Pez de Oro

Los gestos del drama

Lectura: 3 minutos

La exploración de lenguajes poco considerados (y difundidos) en la escena teatral posibilita la creación de nuevas audiencias y contagia un espíritu de innovación entre los hacedores de espectáculos. Si alguien es capaz de establecer una nueva marca, se abre una puerta a una oferta teatral más sólida y acorde a nuestra circunstancia. La pluralidad es sinónimo de salud y consistencia.

En la actualidad, la mímica y la pantomima son trabajos poco reconocidos en la cartelera y es digno de valorarse cuando un equipo de trabajo opta por un camino poco visitado como éste. María Alejandra Pérez y Maryanna Cortés Lima son dos actrices que presentan en el Teatro Coyoacán “Hora de despertar”, una obra donde se privilegia de forma única el carácter expresivo del cuerpo y hacen uso de éste para contar una historia emocionante de principio a fin.

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Estamos acostumbrados a espectáculos mímicos compuestos por cuadros y viñetas unidos por un tema  pero sin ninguna progresión dramática o, en cambio, a divertimentos de poca duración que explotan una anécdota sin ningún conflicto de por medio. “Hora de despertar” centra su lenguaje en los medios corporales para sostener un argumento con un estructura clara, personajes verosímiles y una justa complejidad.

Cuenta cómo los sueños y fantasías de un oficinista y una mujer contrarrestan lo asfixiante de la cotidianidad, lo tedioso de la rutina y la automatización de las labores diarias. El encuentro de estos personajes detona una conexión inmediata para poner a prueba si son capaces de enfrentar sus verdaderos deseos y, sobre todo, vivir en la realidad de una forma plena.

La duración y el número de escenas son adecuados porque profundiza en los personajes y da progresión al conflicto central. Como no existe el respaldo de la palabra, todas las acciones deben ser claras ante los ojos del espectador; esta situación lo logran de forma funcional las autoras (Pérez y Cortés, las mismas actrices quienes interpretan).

La obra, al estar entonada en comedia, brinda dinamismo y agilidad a ciertos momentos complejos. El ritmo es el necesario porque llega a un poderoso clímax. La repetición de ciertos momentos corrobora la caracterización de los personajes y crea una atmósfera adecuada para hablar sobre la monotonía de lo cotidiano.

La dirección plantea una sucesión de canciones específicas para distinguir la realidad de los deseos tanto del hombre como de la mujer. La música, en este montaje, no representa un recurso expresivo más sino un personaje para potencializar el conflicto dramático.

El trabajo corporal de Alejandra Pérez y Maryanna Cortés se caracteriza por precisión y consistencia. El nivel de energía va en aumento para ser acorde al momento climático de la historia. Todos los movimientos son limpios y, en todos ellos, se presumen rasgos y gestos apropiados para representar las escenas.

Al suprimir la palabra, ciertos recursos se vuelven mucho más evidentes como el trabajo de los ojos. En las actrices se presume una enorme expresividad mediante la mirada que ayuda a mantener el interés en los personajes y su circunstancia. El montaje presenta rutinas francamente coreográficas con enorme éxito para hacer ciertos rompimientos de tono.

La escenografía está al servicio del trabajo actoral. Con recursos mínimos como dos percheros y algunos accesorios las intérpretes logran recrear espacios y atmósferas donde sus personajes viven sus conflictos. El vestuario tiene un concepto acorde al montaje: enfatiza colores y se compone de prendas convertibles para hacer una plástica funcional y atractiva.

“Hora de despertar” es una propuesta valiente dentro de la cartelera mexicana. Celebra lenguajes poco explorados y conmueve con una historia cercana a nuestra realidad. Pérez y Cortés convencen por su honestidad ante el proyecto y su enorme entrega en cada una de sus participaciones; las palabras no son necesarias cuando la acción dramática se mueve por sí sola y pone en relieve a personajes interesantes. Este trabajo es justo y sumamente emocionante.

“Hora de despertar”

De: Alejandra Pérez y Maryanna Cortés

Dirección: Maryanna Cortés

Teatro Coyoacán (Héroes del 47 No. 122, colonia San Mateo)

Miércoles 20:00 hrs.

Regalo para México y los mexicanos

Lectura: 4 minutos

A finales del año pasado hablaba de la importancia de montar obras mexicanas. No quería emprender una campaña de compasión por nuestra dramaturgia, ni mucho menos valorarla sólo por su carácter nacional, sino considerar al teatro mexicano como una fuente de identidad (y sentido) para reflexionar sobre nuestra circunstancia.

La cartelera está dominada por títulos extranjeros; la dirección, en un circuito apoyado por grandes capitales, emula a trabajos de los grandes del teatro a nivel internacional,  se somete a las reglas de lo convencional o se limita a cumplir con los estándares de una franquicia. Esta situación le otorga muy poco espacio a una expresión teatral propia de México desde nuestras referencias, idiosincrasia y forma de sentir.

Más allá del origen nacional de los textos, nos hacen falta historias capaces de hablar de nosotros, de reflejarnos. Al asistir a la semana de estreno de “Made in Mexico” en la Sala Chopin, agradecí el encontrarme con una propuesta que podía dar cabida a nuestra voz, temperamento y pensamiento.

