Dentro de pocos días se llevarán a cabo las elecciones presidenciales en nuestro país, y el resultado de las mismas es de pronóstico reservado. El candidato que resultará ganador, cómo se conformará el nuevo gabinete y qué tipo de modelo económico seguirá en los próximos años, son factores de incertidumbre que causarán volatilidad en los mercados financieros.
Los mercados, y quienes nos dedicamos al análisis económico y al manejo de inversiones, estamos preocupados por la forma en la que se generará un mayor dinamismo de la economía, ya que éste es el único camino para crear más empleos y mejor remunerados.
Existen varios temas de política económica que en el pasado han demostrado no sólo ser un lastre para la economía, sino también un verdadero caldo de cultivo para el estallamiento de crisis. Algunas de estas medidas de política económica fallidas fueron el establecimiento de precios de garantía y las políticas de sustitución de importaciones con el objetivo, equivocado, de producir todo internamente.
En la medida en que no existe la posibilidad de competir con productos provenientes del exterior, los productores no encuentran incentivos para ser más productivos y abatir costos, por lo que los consumidores son los que pagan las consecuencias de este tipo de políticas al enfrentar una menor disponibilidad de productos y servicios, baja calidad y a mayores precios.
Este escenario ya lo vivió el país en los años 70, cuando en el entorno de una economía cerrada, la escasez de mercancías fue notable, desatándose un fenómeno de crecimiento en los precios que amenazó en convertirse en una hiperinflación.
Adam Smith, considerado como el padre de la economía moderna, describió en La Riqueza de las Naciones ‒su obra maestra publicada en 1773‒, varios aspectos que le dieron rigor científico al estudio de la economía, como es el concepto de demanda agregada, la especialización del trabajo, el precio de los bienes, la renta de la tierra y el concepto de la “mano invisible”, que hace referencia al equilibrio que logra una economía cuando cada individuo busca mejorar sus condiciones de vida en un marco en el que los gobiernos no intervienen con medidas proteccionistas, como pudieran ser los subsidios.
La noción de especialización del trabajo tiene que ver, a nivel de naciones, con que cada país produzca aquellos bienes para los que tiene condiciones favorables y que, por lo tanto, los hacen más competitivos a través de una mayor calidad y menores precios. Si un gobierno decidiera producir alguna mercancía en condiciones menos favorables de las prevalecientes en otro país, se obligaría a los consumidores locales a comprar dichos bienes con una calidad inferior y a un costo excesivamente alto.
El caso de la producción de alimentos en Estados Unidos y México es sobresaliente para visualizar este razonamiento. Estados Unidos tiene geográficamente condiciones propicias para ser el granero del mundo. Cuenta con amplias planicies y nevadas que abarcan gran parte del territorio y que, al llegar la época de deshielo, proveen de un riego natural y profundo a la tierra, lo que hace que Estados Unidos sea el principal exportador de alimentos del mundo, destacando productos como el maíz, la soya y el trigo.
México, por su parte, tiene un suelo extremadamente accidentado caracterizado por un gran número de sierras, montañas, colinas, cordilleras, que hacen materialmente imposible el cultivo de algunos productos. Pretender producir internamente todo lo que se consume en el país representaría, en el caso de algunos productos agrícolas, desabasto y altos precios que tendrían que pagar los consumidores mexicanos. No obstante, el tipo de ecosistemas locales, el clima y el tipo de suelo que pueden encontrarse en el país, nos otorgan ventajas para la producción y exportación de productos en condiciones privilegiadas como el aguacate, el chile verde y la caña de azúcar.
Lo que debe privilegiarse es el bienestar de los mexicanos a través del apoyo a sectores prioritarios en los que somos competitivos y complementar la oferta de mercancías, aprovechando los acuerdos comerciales que se tienen con el resto del mundo y que garantizan calidad y bajos precios gracias a los convenios arancelarios.
Pero hay otros temas que preocupan desde el punto de vista económico. La injerencia del Estado en la actividad económica ha demostrado ser terrible para el país, y es que el gobierno es un mal administrador. La idea de las expropiaciones es, sin lugar a dudas, un atentado al estado de derecho, pero también un sinsentido desde el punto de vista económico, como señala Adam Smith, que termina por destruir empleos y aumentar la carga fiscal del gobierno.
Una de las expropiaciones más dañinas en México fue la de los bancos privados el 1 de septiembre de 1982 y que causó el atraso tecnológico del sector, ineficiencias y desintermediación en perjuicio de la inversión, el crecimiento y la generación de empleos, razones por la que se tuvo que revertir diez años después, aunque el impacto fue devastador.
En México, la historia de un gobierno paternalista e injerencista tuvo consecuencias altamente nocivas para la economía bajo el argumento de que el Estado debía no sólo regir sino también participar directamente en la actividad productiva. En 1982, el Estado era propietario de 1,155 empresas, la mayoría, por supuesto, no eran rentables y necesitaban de amplios recursos públicos para medianamente funcionar. Dentro de las empresas estatales de aquella época se podían encontrar cines, cafeterías y boliches, que al no ser administrados de manera eficiente requerían de la continua inyección de recursos fiscales.
Esta miopía en cuanto al verdadero papel del Estado en la economía tuvo consecuencias atroces para el país. Fue una estrategia que distrajo recursos de actividades y sectores prioritarios como obra pública, salud, educación, comunicaciones, etcétera, para tirarse a la basura, en un espejismo de respaldo económico que resultó todo lo contrario, además de que contribuyó a mermar las finanzas públicas.
No hay que olvidar que lo política de subsidios y de participación excesiva del Estado fueron elementos que contribuyeron a ampliar de manera desmedida el déficit fiscal del gobierno y que fue, junto con el crecimiento de la deuda externa y el déficit comercial, origen de las múltiples crisis económicas que el país enfrentó en la década de los setentas y ochentas.
Efectivamente, la expansión del gasto público junto con la caída de los ingresos, provocaron un aumento galopante en el déficit público que aumentaba año con año. Así, por ejemplo, en 1981 el déficit financiero del sector público se incrementó 137% en términos reales respecto a 1980, y se ubicó en 11.2% como proporción del PIB, y en 1982 esta relación aumentó aún más a 13.2%.
Los desequilibrios macroeconómicos que se presentaron en el pasado ocasionaron un aumento en la inflación y en las tasas de interés, una contracción del PIB y un aumento en la tasa de desempleo. De manera tal que la incertidumbre respecto al modelo económico que seguirá el país en los próximos años, causará nubarrones y turbulencia, por lo que hay que abrocharse el cinturón de seguridad.
Me parece pertinente y oportuno éste artículo para recordar las fallidas políticas públicas que México ya intentó hace cuatro décadas y que no debe caer en la tentación de repetir. Abramos bien los ojos para votar con la cabeza y no con el hígado.