Había una vez un ermitaño que vivía en lo alto de una montaña. Pasaba tanto tiempo inmóvil, observando la naturaleza, que los animales dejaron de temerle y se acercaban a ver qué clase de bicho era. El más amistoso era un tigre: entraba a beber leche de las cabras del ermitaño y luego se sentaba a lamerse los bigotes. Como llegaba del monte bien comido y tenía que hacer la digestión antes de regresar a su guarida, se acostumbró a dormir una siesta en la entrada de la cueva. Así, el ermitaño descubrió que se puede ser amigo de cualquier animal, siempre y cuando no tenga ni miedo ni hambre.
Después de muchos años, un niño apareció en la vereda. Su abuela había muerto hacía unos días y él quería llorar un ratito solo. No esperaba encontrarse con un hombre de barba larga y blanca sentado en la entrada de una cueva, mucho menos con un tigre. Aunque parecía manso, por si acaso, el niño prefirió mantener una distancia prudente.
— Puedes acercarte -le dijo el ermitaño-, hace tiempo perdió los dientes y, míralo, apenas puede moverse. Es más viejo que yo.
Pero el niño estaba concentrado en observar los ojos del anciano, cubiertos por una capa blanca.
— ¿Estás ciego? -le preguntó, porque tenía la buena costumbre de preguntar lo que pasaba por su mente.
El hombre sonrió:
— Como un topo.
— ¿Y cómo supiste que llegué y me quedé parado, sin acercarme?
— Cuando se pierde la vista, aparecen nuevos sentidos.
El niño se instaló del otro lado del tigre. A lo mejor ya no tenía dientes, pero sí uñas. Desde ese lugar, se veían las copas de los árboles que cubrían la selva. También pájaros de colores, flores y un mapache tomando el sol.
— Pareces contento -siguió diciendo el niño-. ¿Cómo puedes estar contento si no ves? Los topos son enojones.
— Y los entiendo -contestó el anciano-. Cuando yo me quedé ciego, también estaba furioso, y muy asustado. Claro que ellos no tienen miedo porque así nacen, pero ¿cómo iba a sobrevivir yo aquí solo? Me estrellaba contra los árboles, me caía, no encontraba la salida de la cueva, tiraba la comida… era un desastre. El caso es que una noche pensaba en lo horrible que era vivir en la oscuridad, cuando surgió una lucecita. Al principio creí estar imaginándola, después apareció un mundo entero dentro de ella. Hay unicornios, hadas pequeñitas como las chispas que suelta el carbón, quetzales, arañas e insectos con cuernos brillantes y alas transparentes. Además, y esto es lo mejor, a veces llegan las personas y los animales queridos que se murieron antes que yo. Un unicornio me explicó que, cuando yo me muera, es ahí a donde voy a llegar. Pero pensar en lo que va a pasar cuando me muera no es lo que me hace feliz, lo que me hace sonreír es que, desde que no veo, el viento se ha vuelto mi compañero. Me trae los olores de cada planta, esporas y el sabor de las estaciones, las voces de los peces cuando saltan un momento fuera del agua, y el crujir de las raíces de los árboles al acomodarse. Por si fuera poco, he descubierto que la tierra se siente distinta al amanecer que al atardecer, que la resolana me calienta los huesos mejor que el sol a plomo y que, si me quedo muy quieto, las alas de las mariposas me hacen cosquillas en el cuello. El viento me dijo en secreto que son las almas que acaban de desprenderse del cuerpo y van camino a su nueva vida.
El niño cerró los ojos. El sol llegaba matizado por las copas de los árboles. A lo lejos se oía el río y el zumbido de las abejas. Olía a miel. Puso la palma de las manos en el suelo para tocar la tierra. En la sombra, su temperatura le recordaba las manos de su abuela cuando le tocaba la cara; en el sol, sus ojos cada vez que lo veía llegar a su casa. Un revoloteo en el cuello lo hizo sonreír. Estaba pasando una mariposa.
Qué linda historia. Cuando conocí a unos ciegos por primera vez, más allá de verlos deambular por las calles, me impactó su sensibilidad. Hicimos un prototipo para mejorar la experiencia de ciegos y no ciegos en museos. La sorpresa es que en una experiencia a ciegas, en la que jugábamos con los sentidos los únicos que comprendían la realidad eran ellos. Nos decían: había 5 bocinas, e indicaban en dónde estaban. Nos decían cuánto medía la sala y cuántas personas había. Le llamamos al experimento “Los ciegos que no vemos”. Haciendo alusión a todos los normovisuales. Tu escrito me recordó cuánto aprendí de ellos. Gracias Susana.
Gracias a ti por la historia, David. Creo que la vista es un sentido avorazado, por ponerlo de alguna manera. Tiende a comerse a los demás.