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La emoción de estar sentado en la butaca para presenciar personajes, diálogos y escenas propios de nuestra cultura era infinita y un alivio ante la desbordada atención a obras extranjeras.

El tema de “Made in Mexico” es la pérdida de identidad en un país donde le ha bloqueado la oportunidad de crecimiento integral a las personas. México es el escenario perfecto para hablar sobre las injusticias económicas, la carencias sociales y la reducida esperanza.

El “Negro” y Yoli representan una familia mexicana con un largo historial de proyectos fallidos debido a un clima social que excluye y propicia una pobreza espiritual. Esta pareja entra en conflicto cuando Marisela, la hermana de el “Negro”, y Osvaldo, su esposo, regresan de Estados Unidos después de no haber visitado este país durante treinta años.

Marisela y Osvaldo tomaron la decisión de abandonar México para encontrar mejores oportunidades de crecimiento. Su desarraigo a este país cuestiona la forma de vida de el “Negro” y su esposa al dejarles al descubierto sus mínimas condiciones para salir de su precaria situación social, económica y política.

El punto de quiebre entre las dos parejas, sus valores tan contrastantes y sus recursos para enfrentar la vida resulta fascinante en nuestro contexto social tan convulsionado. En ningún momento la obra es maniquea; no da por sentada la bondad de la sociedad, ni hace verdugos a los poderosos; sólo entiende a la miseria (en el sentido más amplio de la palabra) de este país como resultado de nuestra incapacidad personal y colectiva.

“Made in Mexico” habla sobre cómo las grandes instituciones sociales fallan pero, sobre todo, cuando los individuos se fallan a ellos mismos con falsas esperanzas y deseos ridículos por conseguir. El arraigo del “Negro” y la Yoli a este país así como el desarraigo de Marisela y Osvaldo no son formas efectivas para solucionar nuestros problemas como sociedad. La respuesta está en el individuo y su potencial capacidad de decisión y acción.

Al investigar más sobre Nelly Fernández Tiscornia, la autora de “Made in Mexico”, me llevé una gran sorpresa: su origen argentino. Esta obra se había montado en su país con gran éxito y a partir de su buena reputación llega a nuestra cartelera. Lo más sorprendente del texto es la empatía con nuestra cultura y situación actual. Cualquiera podría decir que fue escrita por un mexicano de esta década.

Las escenas retratan la cotidianidad mexicana de una manera sorprendente. Los diálogos son líneas expresivas infinitamente sofisticadas a partir de un lenguaje sencillo y coloquial. Los personajes están dibujados al maestría al ser congruentes con su circunstancias y tener una justa progresión dramática. Lo más increíble (y escalofriante) del caso es que “Made in Mexico” recuerda a las grandes figuras de la dramaturgia mexicana como Sergio Magaña, Luisa Josefina Hernández y Emilio Carballido.

La estructura dramática es poderosa porque el conflicto evoluciona en cada momento. La cantidad de escenas es la adecuada. El ritmo es propio para las audiencias actuales; apela a la expresión teatral más depurada al privilegiar la palabra mediante diálogos sagaces e irresistibles. Los tonos de comedia son perfectos para romper con los momentos de mayor tensión dramática y así darle un respiro al público.

Doblemente sorprendido me quedé al enterarme de la nacionalidad argentina del director del montaje Manuel González Gil. Éste entiende la cultura mexicana y en la actoralidad dibuja ademanes, referencias y hasta rutinas físicas que conectan con nuestra realidad. Hace lucir a los intérpretes y propone un trazo escénico sencillo pero funcional.

La única deficiencia radica en la saturación de canciones para adornar el espectáculo; tratan de fungir como transiciones, sin embargo, restan efectividad dramática. La escenografía y la iluminación son convencionales; logran conducir la atención del público al detallado trabajo actoral.

El elenco conformado por Rafael Inclán, Socorro Bonilla, Rocío Banquells y Juan Ferrara hacen una experiencia escénica sin precedentes. Todos son titanes de la actuación y logran conseguir un ritmo y tempo funcionales. Todos hacen lucir los diálogos y le otorgan un volumen formidable a los personajes. La obra descansa sobre Rafael Inclán y Socorro Bonilla quienes hacen un trabajo magistral.

Ellos logran una actuación convincente y conmovedora al interpretar al “Negro” y Yoli. Pocos son los intérpretes que logran hacer respirar al público con su propio pulso y, en este caso, ese fenómeno ocurre. Su trabajo es sorprendente, emocionante, indestructible. Su experiencia técnica y poética son de ligas extraordinarias.

Por favor, no dejen de asistir a ver esta magnífica obra de teatro. Con su boleto recibirán a cambio una experiencia fuera de serie, impactante. En efecto, todo esto es sorprendente al tener una manufactura argentina pero qué importa cuando esta historia conecta con nuestra realidad como mexicanos. Seguiremos aplaudiendo cualquier esfuerzo en la dramaturgia mexicana así como trabajos que sean capaces de hacernos vibrar como lo hace “Made in Mexico”.

