Evidentemente no lo recuerdo, pero seguramente así sucedió. En algún momento de mi existencia pasé de un estadio de seguridad absoluta y calidez a otro desconocido para mí. En un segundo pasé del confort absoluto y una cierta obscuridad a otro momento radicalmente diferente.
De pronto ya no había calidez, seguramente tuve frío, y sentí que alguien tocaba mi cuerpo cuando jamás había sentido unas manos; tocaba mi cuerpo que, durante los nueve meses anteriores había estado en un proceso de desarrollo e ingravidez.
Ese día, según los registros oficiales, fue el 27 de abril de 1964, por allá de las cinco de la mañana. En ese momento (tampoco lo recuerdo, obviamente) estaba viendo la luz, estaba naciendo, venía al mundo.
Luego, recibí una nalgada (cuando ni siquiera yo sabía dónde estaban mis nalgas), y fue así porque en mi época llegabas al mundo “de un chingazo”.
Así nos recibían, y claro que no nos agradaba, llegar al mundo por primera vez y que te den un catorrazo en el trasero no es precisamente la mejor de las bienvenidas. Mi madre (supongo) descansaba en ese preciso momento de una carga pesada, descansaba de un embarazo (quiero creer que deseado y querido).
Así empezó mi vida, con un chingazo en las nalgas, y seguramente igual la vida de muchos. Llegamos de cabeza, maltratados, asustados, indefensos y sin saber qué carajos estaba pasando. Si yo estaba tan a gusto, ¿por qué sacarme de mi comodidad? Previo a ese momento yo era feliz, ahí donde estaba, en el cálido y protector vientre de mi madre.
Luego empezó toda una gran aventura, amamantarme, querer descubrir todo eso que unos minutos, horas o días antes ni siquiera pasaba por mi mente. Suponiendo que mi mente funcionaba, pues debo confesar que, antes de mis primeros seis años de vida, yo simplemente no existía, pues no recuerdo nada.
La vida, entonces, inicia con un golpe en el trasero, y luego te sigue dando más, muchos más, y al igual que al principio, muchos de ellos no sabes ni a qué horas ni por qué los recibes. Todos, sin duda, son golpes de bienvenida, todos te señalan que ya llegaste o que ya estás aquí.
Bendita vida, que te zarandea desde el principio y que no te da tregua, pues cada coscorrón es un llamado a vivir, es un llamado a estar despierto en esta trajinosa vida.
Luego, uno crece, hasta el grado inexplicable para mí, de convertirnos en adultos, esa etapa horrorosa de la vida en la que todos te dicen que debes madurar. Bendita infancia, en la que no sabes, ni quieres saber de qué carajos se trata la vida. La madurez es la peor de las amenazas, deberíamos de nacer adultos y morir infantes, bebés, fetos, o embriones de ser necesario.
La vida debería ser al revés, nacemos para (en muchos de los casos) morir viejos y decrépitos, con conciencia de nuestro paso por esta vida, con conciencia de nuestros pecados y nuestra decadencia. En ese sentido Dios me parece cruel, si Él todo lo puede, sería maravilloso que la vida fuera al revés, empezar por los problemas, por las frustraciones y terminar en la calidez de un vientre.
Por eso no me gusta esta lógica, porque pienso en reversa, porque creo que entre más viejo más frustrado, y de igual manera, entre más joven más feliz, porque la ignorancia que te da la infancia es felicidad absoluta, y la madurez que te da la vejez, es (en muchos de los casos) frustración igualmente absoluta.
Así pues, vivamos, vivamos mucho, vivamos siempre y cuidemos ese chiquillo (o chiquilla diría Fox) que llevamos dentro. Seamos felices que es nuestra única y verdadera misión en la vida, tan felices como cuando el esperma de papá logró conquistar al óvulo de mamá y, a partir de ese primigenio momento existimos.
Piensen en esa imagen, un día fuimos fecundados, y a partir de ese momento empezó una revolución genética que nos hace ser lo que hoy somos, al principio todo era felicidad, ¿por qué permitir que eso cambie? Insisto, la historia debería ser al revés.
Visto así, deberíamos sin duda, morir en el maravilloso éxtasis de aquel orgasmo que nos dio la vida.