Si te atrae una mujer
por la talla de su pecho,
por su cintura o por sus caderas,
te estás equivocando.
Gabriel García Márquez.
¿Hay mujeres perfectas? Supongo que no, como seguramente no existen los hombres perfectos.
No obstante, la moda –y la cultura, propia de cada época– nos venden la imagen de la mujer o el hombre perfectos. En ese sentido, tiene tiempo que en el caso de las mujeres, esa “presunta perfección” está asociada al peso, a la altura, al tamaño de sus senos, a la medida de la cintura y el ancho de sus caderas, el famoso 90-60-90, impuesto por la mercadotecnia y por los dueños de “Miss Universo”.
No sé (aunque intuyo) cuáles sean las medidas o las características del “hombre perfecto”, tema que no me interesa porque en esta ocasión me interesa hablar de “la mujer perfecta”.
Demi Moore, Jennifer López, o en mi época de mocedad, Olga Breeskin o Sasha Montenegro, fueron los referentes que nos vendían como las mujeres perfectas.
Qué equivocados estábamos, esas mujeres invierten e invirtieron miles de pesos (o dólares, según sea el caso) en mantener el ideal impuesto de perfección. Sin embargo, y viéndolo bien y despacio, son las más imperfectas del mundo.
Tan es así que son producto del bisturí, de la manipulación, de la adecuación en términos de lo que dicte la moda del momento. Ojo, no digo que no sean sumamente atractivas, y lo son precisamente porque desde que nací me dijeron que eso era la perfección femenina, las veo y me encantan, me eclipsan (obviamente no las conozco, no sé cómo sean en su trato humano), pero ellas y muchas más representan, en cierta medida para mí y para muchos varones, el ideal de la perfección femenina.
No obstante todas las confesiones hechas hasta el momento, pienso que las verdaderas mujeres perfectas son aquellas que (cada vez menos porque se han mejorado las técnicas quirúrgicas) tienen una gran cicatriz en el vientre, derivada de una o quizá más cesáreas, producto de su compromiso con la vida, producto de su decisión de tener hijos. Esas mujeres que aun sabiendo que esos hijos “las desfigurarían”, las harían subir de peso y, a pesar de esas amenazas más que evidentes, decidieron asumir el reto, ellas son en realidad las mujeres verdaderamente perfectas.
Esas mujeres cotidianas como mi madre, mis hijas, mis hermanas, mis tías, mi esposa o muchas de mis amigas que, de un día para el otro (o para ser más precisos de un día para nueve meses después), asumieron que aquel cuerpazo pasaría al olvido. Cierto, les recompensa el nuevo crío, ése que sin duda aman profundamente, pero la moda, los estereotipos y Hollywood se encargan de decirles a cada momento, tu cercanía (mucha o poca) con la mujer perfecta, se ha ido.
A todas ellas les quisiera decir que, cuando entendamos la verdadera belleza de la vida, entenderemos que la cicatriz de la cesárea, la celulitis, las olas abdominales, o los pechos caídos, algún día serán el parámetro de perfección. Los hombres presumimos (perdónenme la generalización, ya que no tengo ninguna herida que presumir) de la cicatriz del accidente, del pleito, de la ida a la guerra (típico de las películas americanas), pero ninguna de esas cicatrices representan ni siquiera un ápice de la cicatriz derivada de la maternidad. Ésa que te saca de la jugada, que te hace ser (para el lanchero de Acapulco) “la ñora”.
Tenemos que replantear nuestros parámetros de belleza (sobre todo si admitimos que son impuestos y culturales), tenemos que reconocer que ciertas cicatrices y mucho de la celulitis (aunque hoy nos digan lo contrario) son más bellas de lo que parecen.
Tenemos que admitir (particularmente los varones) que esas cicatrices de las que hablo, son muestras de vida, muestras de una voluntad –muy consciente– de renuncia a la perfección impuesta.
No podemos olvidar que la mujer perfecta lo es por su rebeldía ante la vida, por su atrevimiento a ir en contra de lo que dicten las modas, por su amor a la vida, por su entrega y su generosidad, no sólo con relación a sus hijos sino con relación a la humanidad misma.
Lo mejor de las mujeres no es la piel que las cubre, sino lo que esconden bajo la misma, su alma, su espíritu, su voluntad y su capacidad de amarnos a nosotros los hombres y a sus hijos o hijas.
Con particular dedicatoria a mis hijas Diana y Cristina.