Anexo: Aprovechen que ésta es la segunda semana de la temporada para conseguir sus boletos, porque después habrá muertos y heridos para entrar a la Sala Chopin. Por favor.

“Made in Mexico”

De: Nelly Fernández Tiscornia

Dirección: Manuel González Gil

Sala Chopin (Álvaro Obregón 302, colonia Roma)

Jueves 20:30 hrs., viernes 19:15 y 21:15, sábados 18:00 y 20:30 hrs., domingos 17:00 y 19:00 hrs.

Bienvenidos al mundo de Boris Vian

Lectura: 4 minutos

Lo más emocionante que puede sucederle a alguien cuando asiste al teatro es conectarse con la historia. Llorar, reír, asustarse, compadecerse, enojarse o cualquier tipo de reacción en el espectador se necesitaría vincular con la escena. El único camino para lograr esta magia es la autenticidad.

¿Qué es algo auténtico en el teatro? Encontrar una justa medida entre el contenido y la poética, entre la interpretación de los actores y las señales del texto, entre los deseos del director y las necesidades del público. Siempre apelar al punto medio de los extremos de la cuerda.

Cuando encuentras un montaje con estas características, surge la magia en el teatro. Esta semana pude vivir esta experiencia gracias a “Los constructores de Imperios o el Schmürz” en el Teatro El Granero.  Esta historia  es auténtica y, sin duda alguna, se conecta con el público.

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El argumento es concebido por Boris Vian quien es una de las mentes más vanguardistas de la primera mitad del siglo XX; mediante diversas facetas (literario, músico, periodista, entre otras) logró experimentar con las estructuras clásicas e impregnar a sus obras un gran espíritu filosófico.

En “Los constructores de imperios o el Schmürz”, Boris Vian convierte la acción dramática en filosofía (o la filosofía en acción dramática) para entregarnos un teatro poderoso, vivo y emocionante. Su tema es la pérdida de identidad del hombre en la sociedad.

La moral, las convenciones sociales, la carrera económica y el deber ser se alimentan de la identidad para dejar al hombre sin sentido de su existencia. La vida es retratada como una constante autoimposición de estándares que asfixian, agotan.

¿Toda esta explicación filosófica se puede llevar al teatro? ¿Puede ser auténtico y emocionante? Boris Vian contesta con un sí rotundo y, para ello, usa personajes con un diseño perfecto en circunstancia y psicología: un padre, una madre, su hija y la criada se sienten amenazados ante una fuerza mágica, superior y extraña al interior de una  casa; escapan de ella al subir las escaleras y llegar, poco a poco, a los siguientes pisos; extrañamente nunca pueden descender.

En este viaje angustiante los acompaña un personaje alegórico del caos, de lo impredecible, del miedo: el Schmürz. Pareciera ser invisible ante ellos pero, poco a poco, la familia descubre su presencia y se cuestiona si esa fuerza amenazante proviene de él, si escapan de algo de lo que nunca podrán escapar.

La representación simbólica es fantástica. La casa donde vive esta familia simula una sociedad llena de presiones, reglas y códigos que enajenan a las personas. Esa fuerza extraña los persigue para confrontarlos ante sus verdaderos deseos. Lo más aterrador de la historia es cómo todos los personajes escapan de ellos mismos.

El autor impregna un tono de comedia aguda y sagaz. La estructura es dinámica, el tiempo de las escenas adecuado y los diálogos de una sutileza extrema. El golpe filosófico llega hasta el final de la obra y, es ahí, donde las risas que se escucharon durante la hora previa saben amargas y se produce la crítica social. En ningún momento la historia es aburrida.

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Tiene ciertos rompimientos donde los actores salen de la ficción y dialogan con el público sobre la obra de teatro. Usar este recurso tiene sentido porque celebra el espíritu vanguardista del autor y hace crecer el interés sobre los personajes y lo que está sucediendo en escena. Había visto otros espectáculos con estos rompimientos pero nunca me había topado con uno donde se lograra efectividad dramática al usarlos.

La dirección de Mario Espinosa desnuda el trabajo actoral. Le quita cualquier tipo de amaneramiento a la interpretación para ser claros en la historia y los diálogos. Un director con una poca capacidad de análisis de la historia puede convertir a “Los constructores de imperios o el Schmürz” en un montaje barroco, inentendible, difícil.

Espinosa quiere atraer la atención del público con complicadas rutinas físicas. La presencia de una escalera en forma de un sube y baja pone en peligro el trazo de los actores; gracias a esto, los intérpretes están concentrados en contar una historia con limpieza y efectividad que con una inútil emotividad.

Toda la compañía tiene la fuerza y energía necesarias para el montaje. En ningún momento se sienten irregularidades en su trabajo corporal y vocal. Imprimen en cada escena un ritmo vertiginoso para no quedar empantanados en la complejidad del argumento.

La escenografía y la iluminación es congruente con toda la propuesta vanguardista de Boris Vian. Apela a formas poco convencionales de estilo; la utilería está cuidada al extremo y, con ésta, se inician dinámicas lúdicas para el público. Toda la experiencia escénica es sólida en forma y fondo.

