A Miguel, poeta sin saberlo, y vaquero de Santa Teresa,
que me contaba historias del cerro.
Teníamos calor, miedo también, pero, sobre todo, calor. Empezaba por la cabeza y arreciaba en los pies. Los tres lo sentíamos, me imagino que el perro todavía más, por peludo. El monte era un desbarrancadero donde las vacas que no se morían de hambre se morían por las caídas. Malos tiempos aquellos. Las aguas no querían formalizarse; allá, cada y cuando, se alcanzaba a vislumbrar una nubecita blanca, lo demás era azul, casi morado, del color de las jacarandas. Y nosotros, escondidos entre las piedras, junto a una burla de jagüey lleno de zancudos. Bebíamos el agua sin hacerlos a un lado, quién quita y nos alimenten, decía Rafael. No te hagas ilusiones, me decía también, no podemos largarnos hasta que Salvador venga, al menos aquí estamos seguros, nadie se anima a adentrarse en la Garganta del Diablo. Yo miraba al cielo, preocupado por su azul parejo y por los zopilotes. Nos rondaron todo el tiempo, como si se imaginaran algo. Y el perro, nomás jadeando. No desperdicies saliva, tarugo, lo pateaba Rafael. A mí me daba coraje que lo pateara, ya bastante hacía el animal con quedarse a cuidarnos, por si venían.
Dicen que estos cerros enloquecen a la gente, hablan de duendes. Yo no creo, a mí se me hace que es el puro calor, la encerrazón. Eso y el olor, ha de haber un panteón completo por ahí, a lo mejor por eso vuelan tan bajito los zopilotes. Rafael aguantaba mejor que yo, desde niños era más fuerte, a veces se peleaba por mí en la escuela, aunque, ya en la casa, me molía a golpes, según, para que se me quitara lo joto. Estaré algo desnutrido, dicen que cuando nací tenía las orejas transparentes de tan delgaditas, pero joto, no soy. De que tenía miedo en los montes aquellos, la verdad, sí, pero cualquiera en su sano juicio se hubiera sentido como yo. El agua del jagüey nos daba diarrea y no era tiempo ni de nopales. Matábamos el hambre con las vainas renegridas de los mezquites. La mariposa que me comí por poco me manda al otro mundo. Son venenosas, pendejo, se burlaba Rafael, hasta los pájaros saben. Burlarse a esas horas, mientras me retorcía de dolor… siempre fue así, se hubiera burlado de su propia madre. Eso sí, cuidado y uno lo molestara.
Dicen que en esas montañas viven los hijos del diablo. Su padre los desterró porque son bien borrachos y él los necesitaba sobrios para el trabajo. Por eso en la noche oía risas. Son tus nervios, me decía Rafael, dándome de golpes, nunca se te va a quitar lo marica. El perro pelaba los dientes y mi hermano se agarraba contra él. Estuvimos mucho tiempo ahí refundidos, los tres solos en el costillar aquél. Para la segunda semana, ya no era yo el único que oía las carcajadas, primero unas risas como de niños, luego las risotadas hacían eco, hasta el perro paraba las orejas. Para no estar nomás pensando, con los pelos erizados, empezamos a hablar del negocio. Diez mil pesos por matar al hombre, lo que cobra un pollero por atravesar la frontera y dejar al cliente sano y salvo en un domicilio. Mi hermano se quedó con siete, alegando que por mi culpa ya mero se nos cae el trato. Pero una cosa es matar a un desalmado y otra, muy distinta, a un inocente. Por eso hice tantas preguntas. Luego, a la hora de la hora, como que me andaba echando para atrás, sobre todo cuando empezó a pedir perdón. Ya ves, alegó mi hermano, así tendrá la conciencia, no te rajes. Hubiera sido más fácil darle un balazo. Todavía sueño con él, con sus ojos zarcos bien abiertos, hasta el final. Yo quería