La campaña electoral presidencial en México ha llegado a su fase de ofrecimientos y promesas, que en un caso emblemático han sido firmadas, para demostrar su credibilidad. Esto, sin duda, como una manifestación de la seriedad con que asume sus compromisos el candidato involucrado. Hecho que contrasta con el cúmulo de ofertas asumidas en la campaña presidencial de 2006 y que el triunfador no cumplió.
Las promesas del triunfador de 2006 no fueron cumplidas, se dice, por un sin número de razones, que van desde la crisis financiera internacional, hasta por la no aprobación de las llamadas reformas estructurales sometidas por el Presidente de la República al Congreso de la Unión. Muchas pueden ser las razones y pocas las disculpas para explicar los exiguos resultados obtenidos frente a las promesas ofrecidas.
Pero es indudable que las reformas estructurales a modo del Ejecutivo Federal no podrían haber dado inmediatamente los resultados ofrecidos por que la economía no es Jet en vuelo que se le pueda cambiar el rumbo de navegación sin mayor detrimento de su desempeño. De igual forma, los logros obtenidos resultaron escasos, según algunos especialistas estiman, porque las políticas seguidas fueron erróneas. Aún más, algunos otros estiman que las reformas estructurales propuestas podrían haber sido regresivas, para la ya de por si menguada economía nacional.
Lo que resulta realmente incuestionable es que recursos públicos no faltaron para haber podido avanzar en el logro de las principales promesas de campaña, baste para ello considerar los extraordinarios ingresos del petróleo, que se han tenido desde 2006. De igual manera, lo que es irrefutable es que el firmar una promesa no es de manera alguna garantía de su cumplimiento, tanto por que el signatario puede repudiar la obligación contraída, como por que se puede llegar al extremo jurídico de “nadie está llamado a lo imposible”.
Las promesas de campaña, partiendo de la buena fe, tan invocada y perseguida por los mexicanos, podrían ser invalidadas desde hoy si se toma en consideración la disponibilidad de recursos públicos con lo que se cuenta y podría contar el gobierno federal en el futuro inmediato y mediato. Tal consideración puede sonar muy drástica, si se parte de la sanidad de los indicadores macroeconómicos, tan llevados y traídos por los técnicos gubernamentales.
Sin embargo, el gobierno federal, como casi en todo el mundo, sólo cuenta agregadamente y de manera directa básicamente con dos tipos de instrumentos de política económica para honrar su palabra: la política fiscal y la política monetaria. La política monetaria se asume ser en su definición casi independiente al gobierno, por ser mayormente manejada por el Banco de México, entidad que es autónoma por mandato constitucional. La política fiscal está referida esencialmente a los ingresos (principalmente impuestos) y egresos, manejados administrativamente de manera convencional de manera anual.
De esta manera, el próximo gobierno federal contará esencialmente con la política de egresos y la política de ingresos para cumplir, si tal fuese la intención, con las promesas hechas en la campaña electoral. De allí que no esté errado uno de los candidatos presidenciales en su énfasis en materia de austeridad, de combate a la corrupción, de la precisión del origen de los ahorros para tender nuevos gastos e inversiones. En contraste a lo que todos los candidatos prometen más gasto público, todo deja indicar que, salvo el candidato firmante de promesas, ninguno se atreve a hablar de elevar las tasas impositivas, nuevos impuestos, medidas administrativas para ampliar la base de recaudación, entre otros tópicos.
Así, el gasto público se presenta potencialmente como el nudo gordiano para saber si es posible el cumplimiento o no de las promesas de campaña, más allá de toda buena intención, más allá de la suscripción de las mismas ante notario o no. Comprensiblemente, si no se tuvieran mayores compromisos de gastos ya asumidos, si el gasto público no enfrentara problemas, para su financiamiento, si no se tuviera una elevada deuda pública, si la economía creciera más que el gasto y que así potencialmente los ingresos se elevaran inercialmente, sin duda no habría extremas dificultades para cumplir las promesas de campaña. Esto al menos en lo que se refiere a las promesas directamente vinculadas con los gastos públicos, independientemente de la racionalidad económica de las otras políticas públicas, tanto sectoriales, de las entidades y empresas públicas, como las de carácter regional o estatal.
De esta forma, las cuestiones inmediatas que surgen es saber que tanta capacidad o maniobrabilidad del gasto público se tiene, con que capacidad se cuenta para su financiamiento y cuáles serían razonablemente sus perspectivas ante obligaciones pasadas. Todo deja indicar que precisamente en estas cuestiones radica la restricción para el cumplimiento de las promesas de campaña, si no necesariamente de los tres principales candidatos presidenciales, si al menos de aquellos que prometen más gasto y menos ingresos. Veamos pues cual es la circunstancia presupuestal que vive el gobierno federal.