Es cierto, “Los constructores de imperios o el Schmürz” es una obra con un alto tratamiento experimental, sin embargo, no dejen de pasar la oportunidad de conocer el trabajo de este maravilloso y valiente equipo actoral para representar una obra cargada humor, ironía y reflexión.

“Los constructores de imperios o el Schmürz”

De: Boris Vian

Director: Mario Espinosa

Teatro El Granero (Centro Cultural del Bosque. Reforma y Campo Marte s/n)

Jueves y viernes 20:00 hrs., sábados 19:00 hrs., domingos 18:00 hrs.

 

A medio cocer

Lectura: 4 minutos

Existen múltiples trucos para simular una historia interesante. Con una buena dosis de suspenso en las escenas, con parlamentos bien elaborados o personajes extraordinarios en su psicología y circunstancia, se pueden cubrir deficiencias en el argumento y lograr una ligera sensación de progresión dramática.

Sin embargo, cuando la estructura no está bien armada, tarde o temprano, la obra se vuelve débil ante los ojos del espectador. Es cierto, los diálogos y los personajes son factores esenciales para darle brillo a una obra pero sin una buena maqueta que los sostenga todo se convierte en un platillo a medio cocer. El reto para cualquier escritor consiste en estructurar un armado dinámico e interesante, apegarse a la verosimilitud y encontrar cierta poética.

Alcanzar esta meta no es tarea fácil. Alguna vez escuché a un profesor de dramaturgia decir que el nombre de los escritores deben tener el crédito más importante en un programa de mano y, en cierta manera, tiene razón. Todas las tareas de una compañía van a estar regidas por las necesidades del argumento; cualquier deseo fuera de estos límites es innecesario, torpe.

Esta semana asistí a ver “Sumergibles” que se presenta en el Foro La Gruta dentro del Centro Cultural Helénico. Salí muy complacido a nivel emotivo. Los actores, la escenografía y la iluminación producen una atmósfera delicada, sutil y hermosa para contar una historia de desamor. Esta oposición, entre la plástica extremadamente cuidada y el tema  extremadamente doloroso, satisface a los ojos y oídos del espectador.

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Pero al repensar la obra, ir al fondo de la relación de los personajes, descubrí inconsistencias a nivel de estructura. “Sumergibles” se centra en el principio y final del noviazgo de un hombre y una mujer. Todo este trayecto refleja los juegos de poder que podrían suceder al interior de cualquier pareja; las culpas, los miedos y los secretos son los daños colaterales en esta batalla inconsciente por dominar al otro y dejarse dominar.

El gran problema de esta historia está en que me faltan escenas para empatizar con los personajes y ver con claridad al desamor como el final irremediable de una lucha de poder. “Sumergibles” tiene todos los elementos necesarios para convertirse en una historia fuera de serie pero su estructura débil la hace una experiencia incompleta, una realidad poco verosímil.

Tiene grandes aciertos como la dialogación; el sentido de la cotidianidad y las sutilezas en el lenguaje producen una poética adecuada para el tema que se quiere revisar. El desarrollo de las escenas por separado brinda dinamismo e interés. Los personajes tienen, en una forma potencial, todos los elementos psicológicos y circunstanciales para detonar el conflicto.

Pero todo esto no crece porque la estructura está incompleta. Esta falla se vuelve más evidente cuando existen alteraciones temporales que no ayudan a construir un armado consistente; ir a escenas del pasado se convierte en un recurso poco adecuado y extrañamente intermitente en el argumento.

 La falta de elementos dramáticos se hace más grande en el episodio final de la historia. Cuando la pareja entra en la última fase de su relación, sus peleas no tienen una razón de peso que haya quedado clara en las escenas anteriores. Todos los motivos que en la historia se retratan son poco poderosos para conectarme con la lucha de poder, el desamor y la destrucción. Sin estos detalles, las discusiones del hombre y la mujer resultan un poco psicóticas y su separación inexplicable.

Por el contrario, el montaje es sólido en sus formas y estilo. La dirección de José Alberto Gallardo se enfoca a un cuidadoso trabajo actoral; privilegia el uso de recursos lúdicos y dibuja trazos escénicos interesantes para la vista. Gallardo es muy efectivo para aprovechar todo el espacio de La Gruta con la cantidad mínima de elementos (una maleta, dos actores y el vestuario) e invitar al espectador a un permanente ejercicio de imaginación.

La participación de Daniela Zavala y Francisco Rubio como la pareja es convincente. Tienen el ritmo y tono necesarios para crear una atmósfera ligera y enigmática; a pesar de estar en un espacio donde el público está cerca de ellos no descuidan su fraseo y dicción; este punto es importante señalarlo porque en las obras de corte realista, como “Sumergibles”, a veces se pierde en la técnica vocal con el supuesto propósito de imprimirle más verosimilitud.

El desempeño corporal es preciso. Todo el tiempo llevan la energía hacia arriba para acabar en un clímax actoral adecuado. La interpretación de Zavala y Rubio le imprime más volumen a varias escenas. Su peso escénico le brinda al espectáculo cierta empatía.

