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Lorenzo Rafael, escultor de abolengo

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Una imagen poderosa es cuando veo cómo se cofunde el barro hecho amasijo con las manos, arena molida con agua, pedazos de carne del mismo color; la elasticidad y la maleabilidad dan la sensación de una misma cosa, la de una escultura hecha de lo mismo, de tierra, agua, carne y huesos; materiales primigenios de la existencia y la escultura.

De los lechos de los ríos en los que habitaron nuestros ancestros habrán descubierto la flexibilidad del barro, pero también su dureza a la falta de agua, seguramente fueron instrumentos muy cercanos a la mano de los artistas, que hoy a miles y miles de años Tierra proveen a la imaginación de los hombres, mujeres y niños, las formas más insospechadas, insólitas y mágicas, transformadas en esculturas.

Las construcciones hechas con barro, paja y madera continúan siendo la morada espiritual humana, pues me parecen tan similares a las que se entrelazan con nuestros huesos; a fuerza de mezclas de materiales con agua, unidos astilla por astilla para dar la permanencia necesaria a la protección de los órganos vitales.

Lorenzo Rafael
Cortesía Archivo Lorenzo Rafael.

Lo he escrito y lo he dicho en un sinnúmero de ocasiones y es que desde niño disfrutaba mucho de acompañar a mi padre a los diferentes talleres, pero sobre todo a la fundición; me parecía increíble ver cuerpos hercúleos cargando crisoles incandescentes para luego ser vertidos al rojo vivo por pequeños riachuelos que se convertirían en sus receptáculos. En estos sitios tuve la oportunidad de conocer y platicar con maestros de la escultura, algunos de ellos autodidactas mientras que otros se habían formado en las academias, en algunos casos algunos de ellos habían permanecido en la enseñanza. 

Así, siendo yo un adolescente fue que traté con el maestro Lorenzo Rafael (1940-2020). Nos conocimos en la Fundición de Manuelito a principios de los años setenta. Oaxaqueño por decisión, aunque recientemente su hija Stefi me comentó que nació en la Ciudad de México. Estudió escultura en la Academia de San Carlos. Por su edad y por la época, se acostumbraba que, de las pocas maneras para sobrevivir, había que pasar por la escuela. En verdad considero que para él no hubiera sido indispensable este paso por la escuela, no por menospreciarla, sino porque por sus venas corría la propia herencia de su padre, que le dio los primeros trazos para en poco tiempo convertirse en el escultor de vida que fue.

Me parecía tímido, pero de profundo discurrir. Para esos años él era ya un artista de gran renombre, para ese momento yo no lo sabía, pero él era el artífice de las medallas olímpicas de México 1968, lo que habla de un puntual conocimiento de estas técnicas, en particular de la del dibujo, del grabado y la fundición. Se trata de una especialidad antigua que data de la hechura de monedas y medallas, con valores y conceptos completamente diferentes con los que hoy los comprendemos. Se requiere de maestría, pero sobre todo de mucha sensibilidad; al final del camino, toda la expresión queda conservada en un diminuto espacio. Lorenzo Rafael se ubicó definitivamente como uno de los mejores escultores en el oficio de la numismática. Creó colecciones tan destacadas como la del Charro Mexicano. Actualmente se encontraba trabajando para el calendario 2021 de la UNAM y, en algún momento, buscaba espacio para trabajar en un proyecto muy personal relacionado con el Batallón de San Patricio debido a que en su información genética sus raíces se alimentaban de Irlanda.

Su padre Lorenzo Rafael; él, homónimo de su antecesor, y Miguel Gómez, su hijo, cubren más de un siglo de arte escultórico de México para el mundo.


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