Es recurrente que escuchemos que la constitución que ahora nos rige ha sido parchada durante todos estos años, ya que poco se parece a la original de 1917. En este año nuestra Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos cumplirá un centenario desde su entrada en vigor un 5 de febrero de hace cien años. Con seguridad se hará un recuento disparatado por parte de la prensa amarillista (y la rosa también), que tanto auge han tenido en estos últimos años; pero además escucharemos propuestas refritas y complicados análisis que surgirán de las voces apoltronadas de los sabios de siempre, muchos de ellos a sueldo de influyentes grupos de interés.
Quizá se acuñen monedas conmemorativas que nadie comprará, pero que obsequiarán a unos cuantos suertudos de los amigotes, que no tienen ni la más remota idea de lo que una constitución significa, pero que seguramente atesorarán como pago de sus tantas y maravillosas loas y piropos cortesanos; también se celebrarán homenajes con discursos de corte decimonónico, que sin duda serán piezas literarias extraordinarias, de las que se aprenden datos valiosísimos, pronunciados con la mejor intención por gente destacada de la academia.
En fin, tendremos tema para desglosar la triste historia de un libro en cuyos conceptos se pretende establecer la idea de un México en el que queremos convertirnos, pero que no llegamos a alcanzar a plenitud porque una gran mayoría, quizá, aportamos un poco de pesimismo y mala vibra. Un gran número de nosotros, desde el más humilde hasta el más encumbrado, se enfunda en su papel de acusador implacable y arremete duras críticas contra su propio país, porque hemos desarrollado la pésima costumbre de la autoflagelación y la autolapidación, que lejos de contribuir a enderezar el camino, lo hace más sinuoso, complicado y áspero.
Quien se precie de ser un crítico propositivo y un analista fundado en realidades tangibles y documentadas, y no un “criticón” basado en ocurrencias locuaces, corazonadas y sospechas, debe renunciar al argumento de “la constitución remendada”. La Carta Magna, como también se le conoce, no es ni ha pretendido nunca ser un libro sacro, sino que es un importante documento que recoge lineamientos fundacionales pero también de prospectiva, de aspiraciones, de proyecto de nación, y es por eso que surgen propuestas para afinar esas visiones en tanto cambia nuestra sociedad y las circunstancias políticas nacionales e internacionales.
En ocasiones, las relaciones o alianzas que surgen entre partidos políticos para hacer trascender sus respectivas agendas legislativas, han nublado el escenario y los resultados; sin embargo, también emergen del diálogo político verdaderos y positivos acuerdos que habrá que continuar enriqueciendo para edificar y fortalecer instituciones, así como consolidar fórmulas de desarrollo más confiables.
De entrada sabemos que la dinámica del poder legislativo ha adquirido tal complejidad, que en el “toma y daca” de las negociaciones parlamentarias, se provocan tropezones irreversibles, y ello no es otra cosa que el reflejo de una representación lejana de los fundamentos populares, que hierra al traducir el reclamo popular en conceptos jurídicos.
El resultado que vemos plasmado en la constitución, y en un sinnúmero de leyes secundarias, es el saldo de negociaciones de las fracciones parlamentarias, pero no significa que hayan abordado a plenitud el mandato ciudadano. Esto pudiera semejarse a una barra de hierro que se pretende curvar con ambas manos para formar una circunferencia; habrá un momento en que las fuerzas flaqueen a tal grado, que el círculo sea imposible de completar; es decir, que se obtiene lo que se puede y quizá no lo que originalmente se pretendía; así son las negociaciones internas en el haber parlamentario mexicano, y seguramente en el resto de los parlamentos y congresos del mundo.
Por eso, el argumento de una “Constitución parchada”, violada o mancillada, parece disco rayado (de los antiguos), creo que es pertinente analizar que lo que hoy pobremente nos queda es una “Constitución descoordinada” con la realidad y con las aspiraciones de la gran mayoría de los mexicanos.
Requerimos de nuevas fórmulas que puedan hacer más diáfana la relación entre el pueblo y sus representantes; garantizar que, cada vez más, las curules estén respaldadas por votos efectivos para que el congreso adquiera mayor peso popular, y por ende, un compromiso más claro; requerimos nuevas reglas del juego parlamentario para poder conciliar las agendas de los grupos con las realidades nacionales y asegurarse de que la participación ciudadana sea una divisa en estos procesos. En fin, no debemos continuar legislando para el futuro con fórmulas del pasado.
Debemos recuperar al Congreso de la Unión como una auténtica caja de resonancia de los temas nacionales, como una verdadera válvula que despresurice la política nacional y lo convierta en diálogo efectivo y productivo, para evitar que sea la calle el escenario más socorrido para manifestar sus inconformidades, o grupos criminales los que secuestren el reclamo popular y se manifiesten con el objetivo de causar inestabilidad política y eventos que vulneren la paz y la seguridad pública.
Sólo así tendremos la gran oportunidad de acompasar el texto constitucional y sus leyes secundarias en un reflejo legítimo y cercano a las aspiraciones de los mexicanos. Mientras tanto, felices 100 años, querida Constitución.