La intervención de un músico en escena contribuye al ambiente y le ayuda a los actores a encontrar el tono. El único elemento a nivel de dirección que no funciona son demasiadas pausas entre escena y escena; éstas se tratan de justificar con movimientos estéticos de los actores pero, en un balance final, sólo enloda la incipiente acción dramática.

“Sumergibles” es un espectáculo digno. Cumple con la promesa de divertir al público pero nace una sensación de querer más para conectarse por completo con la historia. Si existiera una profundización en la estructura y menos adornos de montaje, se lograría una historia más impactante en forma y fondo.

“Sumergibles”

De: Daniela Zavala

Dirección: Jorge Alberto Gallardo

Foro La Gruta (Avenida Revolución 1500. Colonia Guadalupe Inn)

Domingos 18:00 hrs.

¡Viva Boris Schoemann!

Lectura: 3 minutos

Pocas historias pueden modificar la forma de vivir y hacer teatro. Una de ellas lleva el nombre de Boris Schoemann; este director, actor y sobre todo maestro no sólo destaca por su agudeza y genialidad para desestabilizar las fórmulas ya probadas, sino por una enorme entereza para continuar con un proyecto que lleva tatuada su visión del mundo.

Este año Schoemann regresa a los escenarios mexicanos con la reposición de “Tom en la granja”. El teatro Santa Catarina le abre las puertas a una historia que es el punto más alto de la carrera de esta importantísima figura, porque exalta todos los valores de su estilo, de sus obsesiones y de su maestría al momento de dirigir.

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“Tom en la granja” habla sobre el duelo, la pérdida física; de cómo la verdadera desgracia al perder a un ser querido es recordarlo en momentos felices cuando los que le sobreviven se hunden en la infelicidad. Cuando Tom se enfrenta a la muerte de su amante decide ir al entierro; él conoce por primera vez a su familia política y ésta lo trata como un amigo más del difunto.

Tom se enfrenta a una serie de mentiras familiares para ocultar la homosexualidad de su amado. La madre y el hermano están alejados de la verdad y se convencen de una personalidad poco real del fallecido. Aman la idea, la noción, el recuerdo; desconocen por completo al sujeto complejo, real, poco apropiado para su marco moral.

Este simulacro de amor se deshace ante la pérdida. Las mentiras hechas verdades se convierten en ese bálsamo para resistir, para sobrellevar la asfixiante cotidianidad. Tom y su cuñado, Francis, conocen la verdad y, cuando deciden nunca revelarla, inician una relación para sanar sus heridas y olvidar a sus muertos: al amante y al hermano.

El autor Michel Marc Bouchard plantea una estructura dinámica e interesante en todo momento. La madre, el hermano, el amante y una mujer que simula una relación con el fallecido son personajes tridimensionales y con una clara progresión dramática. No existen puertas falsas ni mucho menos momentos desperdiciados.

El único aspecto a nivel de dramaturgia que funciona a medias y por momentos obstaculiza la acción es cómo Tom, el protagonista, dialoga con los demás personajes; hace referencias a un monólogo interior, explicativo, sin ningún impacto en las escenas. Narra situaciones mejor asimiladas en la acción.

La dirección de Boris Schoemann es soberbia. El espacio invita al espectador continuamente a usar la imaginación; los elementos lúdicos facilitan las transiciones entre las escenas y la cercanía del escenario con el público convierte a los trazos escénicos en movimientos dinámicos y con una exquisita violencia.

La escenografía de Jorge Ballina en 45 grados le otorga volumen a un espacio repleto de puertas y pisos replegables que se convierten en los lugares del argumento. El verdadero triunfo de Schoemann es compaginar las necesidades del  montaje y sus obsesiones como director.

En cada función, el director se deleita en mezclar los principios en los cuales se rige su forma de hacer teatro. El dinamismo y el interés crecen minuto a minuto para conformar un espectáculo vivo; la visión de Schoemann de la historia se agradece porque deja a un lado los panfletos y maniqueísmos para privilegiar la anécdota, los personajes y la acción mediante el trabajo actoral.

Todos los actores involucrados en el proyecto tienen un gran sentido del ritmo; la interpretación de cada uno de ellos consigue un tono adecuado. Es necesario aplaudir su gran trabajo de contención, en cuanto a una energía externa e interna, para conseguir personajes verosímiles y alejados de lugares comunes. Una mención especial para Leonardo Ortizgris, quien interpreta al hermano del fallecido, por hacer gala de un trabajo de cuerpo y voz detallado.

Con “Tom en la granja”, Schoemann celebra su vida y amor en el teatro; se pone la difícil tarea de reinventarse que la logra con creces. De nuevo nos sorprende por sus formas tan profundas y complejas de vivir la experiencia escénica, la experiencia en vivo. Su colmillo hace un espectáculo sin precedentes capaz de competir con cualquier otro medio del 2013.

Esta obra de teatro vale la pena no sólo por la historia que cuenta, sino por su interpretación en el montaje, con cada uno de los actores y los recursos escénicos. El público no sale defraudado porque empatiza con los personajes, se conmueve con ellos. A “Tom en la granja” le quedan pocas funciones; no se pierdan la oportunidad de vivir este gran espectáculo con el sello inconfundible de Schoemann: el director, el actor y, sobre todo, el maestro.