La dinámica del Producto Interno Bruto (PIB), el gasto público y la deuda indican qué tan eficiente y financieramente sana es la operación y sostenibilidad fiscal de cualquier gobierno. En el caso de México, el gasto se refiere al Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) y la deuda pública federal real, tal como lo asume el Banco de México, es el Saldo Histórico de los Requerimientos Financieros del Sector Público (SHRFSP); hecho este último que parece ser desconocido, aún por los comentaristas en la materia.
El PEF y el SHRFSP, que refleja las verdaderas obligaciones federales, de acuerdo con los datos oficiales, han crecido desde 2000 relativamente más que el PIB. El presupuesto creció 187% de 2000 a 2011, la deuda 167% y el PIB sólo 120%. Dicho de otra manera, en tanto el gasto y la deuda crecieron más, el PIB quedó rezagado frente a tales crecimientos. Por ello es posible decir, tal como se aprecia en el cuadro inferior, que se ha gastado más, con más deuda.
Más grave aún, en tanto en números absolutos el PEF aprobado creció del 2000 a 2011 en alrededor de $ 2.3 billones de pesos, para alcanzar un programado en 2012 de $ 3.7 billones de pesos, el SHRFSP aumentó en un poco más $ 3.4 billones, para lograr un total de $ 5. 4 billones, por lo que la deuda creció un millón de millones más que el gasto público. Esta dinámica indica que no sólo se ha endeudado más al país en los últimos años, sino que con parte de la deuda nueva se han pagado intereses de la deuda vieja.
La dinámica de las tres variables vivida en México desde 2000 indica que el crecimiento del PIB se ha rezagado fuertemente en relación con el enorme crecimiento del presupuesto y de la deuda pública. Esta situación se puede claramente apreciar en la Gráfica 1. Sobresalientemente es a partir de 2007 que la brecha entre el PIB con respecto al gasto y la deuda se amplió fuertemente.
La dinámica observada hace prever una baja sostenibilidad futura del gasto y de la deuda frente al bajo crecimiento del PIB. De manera más directa, en materia del financiamiento del PEF se agrega el hecho de que cada año el endeudamiento neto del gobierno federal ha sido de alrededor de $400,000 millones de pesos, rango que se volvió a alcanzar con el presupuesto aprobado para 2012. Este paso hizo que el PEF pasara con respecto al PIB de 18.8% en 2000 a 24.6% en 2011, en tanto la deuda aumentó de 32.2% a 39.1% de PIB.
La dinámica observada, bajo todo principio financiero lógico, debería obligar al futuro gobierno a que la creciente proporción de la deuda al PIB se detuviera, so pena de tener que enfrentar presiones en el corto plazo sobre las finanzas públicas y la economía en general. Comprensiblemente, por el lado de los ingresos ésta perspectiva no considera una posible caída en los entradas monetarias del petróleo, que representan un poco más del 30% de los ingresos del gobierno federal, por una baja en la plataforma de exportación como ha estado sucediendo. De igual forma, no se contempla un mejoramiento significativo en la recaudación del IETU (Impuesto empresarial a tasa única) y del IDE (Impuesto a los depósitos), que para el PEF 2012 se programó para ambos una caída, a ser compensada con una mayor recaudación de ISR (Impuesto sobre la renta).
Por otra parte, por el lado de los ingresos se ha comentado en torno al candidato Enrique Peña Nieto (The Wall Street Journal, Latin America, 27 de abril, 2012) la posibilidad de generalizar el IVA (Impuesto al valor agregado) a los alimentos y bebidas. Pero ello significaría únicamente un ingreso extraordinario de alrededor del 2.5% del PIB, que se vería diluido con los subsidios a una canasta básica específica, la baja en los ingresos si el gobierno pagara las prestaciones sociales sufragadas hasta ahora por los empleadores y la caída en los ingresos del gobierno federal vía Pemex por su parcial privatización; medidas externadas al periódico neoyorkino de negocios.
Es irrebatible que en un país con tanta miseria y pobreza alimentaria como México hay que gastar más, pero hay que comenzar por mejorar la calidad del gasto, dejar gastar en burocracias estériles y redundantes, quitarle a la alta burocracia prestaciones de élite, fijar sus ingresos en relación a los salarios mínimos, cobrar equitativamente los impuestos, permitir que el pago de éstos sea simple y expedito y abatir la corrupción. Probablemente éstas pudieran ser malas promesas de campañas, probablemente significarían menos votos, pero como decía en el siglo pasado un viejo funcionario público, hoy Senador de la República, “en la economía como en la vida, uno puede pretender ser rico y guapo, pero hay que ver realmente cuales son las posibilidades”.
Esperemos que los candidatos presidenciales no sólo busquen votos y asuman promesas, aunque no las firmen, sino también que vean si lo que prometen medianamente lo pueden cumplir. Las excusas políticas nunca terminan por restañar las esperanzas rotas de cualquier sociedad, tal como lo ha estado sufriendo la sociedad mexicana desde hace casi seis lustros.