El nuevo final del laissez-faire (Primera parte)

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La crisis financiera y económica en curso ha engendrado un mundo diferente.  Al menos un mundo diferente al que conocimos y nos imaginamos hasta principios del siglo XXI.  Hoy las ideas económicas, las doctrinas políticas, el quehacer gubernamental, las acciones públicas están en entredicho, en una clara contradicción con la realidad y las aspiraciones de los grandes núcleos de la sociedad.

Para constatar esta situación a escala global, basta con leer los encabezados de los medios masivos de comunicación internacionales.  En algunos casos se enfatizan los problemas económicos, el alto desempleo, la elevada deuda pública, la afectación negativa de los servicios sociales básicos, así como la dinámica creciente a su empeoramiento.  En otros casos, los medios hacen saber de la consolidación y expansión económica y social de países emergentes presentes en el concierto internacional desde fines del siglo pasado, así como el riesgo de su afectación por la crisis internacional.

El presente se ha querido explicar desde la perspectiva de eventos más cercanos a la micro historia –como podría identificarse a la caída del Muro de Berlín- y a las acciones aparentemente voluntaristas –tal como se asignarían a los excesos de la política fiscal (gasto e impuestos) de Bush-, más que a la mera explicación sustantiva que quedaría en el reino de las ideas y las acciones por ellas desatadas, en sus consecuencias e impulsos individuales y colectivos.  Únicamente una visión agregada y relativamente simple en su lógica, puede ayudar a entender lo que ha pasado y lo que puede pasar.  De otra forma, seguiremos perdidos en nuestras elucubraciones, recorriendo incansablemente el pequeño islote en el que deambulamos con nuestros pesares.

En 1926, el ensayo El Final del Laissez-Faire (dejar hacer) de John Maynard Keynes fue publicado como opúsculo, basado en su conferencia pronunciada en “Oxford, en noviembre de 1924, y en una conferencia dictada por él en la Universidad de Berlín, en junio de 1926.”  Dijo Keynes, al principio del opúsculo que: “La disposición hacia los asuntos públicos, que de modo apropiado sintetizamos como individualismo y laissez-faire, tomó su alimento de muchas y diversas corrientes de pensamiento e impulsos sentimentales. Durante más de cien años nuestros filósofos nos gobernaron porque, por un milagro, casi todos ellos estuvieron de acuerdo o parecieron estarlo en esta única cosa.”  A continuación agregó, hoy, “se percibe un cambio en el ambiente. Sin embargo, oímos confusamente las que antaño fueron las más claras y distintas voces que siempre han inspirado al hombre político.”

A partir de tales premisas implantadas filosóficamente después de la Primera Guerra Mundial y antes de la Gran Depresión del 29, Keynes desgranó visionariamente el devenir de una etapa del sistema capitalista que estaba agotado en sus ideales, marcha y resultados generales.  Etapa que había sido conformada en sus ideas desde finales del siglo XVIII, hecha realidad por la instrucción académica, los políticos y la sociedad, y en la que se puso al individuo en el centro del contrato social establecido.

Mucho habría que recorrerse, según el discernimiento de Keynes, para que desde la discusión de la ideas se llegara del principio individual hasta el principio de la igualdad colectiva.  Ese sería el tránsito final de Hobbes, con su aserción establecida en el Leviatán de que el hombre es el lobo del hombre; del Contrato Social de Locke, referente al disfrute y seguridad de la propiedad del individuo; pasando por Hume, hasta llegar a Rousseau en su Voluntad General.  Así se arribó finalmente a la aceptación del principio de la felicidad individual dentro del ámbito de la felicidad colectiva.

Sin embargo, en la realidad y en la vida práctica tal principio supuesto de armonía entre el yo y los demás, llevaría a una tensión permanente entre el interés individual y el interés colectivo, específicamente en el goce del bien individual y bien colectivo.  ¿Cómo hacer compatible y armónico lo que desde la naturaleza del hombre conlleva indefectiblemente al enfrentamiento con sus semejantes hasta el riesgo de su propia vida?

Tal dilema resuelto por Hobbes en la instancia del propio hombre, con la unción del soberano al asumir derechos que le concederían los propios hombres, con la premisa de la garantía de su vida; ofrecimiento y obligación pública que Locke extendería a la seguridad y goce de la propiedad del individuo.  Pero en ambos casos y en los siguientes establecidos hasta Rousseau, la salvaguarda del bien general seguiría sometido al interés finalmente individual del soberano, o al de un conjunto de individuos, aún cuando hayan sido electos democráticamente.

Tal contradicción quedó aparente y finalmente resuelta en la propia instancia del individuo sin ser necesaria la participación del soberano, al proclamarse desde el terreno de los economistas que, como señala Keynes, “¡Supone que por la acción de las leyes naturales los individuos que persiguen sus propios intereses con conocimiento de causa, en condiciones de libertad, tienden siempre a promover al propio tiempo el interés general!” Así, “a la doctrina filosófica de que el gobierno no tiene derecho a interferir, y a la doctrina divina de que no tiene necesidad de interferir, se añade una prueba científica de que su interferencia es inconveniente.”