 

“Tom en la granja”

De: Michel Marc Bouchard

Dirección: Boris Schoemann

Teatro Santa Catarina (Jardín Santa Catarina 10)

Jueves 19:30 hrs., viernes 19:30 hrs., sábados 19:00 hrs., domingos 18:00 hrs.

Irresistible paisaje

Lectura: 4 minutos

No me cansaré de repetirlo y repetirlo: una historia lo es todo. Para conmover al público, para emocionarlo, para hacerlo empatizar con la circunstancia de los personajes se necesita de una sólida estructura dramática que haga del conflicto una bomba de tiempo. El teatro no diserta, mucho menos teoriza sobre algún tema, al contrario, lo vuelve acción.

Y es en este punto, el de accionar, donde la segunda característica más importante de una obra surge: su relación con el público. Ningún texto dramático se hace sólo para leerse desde la comodidad de la casa; se escribe para que alguien lo interprete y ese alguien sea visto. La interacción entre el público y el espectáculo permite descubrir si a la historia se le hace justicia, si se logra complejizar o existen pérdidas de contenido.

Los actores, directores, escenógrafos, iluminadores, vestuaristas, en fin, la gente de teatro trabaja para que en una hora y media o dos horas de función el público se logre con-mover. Todos los esfuerzos se dirigen al público para conectarlo con una experiencia. Existe un profundo vínculo entre el texto dramático y se quehacer en vivo.

Esto me lleva a reseñar “Paisaje marino con tiburones y bailarina” dirigida por Bruno Bichir en el Foro Shakespeare. Todo mundo comenta el espectáculo por el regreso a la dirección y actuación del hermano menor de los Bichir. Sin duda, él es un intérprete comprometido con su trabajo; tiene un amplio rango actoral y ha destacado por guiar trabajos poco convencionales contra las expectativas del medio.

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Salí maravillado de la sala porque la obra es un ejemplo de una intervención profunda y compleja de un director para hacer brillar un texto. Bichir no sólo cumple con contar una historia de forma organizada y con los elementos adecuados, sino brinda un concepto integral donde todo lo que se ve y escucha está revestido de una hermosa poética.

Cuando se da la tercera llamada, el Foro Shakespeare se pone a disposición de un viaje a una realidad con reglas específicas y circunstancias extraordinarias. Es fascinante estar ahí; alucinante. Sin embargo, después de haber digerido tanta emoción, de celebrar una experiencia en vivo sin precedentes, descubrí cómo la historia tiene serias fallas y deficiencias.

“Paisaje marino con tiburones y bailarina” cuenta el ciclo vital de una pareja.  Cuando Ben rescata a Tracy de ahogarse en el mar, inician una relación amorosa que retrata cuál es nuestra finalidad al enamorarnos. El argumento es contundente: buscamos el amor para satisfacer nuestras necesidades y nunca las del otro. Desde el principio hasta el fin de su relación, Ben y Tracy se cuentan verdades a medias para satisfacer sus deseos con serios daños colaterales en su interacción.

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En términos dramáticos, no existe una progresión contundente de los personajes. Por momentos, las escenas son redundantes y no accionan el conflicto. Los diálogos son interesantes para el espectador y la construcción de personajes es soberbia pero ninguno de estos factores es compatible con la débil estructura que sostiene a la obra. El final no hace moverse demasiado a los personajes de su circunstancia inicial.

Por el contrario, la dirección de Bichir es exquisita y emocionante en cada momento. Todo el escenario tiene un suelo de arena para simular la playa donde se conocen Ben y Tracy, sin embargo, el espacio en realidad representa la casa de Ben. La constante yuxtaposición de realidades, el ambiente marino y hogareño, hace una composición visual sin precedentes.

Muchos libros, un refrigerador, comida son algunos accesorios donde los actores pueden jugar y seguir con la metáfora que hace de la vida en pareja un mar: incierto, impredecible, peligroso. Los elementos lúdicos se hacen presentes en cada momento.

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 El trazo escénico es abstracto pero cargado de un significado claro y profundo. Bichir es osado en exponer el trabajo actoral a una serie de rutinas físicas demandantes para enfatizar el conflicto; en todas las decisiones que toma es exitoso para darle la vida al espectáculo. La participación del mismo Bruno Bichir como Ben y Tato Alexander como Tracy requiere de una enorme energía pero, sobre todo, de una justa dosificación de la misma.

El desempeño corporal y vocal de Bichir es impecable; sus matices y manejo del ritmo le imprimen solidez a, sin temor equivocarme, la mejor interpretación de su carrera. Tato Alexander tiene el mismo rigor corporal de su compañero pero en ciertos episodios su voz se apaga y es imposible seguirla. Esta pequeña irregularidad tampoco es grave porque Bichir siempre logra sacarla adelante.

Después de haber vivido la cruda de emoción que me provocó el montaje, de darme cuenta de la deficiencia del texto, mi conclusión apunta a aplaudir de pie el trabajo de Bruno Bichir. Sí, la obra tiene inconsistencias; su historia no es lo suficientemente fuerte para brindar magnificencia, sin embargo, vale la pena ver “Paisaje marino con tiburones y bailarina”, por vivir ese viaje y descifrar al teatro desde la irresistible y seductora experiencia en vivo que hace mucho no veía en los escenarios mexicanos.

