Finalmente han concluido las campañas políticas en cuatro estados del país. Los medios de comunicación han dejado de emitir sus especializadas lecturas y sus más descabellados vaticinios. Los partidos cerraron sus campañas, aunque no sus actividades; todo lo contrario. Justamente ahora la maquinaria de los partidos está moviendo su estructura territorial: activistas, coordinadores, jefes de colonias y barrios, líderes naturales y sindicales, representantes de casilla y demás actores. Todos corren frenéticamente llevando y trayendo información y haciendo los últimos amarres de la elección.
Eso me recuerda a los exámenes finales, en los que teníamos que repasar las lecciones de todo el semestre. Aquellos que durante el curso no habían abierto el libro, tenían altísimas probabilidades de fracasar; sin embargo, quienes habían sido constantes tenían mayores posibilidades de obtener una buena nota. Llegando el día del examen, todos podíamos presentir lo que el destino nos deparaba. Todo lo que había qué hacer ya se había hecho. Finalmente debíamos enfrentar la realidad, cualquiera que ésta fuera. Todos los plazos se cumplen y el tiempo tiene más filo que una guadaña.
Los candidatos en este momento han de sentir un pulpo moviéndose sin cesar dentro de sus curtidos estómagos y las miradas de sus colaboradores de campaña parecen tener una mejor lectura de la circunstancia. Las inseguridades saltan a relucir, por más lecciones de serenidad y paciencia que con que la vida los haya premiado. Todo lo que hicieron o dejaron de hacer, tendrá un resultado casi matemático. Los saludos, los abrazos, las atenciones, los discursos y las entrevistas, las llamadas telefónicas y las felicitaciones, sumarán para contabilizar la primera parte del gran total.
La resta también estará presente, tomando en cuenta las metidas de pata, las indiscreciones, las imprudencias, los pecados, las mentadas de madre y otros improperios emitidos, los chistes mal contados, los arranques de ira, los desprecios, las minusvaloraciones y los enemigos (que en este campo son de verdad y poseen un mimetismo extraordinario). Todo ello, puesto en una balanza, podrá arrojar un gran total.
Toda esta guisa pareciera indeseable, pero cabe decir, que la sensación que en ese momento se está creando, seduce hondamente a quienes ejercen profesionalmente la política. Contra eso no hay medicamentos ni tratamientos, es un estado de ánimo que no se parece en nada a la felicidad o al amor, ni a ningún otro sentimiento que encarne lo bueno. La política corre como la adrenalina por todo el cuerpo, de forma indescriptible y fabulosa, sin discriminar si el personaje es hombre o mujer.
El día de la elección llega y nada ni nadie puede sustituir el deseo de una persona, que en escasos tres minutos, en la soledad que le proporciona la mampara de su casilla, empuña un crayón, como si fuera un sable, y cruza el emblema de su preferencia. Los más destacados psicólogos, antropólogos y politólogos, no han podido descifrar cuáles son los impulsos que mueven a un ciudadano en ese crucial momento, porque ya hemos visto que el carisma y el dinero no resuelven todo, que la santidad no es exactamente lo que buscan, tampoco el discurso incendiario ni los debates televisivos. En esa endeble mampara se ejerce algo poderoso, la libertad, si es que acaso así lo quiere el elector, porque nadie será testigo de sus decisiones.
El día del gran examen llegó y todo lo que había qué hacer, se hizo. Algunas cosas se habrán hecho medianamente bien o absolutamente mal, pero ya no hay tiempo para más saludos ni felicitaciones, tampoco para remediar las metidas de pata ni los desprecios. Hágase entonces la voluntad soberana del pueblo. Que así sea.