Me levanté como todas las mañanas, tomé mi desayuno habitual (un café y un cigarro), igual que lo había hecho durante muchos años. Revisé el periódico (ahora, muy ad hoc con la época que me toca vivir, lo hice en mi computadora), revisé mi correo electrónico, mi “wats”, mi “feis”, y me di cuenta de que, probablemente, apenas eran las siete de la mañana.
Todo transcurría de manera habitual, después de hacer lo anterior me dispuse para el baño matutino, el cual transcurrió sin el mayor de los sobresaltos. Una vez bañado, como lo he hecho en muchas ocasiones, pasé a rasurarme.
Fue entonces que –de pronto– el espejo me sorprendió, al verme ante él entendí que algo no estaba bien, veía una imagen completamente diferente y ajena a mi persona. Veía a un viejo, a un hombre desconocido. Pensé que seguramente eran las sombras; el vapor propio de la ducha, estaba seguro de que lo que veía en ese espejo no podía ser yo, sino una imagen distorsionada de mí mismo, producto, –eso pensé– del vapor antes mencionado.
De pronto me di cuenta también, que no había encendido la luz del baño, (lo que me tranquilizó), y asumí la idea que, una vez que hubiera iluminación, todo regresaría a la normalidad. Grande fue mi sorpresa, cuando al encender la luz, la imagen en el espejo era la misma, veía a un hombre viejo y evidentemente añoso; ahora pude observar más detalles, aquel hombre tenía además, los pómulos (cachetes) caídos, con unas ojeras pronunciadamente marcadas y con un destello apagado en los ojos.
¿Qué pasa?, me pregunté. Pensé que todo esto podía ser una mala broma de alguien, pasó por mi mente que lo que veía no era un espejo, sino una pantalla que algún bromista de mi casa había instalado. Ese no podía ser yo.
En mi mente (que después me di cuenta que estaba jugando conmigo) yo tenía treinta años, una cabellera abundante, una barba tupida y negra y, una piel lozana. Evidentemente algo en esa mañana me traicionaba, concluí que seguramente era mi hipocampo, ese malévolo lugar donde almacenamos –en ambos lóbulos temporales– los recuerdos de largo plazo.
Finalmente caí en la cuenta que no había nada de irreal, la imagen que veía era la mía, ése que veía era yo, era mi irreductible realidad. Fue entonces cuando descubrí que mi sistema límbico me había jugado una mala pasada, que por un momento de ese día cualquiera, mi cerebro me recordaba treinta años antes y de pronto, mis ojos, puntualmente conectados a mi cerebro, se ubicaban en la realidad.
Entonces me vi pausadamente ante el espejo (ya después de limpiarlo), para descubrir que efectivamente habían pasado treinta o más años; entendí que mi realidad era la de un hombre robusto (por no decir gordo) de poco pelo (por no decir calvo), con una mirada triste (por no decir apagada) y con muy pocas ilusiones (por no decir sin ellas).
En ese preciso instante, me di cuenta de que el hombre del espejo era realmente yo, ese que se rasuraba era Héctor, alguien que intentaba vivir, que pretendía –estúpidamente– que nada había pasado, cuando en realidad mucho (muchos años) habían pasado. Descubrí que la imagen era real, y lo peor del caso, descubrí que dicha imagen me representaba.
Fue entonces cuando me di cuenta que los años habían pasado, cuando estuve consciente que la fortaleza era decadencia, que mis hijos habían crecido, inclusive recordé, que ya tenía nietos. Fue entonces –en ese momento– cuando desde lo más profundo de mi ser, no pude contenerme y dije: “Ya valió madres”.