“Paisaje marino con tiburones y bailarina”

De: Don Nigro

Dirección: Bruno Bichir

Foro Shakespeare (Zamora 7, colonia Condesa)

Viernes 20:30 hrs., sábados 19:00 y 21:00 hrs., domingos 18:00 hrs. 

La reinvención de la muerte

Lectura: 3 minutos

Enrique Singer presenta “Réquiem”, una obra de Hanoch Levin, en el Teatro Julio Castillo. Este trabajo es un mural de los personajes más recurrentes en la producción narrativa de Antón Chéjov, para contar una historia donde se plantean las principales obsesiones del escritor ruso: la muerte y la angustia existencial. Con esta producción se continúa con la corriente de puestas mexicanas para celebrar a este hito de la literatura de occidente.

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La mirada de Levin al universo chejoviano va directo a sus entrañas. Retrata escenarios bucólicos y abandonados por la modernidad; presenta las contradicciones cuando alguien desea una mejor vida y, al mismo tiempo, se abandona en la propia miseria. Dibuja la cotidianidad como una eterna condena al desear lo que nunca se podrá obtener.

El eje temático se apoya en tres anécdotas: un anciano al enfrentar la muerte de su esposa se lamenta por no haberle expresado su amor en vida; por otro lado, una mujer se hunde en la desolación ante la pérdida de su hijo recién nacido; y, por último, el mismo anciano se despide de este mundo terrenal con serias dudas sobre si las decisiones que tomó en la vida fueron las correctas para encontrar el amor y la felicidad.

La propuesta de Singer del trabajo de Levin retoma las pautas abstractas en un sentido plástico. La escenografía sugiere un pueblo atrapado en su pasado; sobresalen árboles viejos con sus enormes raíces para simbolizar al hombre anclado a sus deseos fallidos.

 Un pasillo iluminado magistralmente por Patricia Gutiérrez Arriaga, Atenea Chávez y Auda Caraza se convierte en la habitación de los ancianos, el camino recorrido por la mujer para salvar la vida de su hijo o la casa del médico de la región. Las atmósferas recreadas en cada escena son las adecuadas para presumir melancolía y abandono.

 El diseño de vestuario de Mario Marín del Río propone trajes viejos y sucios. Su justa combinación entre elementos de la Rusia del siglo XIX y accesorios contemporáneos brindan cercanía a la circunstancia de los personajes. Existen pequeños guiños del contacto de la cultura rusa con la tradición oriental que complacen a los expertos de la literatura chejoviana.

Miguel Flores, quien interpreta al anciano, muestra una adecuada dosificación de energía para hacer interesante un personaje abatido y desesperanzado. Emoé de la Parra, su esposa que muere, hace un ejercicio escénico magnífico para brindarle dinamismo a textos plagados de juegos retóricos.

 Una mención especial se merecen Alejandra Maldonado, Américo del Río y Carlos Orozco porque en ellos recaen los rompimientos para entrar a los tonos más cómicos de la historia; su interpretación maneja una detallada expresión oral y corporal. La participación de Harif Ovalle como el carretero, un personaje secundario que lleva consigo los textos más filosóficos, despliega su destreza técnica para mantener una precisión y exactitud en cada una de sus intervenciones.

La dirección de Enrique Singer contrarresta toda la abstracción de Levin con un fuerte trabajo corporal de sus actores. El movimiento, por momentos coreográficos, llena todo el espacio del Julio Castillo para privilegiar la retórica visual y elementos lúdicos de la escenografía.

La presencia de dos violinistas en el escenario propicia el ritmo de las escenas y marca un  mesurado trabajo musical, sin llegar a redundar, en situaciones que por sí solas tienen la suficiente fuerza dramática. Singer, con su increíble experiencia y habilidad, propone constantes rompimientos para entregarle al público un espectáculo vivo.

México empatiza con la mente de Chéjov y no es gratuita la recurrencia de sus obras en nuestra cartelera en este preciso momento social. El público se puede sentir reflejado en sus personajes y circunstancias para encontrar, al final del día, un profundo canto a la vida en sus obras.

Este montaje es un gran triunfo para la escena mexicana por reavivar el espíritu de los grandes autores que definieron a la dramaturgia occidental  y, en otro orden, por mostrar la evolución del lenguaje teatral de este país cuando se pone al servicio de uno de los textos más difíciles en un sentido poético.

“Réquiem”

De: Hanoch Levin

Dirección: Enrique Singer

Teatro Julio Castillo (Centro Cultural del Bosque, Reforma y Campo Marte s/n Metro Auditorio)

Del 17 de enero al 24 de febrero

Jueves y viernes 20:00 hrs., sábados 19:00 hrs. y domingos 18:00 hrs.

Los grandes misterios de “El chofer y la señora Daisy”

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Una de las cosas más difíciles de hacer dentro de la dramaturgia es la adaptación de un texto extranjero. Las referencias culturales, el manejo del lenguaje y el contexto cotidiano del lugar donde se produjo la obra se pueden sustituir por elementos propios del país donde se va a presentar,  explicarlos de manera detallada para acercar al público a la situación o, en el último de los casos, eliminarlos de la nueva versión.

