En “La Aldea”, el grupo en el poder inventa a unos seres malignos para mantener a los habitantes de la comunidad lejos de las tentaciones del mundo abierto. Aunque, desde mi punto de vista, la película decepciona en cuanto a profundidad y ambientación, me pareció interesante la manera en que aborda el tema del miedo como herramienta de control. El bosque que rodea a la aldea es un aliado. Es fácil imaginar a criaturas al acecho entre la oscuridad de los árboles. No es la primera vez que el bosque se utiliza para alertar a los niños de los riesgos del exterior. Pensemos en Caperucita roja, por citar un ejemplo. En las ciudades, es necesario recurrir a otro tipo de amenazas. Así nacieron el coco, el robachicos o el hombre del costal, siempre listos para cazar a los muchachos desobedientes. Si la semilla se implanta desde la infancia, sus raíces serán sólidas. La moraleja es la misma: cuidado con quien se atreva a traspasar los límites.
Los gobernantes saben bien cómo utilizar el miedo. Basta un enemigo común –real o imaginario– para unir a un pueblo en una lucha o para conseguir votos. Sólo yo puedo defenderte, es una consigna. Otra es, ponte en mis manos y tomaré decisiones que tú jamás te atreverías a tomar. De esta manera, la gente que otorga el poder de llevar a cabo un genocidio o de bombardear a un país, con la excusa de que es un peligro potencial, duerme tranquila. Ojos que no ven, corazón que no siente.
En las instituciones religiosas que han sucumbido al poder, esta manipulación es en especial efectiva. Al lado de los tormentos del infierno, aun los peores escenarios se minimizan. Por crueles que sean las criaturas malignas de un bosque inventado, como en el caso de “La aldea”, por despiadado que sea el enemigo de una nación, por aterradoras que sean las consecuencias de la inseguridad, es imposible competir con la idea de un tormento eterno, más allá de la muerte. El infierno se convierte en el bosque de los cuentos a donde se llega cuando se pierde el rumbo, con la diferencia de que en él no hay héroes ni astucia que rescaten a los caídos. De ahí la necesidad de ceder la libertad a los que saben cómo detener el desplome.
En el siglo XIV, el monje católico Giordano Bruno, se convirtió en un místico visionario al concebir a un Dios que iba mucho más allá de la limitada y mezquina imagen creada por el poder. La respuesta de quienes pregonaban el amor y la misericordia divina fue quemarlo vivo, después de prensarle la lengua para que no pudiera hablar: “Nunca ha existido una persona tan mala”, pregonaban mientras preparaban el castigo ejemplar para que a sus seguidores no les quedara duda alguna de los riesgos de cuestionar los dogmas.
El caso de Hildegarda de Bingen tiene un final distinto. En la Edad Media la encerraron contra su voluntad en los cimientos de un monasterio benedictino. Su carga era enorme, debía orar continuamente y dar ejemplo de santidad. Viviría el resto de su vida haciendo penitencia por los pecados del mundo. Cuando la recluyeron, Hildegarda era apenas una niña, pero ya tenía las visiones que la rescataron. En ellas, visualizaba a una iglesia luminosa, alegre, colorida, amante de la naturaleza y, sobre todo, profundamente amorosa. Cuando logró salir del encierro, no dejó de ser monja. Refinó los maravillosos cantos que había compuesto en los cimientos del monasterio y se dedicó a la medicina herbolaria. Todo esto, dentro de una orden religiosa.
Los escritos de Giordano Bruno son un rechazo a los fundamentos mismos de la iglesia en donde le tocó crecer. Hildegarda de Bingen no repudió la institución, sino las formas. Lo que tienen en común es que ambos casos nos muestran que el poder y la espiritualidad no van juntos, y que la libertad de pensar de manera individual para llegar a las propias conclusiones es incompatible con las instituciones basadas en el control.
Sartre decía que estamos condenados a ser irremediablemente libres y responsables por nuestros actos. Según esta premisa, el libre albedrío no es un regalo, sino condición del ser humano. Incluso tomar una decisión implica ejercerlo. Ya sea un don o parte inherente de nuestra especie, a unos les cuesta asumirlo y otros utilizan esta debilidad para sus fines. La perdición de hombres como Giordano Bruno ha sido usarlo para tratar de entender la creación. El conflicto no es si sus ideas son falsas o ciertas, es la negación a que propaguen la libertad de llegar a las propias conclusiones. Las épocas de Giordano Bruno y de Hildegarda parecen lejanas, pero aún ahora, fanáticos religiosos castigan a cualquiera que no vaya de acuerdo con lo establecido. Se sigue lapidando a mujeres que deciden no ser castas, se sigue manipulando a millones de personas para que no se atrevan a cuestionar los dogmas de una fe supuestamente basada en el amor y en el libre albedrío. ¿Será esto también una condición inherente de nuestra especie?
Buenísimo artículo y tienes toda la razón, desde chicos nos manejan por el miedo y de grandes miedo al infierno, la religión debe de basarse en el amor y no en el temor! Como siempre súper bien escrito!
¡Qué bueno que te gustó! Gracias por poner un comentario.