Sudáfrica

Tortura Atonal

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Nos cansamos de las emociones, nos cansamos de sentir, de trastornarnos y viajar por la inmaterialidad de algo que estremece nuestro espíritu y retando nuestra propia adicción a traducir la vida en una partitura, entonces surgió la música atonal. El argumento fue que la “tonalidad estaba agotada”, la música tenía que ser más cerebral, establecer una distancia entre lo que escuchamos y analizarlo como una ecuación o una fórmula química. El resultado fue que, por un lado, se detonó la libertad de que otros sonidos entraran en las composiciones musicales y, por otro, el aburrimiento llegó como el castigo de escuchar.

En la temporada de ópera que se trasmite en vivo desde la Metropolitan Opera House de Nueva York en el Auditorio Nacional, mostraron “Wozzeck”, del compositor austriaco Alban Berg, con dirección de escena de William Kentridge. El espectáculo era la imposible cohesión entre la obra dramática, la partitura musical y el impactante montaje de Kentridge. La gran vanidad del compositor de someternos a su teoría musical para demostrar que podía ignorar la esencia humana y pasar sobre ella como la destrucción de un arma de guerra, en contra de la anécdota, de los personajes y de la real utilización del sonido, de ese inasible elemento que es capaz de transportar una idea hasta lo más profundo de nuestro cerebro.

william kentridge
William Kentridge, artista sudafricano (Fotografía: Focus Magazine).

Es la segunda obra de Berg que monta Kentridge, anteriormente puso “Lulú”, y en los dos casos es su montaje lo que voy a presenciar, literalmente, es algo que se debe ver, más que escuchar, las máquinas, los cortometrajes, la escenografía, esos elementos que Kentridge lleva a la escena y que son obras de arte en sí mismas, son tan contundentes, potentes, que se tragan la partitura y la utilizan como música incidental, como un fondo que en momentos llega a ser irrelevante.

La frialdad musical en escenas tan conmovedoras como cuando la amante de Wozzeck, dialogando con su hijo, que es un títere creado por Kentridge, o el enorme dolor de Wozzeck ante la infidelidad, no eran parte de la música. Las voces de los cantantes de gran virtuosismo, se perdían detrás de la sucesión de sonidos, y nos dejaba pensando cómo podían dar seguimiento a una partitura que no iba a ningún lado, sin crestas, sin cambios, indiferente al desarrollo del drama llegando a su final sin poder alcanzar un clímax, simplemente terminó, como si Berg se hubiese cansado de sí mismo, hastiado de inventar pretensiones sonoras, escribió “fin” como podría haber puesto “basta”.

Los seres humanos merecemos ser despreciados, incluidas nuestras emociones y sentimientos, la escuela que surgió con Schoenberg, Boulez, Berg, se olvidó que llamamos libertad a la ingobernabilidad de las emociones, a dejarlas salir para manifestarnos que estamos vivos. La libertad del sonido que se desdobla, de que la música creciera a otros espacios sonoros, sigue dependiendo de las sensaciones y las emociones, incluso en el cine, la arbitrariedad compositiva nos deja simplemente obras frías, olvidables.


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