Sumemos nuestras esperanzas en lugar de oponer nuestros miedos.
Emmanuel Macron.
En la Grecia antigua, quien no hablara griego y latín era un bárbaro, “el que balbucea”, según la etimología. Aunque la palabra se ha modificado con el tiempo, el sentido es el mismo: un bárbaro es alguien que vale menos. En la época de la esclavitud, el valor de una persona estaba ligado a la fuerza, la salud o la capacidad reproductiva. Hoy nos escandaliza pensar que seres humanos fueran vistos como mercancía y es difícil creer que todavía en los años 60 del siglo pasado hubiera esclavos en Campeche. “En este local no se discrimina por motivos de raza, preferencias sexuales, creencias religiosas o cualquier otro motivo”, es común leer a la entrada de restaurantes o comercios… como si fuera necesario recordar que somos una misma especie y que cada quien es libre de tener ideas propias.
Leer a J. M. Coetzee es una experiencia de la que rara vez se sale ileso. Con el lenguaje claro y conciso que lo caracteriza, el nobel sudafricano tiene la capacidad de adentrarse en las emociones más complejas sin aspavientos. Esperando a los bárbaros describe la actuación de un imperio que se siente amenazado por los nómadas; en el ensayo, “La metafísica de la violencia, un breve acercamiento a la realidad de hoy”, el teólogo Octavio Mondragón explica la alegoría de Caín y Abel: “Abel sabía ser hijo”, nos dice, “pero no sabía ser hermano”. En lugar de relacionarse con él y darse la oportunidad de aprender uno del otro, decide anularlo.
En la novela de Coetzee, el magistrado es el único capaz de ver a seres humanos igual de valiosos que él bajo el polvo del camino que se ha impregnado en sus ropas, el color de piel y las facciones distintas de las de quienes viven detrás de los muros del imperio. Los demás perciben una horda amenazante. Que no entren al Imperio, cuidado, son bárbaros, distintos. En la Biblia, al matar a su hermano, Abel vuelve a ser hijo único. En Esperando a los bárbaros, aniquilar a los nómadas es la manera de mantener el statu quo.
A lo largo de la historia, la gente en el poder ha utilizado el miedo del pueblo como una herramienta para mantener el control: “Ponte en mis manos, yo soy capaz de salvarte”, es el discurso. ¿Y qué pasa con quienes disienten desde adentro? El magistrado en el Imperio es uno de ellos. Leer en voz de un escritor como Coetzee lo que sucede con él es una experiencia poderosa. Al cerrar el libro, uno se pregunta cuál hubiera sido el final del relato si, en lugar de atrancar las puertas, todos hubieran visto a los nómadas como lo que eran en realidad. No enemigos, sólo hombres, mujeres y niños.