cerrárselos, pero a Rafael ya le andaba por venirse al monte. En el camino tuve que pararme, estaba mareado, me zumbaban los oídos. Ahí es donde empecé a maliciar que no era el primer muerto de mi hermano, cuando iba atrás de él en la vereda y lo oía cantar La Adelita, como si fuéramos de paseo. Un paseíto al infierno, eso es la Garganta del Diablo con sus zacatales quemados. Una probadita… porque, de que nos vamos a condenar, nos vamos a condenar, ni modo que Dios nos perdone nomás porque sí, habiendo tanta gente tocando la puerta del cielo. Ni modo que le diga a Nuestro Señor: “Me arrepiento de haber matado a un hombre, ¿puedo pasar?”. Me manda al carajo… Rafael decía que sí nos íbamos a ir al cielo, que, al fin y al cabo, lo de Dios es perdonar. En los cerros tuvimos tiempo de sobra para hablar: del negocio, de mujeres, de cuando éramos niños. Eso fue al principio, cuando el hambre todavía no nos agarraba del cogote, después ya ni nos movíamos. Yo me acosté al lado del jagüey oyendo los jadeos del perro, cada vez más roncos. Rafael se desesperaba, pero yo le tengo cariño al animal, no cualquiera se hubiera quedado con nosotros. Conmigo, diré, era a mí a quien seguía. Un día andaba yo moneando el maíz cuando lo vi sentado en una piedra, muy quieto. Desde entonces somos compañeros. Le puse Lobo, por la estampa.
Para la segunda semana, Rafael se arrastraba entre las piedras, tapándose los oídos. Los duendes, decía, vienen a robarme el espíritu. A lo mejor el hambre lo hacía sentirse niño de vuelta, el caso es que cada vez que me bajaba tantito el dolor de cabeza, Rafael me asustaba con sus visiones. Que los duendes, que la chingada… El perro iba de un lado a otro, desesperado. Se comía las moscas, lloraba, se tendía él también junto al agua y luego otra vez con lo mismo. Hasta las pulgas lo largaron. A la puesta del sol, me entretenía mirando las nubecitas, primero blancas, luego rosas y grises, después rojas como serán las llamas del infierno. En eso también me agarraba pensando, en la pestilencia a carne chamuscada que habrá allá abajo, donde voy a pasar la eternidad. A lo mejor por el hambre, no se me hacía tan malo el olorcito.
Las vainas de los mezquites han de tener algo de veneno porque los retortijones no nos dejaban en paz. Yo sentía una culebra negra, de esas de agua, enredada adentro de mí. Vomitaba bilis verdes y veía manchas amarillas. Carajo, qué mal me sentía. Y de Salvador, ni sus luces. Va a ver ese cabrón, decía Rafa, voy a romperle la madre. Yo me le quedaba mirando, todo esmirriado, qué iba a poderle romper nada… Así pasaron los días y me empezó a dar lástima el Lobo, nomás llorando. Y Rafael, maldice y maldice. ¿Tienes hambre?, le dije al chucho, búscate aunque sea una rata, cualquier cosa para agarrar fuerza y podernos largar. Qué rata ni qué la chingada, dijo entonces mi hermano, deberíamos comérnoslo a él antes de que le queden los puros huesos.
Ya le conté, el perro y yo somos compañeros. Usted no dejaría que se comieran a su amigo, ¿verdad? Por eso cuando por fin llegó Salvador, encontró lo que encontró. Lobo es un animal noble, no crea que es de los que matan porque sí, pero cualquiera acaba cansándose de los maltratos… y el hambre no perdona. Yo no maté a Rafael, quiero dejar eso claro. Si de algo soy culpable, no es de otro muerto. El perro tampoco, usted debe saber cómo son los instintos de los animales… el caso es que ya muerto uno de nosotros, no íbamos a quedarnos de brazos cruzados, viéndolo pudrirse. Lobo nomás puso el ejemplo. Y como ya le dije, teníamos que agarrar fuerzas.