DOLOR

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La insatisfacción nos arroja a la promiscuidad.

El dolor, no como fatalidad, sino como recurso de la existencia se deviene entre el placer y el misticismo, entre las fantasías y las creencias.

El dolor toma el espacio de la vida, es absoluto, no deja sitio para otra sensación, para otro pensamiento. Las emociones son subjetivas, no pueden medirse, se expresan para comprobar que son reales, el arte les da forma, crea símbolos para mostrar cómo estalla el tormento dentro del ser.

El sentido del castigo es del infringir dolor, en la crueldad está su medida.

Las esculturas religiosas del barroco español aleccionaban a los fieles con la exhibición de un dolor físico insoportable: llagas purulentas, músculos abiertos, espinas, cilicios, látigos, clavos. Gregorio Fernández inventa la anatomía del sufrimiento en la policromía, en las maderas estofadas y pintadas con detalle morboso.

El dolor es el vínculo trágico entre el placer y el misticismo.

La promesa del suplicio excita, invita a los excesos, a no poner límites a una insatisfacción que siempre tendrá apetito.

Los creyentes quieren ver más sangre, más angustia, y los libertinos quieren sentir que existen a través del martirio.

La promesa del suplicio es tentación y es advertencia, la posibilidad de vivirlo detiene o motiva.

La Lección de Guitarra de Balthus, la maestra hace gozar a la alumna mientras la reprende. La complejidad de la composición describe la trasgresión del cuerpo como una manifestación de su realidad tangible.

Sufre, entonces existe. Los creyentes besan las heridas de los santos, como Dolmance, que en la Filosofía del Tocador del Marqués de Sade, se jacta de besar las marcas de su violencia: “Entre más ardientes son mis besos las cicatrices son más crueles”.

La degradación que implica el dolor orilla a dejarse llevar, esa humillación delata la vulnerabilidad del ser, la fragilidad corporal y la inestabilidad de una voluntad que cede al menor roce. Dice san Pablo “No soy yo, es mi carne”.

En las pinturas de Benjamín Domínguez, el martirologio se carga de fetichismo.

El ritual del gozo con las armas de la tortura: personajes que llevan cabezas cercenadas en sus manos, vestidos con trajes de cuero negro, con clavos, máscaras.

El Prometeo de José de Ribera, que grita contorsionado mientras las bestias desgarran su carne desnuda.

La piedad y la compasión se trastocan al punto de hacer de esa comunicación un camino para el gozo del que inflige el suplicio. Este vínculo sensorial nos deja llevar en nuestro propio ser los padecimientos del otro, entonces procurar el dolor se convierte en un apetito.

Las bocas aullantes de Bacon, abiertas hasta la deformación, vaciando un interior que se ahoga con un sufrimiento invisible y descomunal, sus cuerpos que son masas de carne.

El ser irreconocible, poseído por un padecimiento que lo domina todo, expulsado de sí mismo por su propio dolor.

Metafísico, ascético o libertino, sabremos cuánto fuimos capaces de soportar, una vez que haya cesado.

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