Una de las historias más sabrosas que vale la pena compartir, es la que narra la maestra Ana María de la O Castellanos en Microhistorias del cine mexicano,[1] sobre un tal José A. Castañeda, vecino de Zapopan, Jalisco, uno de los más entusiastas pioneros del cine en Guadalajara de principios del siglo XX.
Pero antes algunas palabras sobre la “microhistoria”. Por lo regular los estudiosos se interesan más por los grandes eventos y sobresaltos de la historia nacional, o por la vida de los grandes personajes y líderes del poder, olvidándose de atender la necesidad de relatar una historia que se encuentre más cercana a la cotidianidad y al individuo “de a pie”, al hombre común o al pueblo remoto.
Pongo ejemplo: la historia “grande” nos cuenta que el presidente Plutarco Elías Calles, quien subió al poder en 1924, puso los cimientos del desarrollo futuro de México con la fundación de escuelas agrícolas y secundarias, creó importantes instituciones como las comisiones nacionales agraria, bancaria, de caminos e irrigación, banco de crédito ejidal y el banco de México, creó el impuesto sobre la renta y se fue contra la Iglesia para parar su poder. Pero los vecinos de allá en Zangoloteo de las Babuchas nunca vieron estas acciones.
Lo que vieron y vivieron fue que de repente ya no pudieron ir a su misa porque les cerraron las iglesias, y si se la celebraba en casa a escondidas los metían a la cárcel; que sus hijos ya no podían seguir sus clases porque les cerraron los colegios de padrecitos, que el hospital que atendían las hermanas ya no funcionaba porque las corrieron y que el ejército andaba correteando curas por todo el cerro para hacerles calzón romano con sierra eléctrica. Ejemplos de estas microhistorias, y no la “creación del impuesto sobre la renta”, fueron las que desataron la terrible Guerra Cristera (1926-1929), un fratricidio que cobró la vida de más de ochenta mil personas.
La microhistoria que hoy comparto parecería irrelevante, pero son precisamente esos detalles los que arrojan importantes elementos para completar nuestra visión sobre cierta época y su sociedad. Las “pequeñas historias” son un botón de muestra de lo que pasa en cientos de comunidades minúsculas y cuyas vidas hacen el cimiento para trenzar interacciones entre lo local, lo regional y lo nacional que mejoran la comprensión de nuestra historia mayúscula.
Dicho esto, a la sopa:
Hoy Zapopan está en la panza de la zona metropolitana de Guadalajara. Pero hace muchas décadas era un pueblito cantarín que hacia 1920 tenía tres mil almas, dedicadas básicamente a la ganadería y a la agricultura y a estar amparadas por La Generala, como también se le dice a la famosa Virgen de Zapopan, que está en la magistral basílica franciscana de aquellos lares.
Como era de esperarse, todo mundo se conocía, siendo uno de los más respetados y apreciados vecinos don José A. Castañeda, no sólo porque fue presidente municipal de Zapopan, entre 1907 y 1908, sino porque cuando llegaba cualquier tipo de fiesta, sobre todo las patrias, don Pepe, al parecer de una energía detonadora, se involucraba personal y calurosamente en la organización, saliendo siempre disfrazado ora de cura Hidalgo, ora de Allende, ora de doña Josefa Ortiz o si se necesitaban Realistas para fusilar, pues también. Además, la popularidad de don Pepe era todavía más grande al ser dueño de Los Baños Castañeda, entonces un hermoso balneario al sur del pueblo que hacía las delicias de chicos y grandes y a donde los tapatíos viajaban para refrescarse en sus “albercas perfumadas con madreselvas y jazmines”.
Pero el giro y verdadera pasión de don Pepe era el cine. Ya antes de vivir en Zapopan había tenido dos pequeñas salas en la Guadalajara, por lo que tenía un nada despreciable acervo de películas de la época. Una vez instalado en Zapopan, don Pepe no tardó en abrir las puertas de su casa para ofrecer proyecciones: (…) así, convertido en un verdadero hombre orquesta, José Castañeda se desempeñaba como operador, ambientador y, si se quiere decir así, hasta guionista en las proyecciones de las cintas, comenta la maestra De la O Castellanos.
Como comenté, don Pepe fue uno de los precursores de la proyección de películas en la perla tapatía: En 1908, en su casa particular, en la calle de Pedro Moreno, 38, abrió el Salón Azul, que más que salón era un patiecillo acondicionado con un aparato y películas de segunda. Sin embargo, la calidad de sus películas era tan mala, que una vez terminada, el público pedía invariablemente a gritos la explicación del argumento.
Poco a poco la gente comenzó a hacer de aquellas atípicas proyecciones una especie de ritual, donde se podía gritar, chiflar y aventar toda clase de semillas, para al final exigirle a don Pepe les contará de qué diablos había tratado el filme. Más no sólo eso, el entusiasmo de don Pepe era espléndido y pronto comenzó a hacer uso de una desbordada improvisación “sonorizando” él mismo sus películas. Entonces de pronto metía ruidos, voces y efectos especiales de su invención, cacerolazos, rugidos, gritos, zapatazos, lo que fuera necesario para aumentar la “experiencia sensorial” de la concurrencia.
Como era costumbre, muchas familias de clase pudiente tenían su casa de descanso a las afueras de Guadalajara, y Zapopan era uno de estos destinos. Ahí don Pepe tenía su “casa de temporada”, como antes se decía, hasta que decidió mudarse permanentemente a ella. A continuación, ni tardo ni perezoso, el cinéfilo acondicionó su casa para sus tandas de cine con su sello personal: “Hoy les voy a dar shinito” (cinito), decía don José con voz arrastrada por falta de algunos dientes, y a continuación la voz se corría como rayo.
