá porque intuía el futuro, Virginia rezaba desde niña para no ser escritora. Pero con tanta gente en el mundo, Dios confundió sus oraciones con las de un estudiante que le pedía con todas sus fuerzas llegar a ser, justamente, un gran escritor. Y así fue como, una tarde de enero, Virginia puso con mano temblorosa su nombre bajo el título de una novela. Consciente de la magia de las palabras, se cuidaba de no escribir nada terrible que pudiera convertirse en realidad. Si alguna vez tenía la tentación de inventar una tragedia, se encerraba en un cuarto oscuro, con las rodillas contra el pecho, hasta que pasara el impulso.

Dibujo: Will Barnet.

Vivía en una casa torcida, sola con dos gatos y una paloma que recogió en la calle. En uno de sus paseos en los que buscaba inspiración, vio a un hombre dirigirse hacia ella. Como era arisca por naturaleza, se cambió de acera para evitarlo, pero él hizo lo mismo, amoldó el paso al suyo y caminaron juntos unas cuadras. A partir de ese día, el hombre aparecía en distintos lugares para pasear a su lado. Después de un par de semanas, Virginia se atrevió a observarlo con disimulo. Era muy alto y el abrigo no ocultaba una delgadez alarmante. De perfil, su nariz larga lo volvía distinguido. Virginia tardó otras semanas en animarse a verlo de frente. Lo más notorio de su cara eran los ojos cafés, profundamente hundidos en las cuencas. Lo mejor, una sonrisa que suavizaba la severidad de su cara angulosa.

―Me llamo Miguel, por si te interesa ‒fueron las primeras de las pocas palabras que intercambiaron durante sus caminatas‒. Después de un tiempo y sin saber cómo llegaron a esto, él la observaba trabajar en sus textos mientras acariciaba a uno de los gatos. Además de torcida, la casa de Virginia era fría y húmeda. Ella escribía con un suéter demasiado grande y él se dejaba el abrigo puesto. Cuando la humedad pintó de verde las paredes, se mudaron a casa de Miguel, una mansión con gárgolas que escupían chorros de agua en la época de lluvias y sacaban la lengua en la de sequía.

hombre alto
“Man in a long black coat” de Boss.

Virginia era una escritora mediocre, hay que aceptarlo. Y una noche de invierno, mientras se calentaban la espalda al calor de la chimenea, Miguel le sugirió buscar historias más interesantes. Se lo dijo con tacto, cuidando no ofenderla. Ella se quitó los lentes que agrandaban sus ojos y se puso a limpiarlos con la punta del suéter:

―Es peligroso ‒dijo con una voz apenas audible‒. Miguel tuvo que inclinar la cabeza para oírla.

―La vida es peligrosa en sí misma ‒contestó, con una sonrisa‒. No creo que arriesgues nada.

Esa misma noche, Virginia hizo a un lado sus temores y anotó los siguientes títulos:

“El hombre del abrigo”.

“El hombre que sabía tratar a los gatos”.

“El hombre de la sonrisa”.

Pero los cuentos seguían careciendo de interés.

―Busca algo más, algo que no sea verdad ‒le dijo Miguel‒. ¿No se trata de eso la ficción?

Y así surgieron:

“Lo que ocultaba el abrigo del hombre”.

“El hombre que hizo llorar a una mujer y dos gatos”.

mujer con libro y gato
Dibujo: Will Barnet.

Poco a poco Virginia se dejó llevar por las letras, y cuando el protagonista por fin pareció adquirir vida propia y ella se olvidó del poder de las palabras para hacer realidad la ficción, sus libros comenzaron a tener éxito. Lo primero que hizo con las regalías fue comprarse unos lentes nuevos. El mundo se transformó entonces. ¡Qué expresiones tenían las gárgolas!

―Quítate el abrigo ‒le pidió a Miguel‒. Quiero ver cómo eres debajo de él.

La flacura del hombre que había aprendido a querer incluso más que a sus gatos, la hizo llorar. Semiocultos detrás de una silla, ellos también derramaron unas cuantas lágrimas. En ese instante recordó a la niña que rezaba para no ser escritora y corrió a leer sus últimos cuentos. Cuando regresó, Miguel tosía sangre en un pañuelo. No había tiempo que perder: Virginia subió la escalera de dos en dos, se detuvo frente al escritorio, cogió la pluma y se puso a escribir.