Existe una tradición enfermiza donde el texto debe respetarse a cabalidad; no pueden existir alteraciones a las líneas y a las situaciones porque la esencia del trabajo del autor se perdería. Sólo se traducen los diálogos. Sin embargo, esta manera de entender la adaptación provoca grandes pérdidas escénicas y, sobre todo, fallas en la relación del espectáculo con el público.

Adaptar una obra no es tarea fácil, de hecho, implica el mismo esfuerzo técnico y poético que necesitó el autor original. Todo depende de la historia y si el argumento está plagado de circunstancias alejadas del público, éste se va a alejar, encontrará misterios sin resolver o saldrá de la sala con una sensación incompleta del contenido expresivo.

Esta semana hablaré de “El chofer y la señora Daisy” donde se pone de manifiesto cómo la adaptación de una obra determina las condiciones de la experiencia escénica. Ésta es una historia de 1989 del estadounidense Alfredo Uhry que cuenta la amistad entre Daisy Brooks, una judía dominante y caprichosa de la  tercera edad, y Jack, un hombre negro apacible con una edad semejante a la de su jefa.

Esta obra de teatro, que también tiene una versión cinematográfica donde actúan Jessica Tandy y Morgan Freeman, retrata la relación entre sus protagonistas por un poco más veinte años. Empieza a principios de la década de los cincuenta para finalizar en los setenta; el corazón de la historia es la empatía, el descubrir al otro con una infinidad de semejanzas a pesar de ser tan distintos en la superficie.

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La primera característica compartida entre Daisy y Jack es la edad, la segregación de la sociedad a los adultos mayores; sin embargo, la lista aumenta para descubrir más puntos de contacto como el amor, el racismo, la soledad, la solidaridad, entre otros.

Si comparamos el texto que se presenta en México con la obra de teatro original y la película, descubrimos una insuficiencia para caracterizar la amistad entre los protagonistas. Si analizamos el argumento por sí solo, sin ninguna referencia a trabajos previos, hallamos una estructura dramática incompleta, precipitada, débil.

La adaptación no pudo hacer personajes con volumen; la versión mexicana resalta la empatía sólo por la edad y cuando trata de abordar diferentes temas queda sin sustento dramático. No hay un tratamiento para las audiencias mexicanas para abordar el amor, el racismo, la soledad porque se manifiestan las referencias estadounidenses. Y en estos temas todo se vuelve un misterio. Es una historia muy estadounidense que necesita de más cercanía con el público.

En México existe el racismo pero no se da en las mismas circunstancias que como se presenta en Estados Unidos. La obra habla de la discriminación pero en este país se vive con características muy peculiares. En fin, hace falta profundizar en los personajes y las acciones enfocadas a nuestro contexto. No obstante, el argumento tiene momentos sumamente conmovedores (y poderosos) que parecen borrar estas deficiencias.

La dirección se enfocó a trabajar con actores. Se nota un trabajo meticuloso de María Rojo (Daisy Brooks) para caracterizar  su cuerpo y dosificar la energía para presentar el incremento de edad. Ari Telch quien es el hijo de Daisy, un personaje sólo para detonar ciertas acciones dramáticas, tiene el cuerpo y la voz necesarios para orquestar los momentos entonados en comedia.

Un reconocimiento especial para Salvador Sánchez quien interpreta a Jack porque da muestra de sus años de experiencia en teatro y su enorme colmillo técnico para manejar la voz. Todas sus acciones son interesantes para el espectador y logra una progresión energética poco vista en los actores. Sánchez es uno de los mejores intérpretes de este país y, en este montaje, se vuelve el personaje más entrañable.

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El trazo escénico es confuso y complicado; las entradas y salidas de actores de escena restan efectividad a la escena. El coche donde conviven Daisy y Jack la mayor parte del tiempo se resuelve de una manera muy teatral, con sillas y un volante improvisado, no obstante, las convenciones de movimiento no tienen una exactitud para ubicar al público de una manera organizada.

El vestuario de Daisy y Jack es adecuado para la época, sin embargo, el del hijo de la señora está descuidado y desentona con el tiempo que trata de plantear el montaje. La escenografía y la iluminación son sencillas y funcionales para la escena.

Los espectadores se conmueven; en un balance general hace falta apretar las tuercas en la dramaturgia para profundizar en los personajes con referencias para nuestro contexto. La obra, al final del día, funciona con el público por ciertos momentos conmovedores y la adecuada interpretación de María Rojo pero, sobre todo, por la enorme generosidad y destreza técnica de Salvador Sánchez para estimular y contagiar a sus compañeros con las mejores posibilidades poéticas.

“El chofer y la señora Daisy”

De: Alfred Uhry

Dirección: Diego del Río

Teatro Rafael Solana (Miguel Ángel de Quevedo 687 colonia Coyoacán)

Viernes 20:30 hrs., sábados 18:00 y 20:30 hrs. y domingos 18:00 hrs.