Don Pepe hacía dos funciones semanales que eran gratis: Instalaba su proyector en uno de los cuartos de la casa y desde una gran ventana proyectaba las películas hacia una manta que él mismo hacía. La gente llevaba sus propias sillas y se sentaban en la calle. Un vecino recuerda: Él era un señor muy pintoresco porque decía ‘El cine ya se descompuso, se compone con un aplauso’. Entonces todos aplaudíamos y la película volvía. Como era mudo el cine, algunas veces había gente que no entendía y a mitad de película gritaba ‘¡Explíquela don Pepe, explíquela! Entonces el señor Castañeda apagaba el aparato y salía a la ventana a contarnos quiénes eran los personajes y de qué trataba aquello. Le aplaudíamos y continuaba.
El cineclub del señor Castañeda se hizo famoso y pronto gente de la misma Guadalajara recorría la distancia para asistir a su función, que comenzaba a las ocho de la noche. Tanto el público como él, disfrutaban al máximo de las películas, aunque fueran en capítulos o en partes, ya que las películas que proyectaba en algunas ocasiones eran muy especiales: se trataban de pedazos de cintas que él mismo unía y que en muchas ocasiones sólo encontraban sentido gracias a su famosa elocuencia.
Entre las películas favoritas de los zapopanos estaba la primera película de corte cómico acerca de un niño que hace cualquier cosa para robarse un pastel, traducida al español como Willy quiere comer sin pagar. Otra de las muy aplaudidas era Maciste, una serie de películas que mostraba la historia del típico héroe fortachón y bondadoso que luchaba por el desprotegido por medio de su fuerza sobrehumana. En esta cinta, dice la maestra De la O Castellanos, don Pepe mañosamente paraba el proyector a medio rollo y preguntaba al público: ‘¿Queréis que shiga Mashiste, o no queréis?’. ¡Sí!, contestaba la multitud y así don Pepe continuaba la proyección.
Pero no sólo don Pepe saltó a la historia del cine por sus inolvidables y excéntricas proyecciones, sino porque a él se le debe el famosísimo grito de “¡Cácaro!”, ahora en desuso. Este alarido de guerra se utilizaba junto con rechiflas, mentadas de madre y gritos a por mayor, cuando se interrumpía la película en el cine, hasta que el operador arreglaba el desperfecto.
El divulgador de historia, Alejandro Rosas, comenta: Para 1911 este empresario instaló en dicha ciudad la carpa Cosmopolita y contrató a Rafael González para encargarse de la proyección de las películas. Todo el mundo conocía a éste, no por el gusto que ponía en su trabajo, o la admiración que le provocaba el cine, sino porque de joven había sido atacado por la viruela y su rostro mostraba las huellas de la enfermedad: estaba cacarizo. Le decían el “Cácaro”, y cuando había algún problema con la proyección, don José gritaba: ¡Cácaro, Cácaro! Era tan pintoresco el personaje, que a veces se quedaba dormido durante la proyección y no cambiaba el rollo de la película. Con el tiempo el grito se convirtió en parte del ambiente cinematográfico y llegó para quedarse.
Definitivamente hacen falta enterarse de más microhistorias como la de don José A. Castañeda, del mero Zapopan, hombre sencillo que nunca cobró un peso y sólo buscaba el caluroso aplauso de su público.
El padre de la microhistoria en México, Luis González y González, autor de una verdadera joya de libro, Pueblo en Vilo (1968), decía con sabias palabras que la microhistoria era la historia pueblerina, la historia parroquial, de la patria chica, municipal, concreta, de campanario, y debe de ser, ante todo, el relato verdadero, concreto y cualitativo del pretérito de la vida diaria, del hombre común, de la familia y el terruño. Así, las microhistorias no sólo enriquecen la macrohistoria, sino que le dice ¡bájale de crema a tus tacos!, porque:
Soy un hombre común
de carne y de memoria
de hueso y de olvido.
Ando a pie, en autobús, en taxi, en avión
y la vida sopla dentro de mí
pánica
hecha la llama de un lanzallamas
y puede súbitamente
cesar.
Soy como tú
hecho de cosas recordadas
y olvidadas
rostros y manos, la sombrilla roja al mediodía
en Pastos-Bons,
difuntas alegrías flores pajaritos
luz de tarde luminosa
nombres que ya no sé
bocas alientos caderas
todo
mezclado
esa leña perfumada
que se enciende
y me hace caminar (…).[II]
Notas:
[1] Microhistorias del cine mexicano, Eduardo de la Vega (coordinador).Universidad de Guadalajara, UNAM, Instituto Mexicano de Cinematografía, Instituto Mora, México, 2000, p.-156, sig.
[11] Gullar, Ferreira: Hombre Común y otros poemas, Calicanto Editorial, Argentina, 1979.
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¡Qué buen artículo! Me encantó por su amena redacción, sus ilustraciones y por las dos historias: la de Plutarco Elías Calles y la de José Castañeda. Me sorprendió gratamente poder saber el origen de la palabra “cácaro”, y, aún más, ver la foto del personaje. Gracias por escribirlo.
Muchísimas gracias por leer, doña Virginia, y de tomarse el tiempo de escribirme. Reciba un caluroso saludo.
Sabroso relato. Gran descubrimiento del origen del Cácaro. Me hiciste recordar a la increíble película Cinema Paradiso.
Gracias!
Jajajaja!, mi gracias por leer don Fer! y tomarte el tiempo de escribirme. abrazo