Es a partir de esta concepción del individuo y la sociedad que emerge el mercado sin la interferencia del soberano como la deux machine.  De esta manera, “El principio del laissez­faire había llegado a armonizar individualismo y socialismo […].”  Tal supuesto, después complementado con el de laissez passer (dejar pasar), habría de consolidarse públicamente ante la corrupción e ineficiencia de los gobiernos del siglo XVIII, en un ambiente de auge y riquezas que hacían reiterar que el progreso y la bonanza serían mayores sin la interferencia del gobierno.

Era, entonces, el momento de probar y pugnar por un cambio que permitiera el “dejar hacer” a los individuos, distintivamente el de aquellos más hábiles y sagaces para buscar su bien individual que ayudaría a lograr un mayor bien colectivo.  Dijo Keynes, “Los filósofos y economistas nos dijeron que por diversas y profundas razones la empresa privada sin trabas había promovido el mayor bien para todos. ¿Qué otra cosa hubiera podido agradar más al hombre de negocios?

Tales conjeturas fueron más allá de lo inimaginable, al asociarlas a los más aptos, a los más capaces, por lo que en una prosaica visión Darwiniana la mayor búsqueda eficiente del interés individual llevaría a un mejor bien colectivo o general.  Sin embargo, tales conjeturas explícitamente nunca estuvieron asociadas al razonamiento científico, estrictamente hablando.  Los economistas y especialmente Adam Smith brindaron sólo un pretexto para una “agenda” política deseada por los hombres de negocios y los representantes políticos de sus intereses; agenda que moralmente fue permeando en amplios sectores de la sociedad.

Por ello afirmó Keynes, el padre moderno de la tradición económica de Cambridge, que “La frase laissez-faire no se encuentra en las obras de Adam Smith, Ricardo o Malthus.” El laissez faire fue apelado desde fines del siglo XVIII contradictoriamente por los fisiócratas franceses, en su visión de la igualdad individual y colectiva.  El término fue permeando, a partir de su arribo a Inglaterra, subrepticiamente en los manuales de economía, sin presentársele explícitamente como base de supuestos que permitían simplificar las teorías económicas, para fines de exposición o de elegancia.

Sarcásticamente, el gran economista inglés apuntó: “En pocas palabras, el dogma se había apropiado de la máquina educativa; había llegado a ser una máxima para ser copiada. La filosofía política, que los siglos XVII y XVIII habían forjado para derribar a reyes y prelados, se había convertido en leche para bebes y había entrado literalmente en el cuarto de los niños.”

Keynes presentó su Fin del Laissez Faire posteriormente al fragor de una Europa que se había desangrado en una lucha armada estimada ingenuamente irrepetible.  Lo hizo en un decadente ambiente imperialista, cuya escala mundial había hecho que el comercio mundial de principios del siglo XX tuviera un volumen equiparable al de un siglo más tarde.  Tal Europa en muy pocos años sería arrastrada por la Gran Recesión como preámbulo y razón para un intervencionismo económico que terminaría por armar a la Alemania hitleriana y que habría una vez más de bañar en sangre al viejo continente.

Ya para entonces, Keynes vislumbró la necesidad de un cambio económico global a partir de nuevas ideas que dieran pie a la acción del gobierno para atender el bien general, con una lucidez digna de un hombre erudito y sabio, forjado en la más pura tradición científica británica.  Tal cambio Keynes ayudó a instaurar después de la segunda Guerra Mundial, especialmente con la creación del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM).  Como resultado del nuevo capitalismo, el mundo viviría una larga etapa de prosperidad nunca antes vista, al poner la acción pública en el interés y el bien general como centro de la agenda política, incluidos los mismos hombres de negocios.

Después, en una suerte del regreso de los tiempos, habría de retornar con mayor ímpetu el dogma del laissez faire, engendrado desde la máquina de la educación, avasallando a los países desarrollados, no sin antes haber hecho miserables a los ya de por si empobrecidos países como México.  En el contexto de la crisis, bien vale la pena recordar lo dicho entonces por el maestro de Cambridge. “No hay ningún partido en el mundo, en el momento actual, que me parezca estar persiguiendo objetivos correctos por medio de métodos correctos. La pobreza material proporciona el incentivo para cambiar precisamente en situaciones en las que hay muy poco margen para la experimentación. […] Necesitamos una nueva serie de convicciones que broten naturalmente de un sincero examen de nuestros propios sentimientos íntimos en relación con los hechos exteriores.”

¿Cuánto más habremos socialmente de pagar por continuar con un dogma que cada vez se aleja más de toda razón económica?  ¿Hasta cuándo la máquina de generar pobreza y miseria dejará de ser retroalimentada con nuestras decisiones y acciones?  Más allá de estas preguntas, no se duda que haya en ciernes un nuevo final para el viejo laissez faire, aunque los doctores de la fe se atrevan a negarlo.

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