La iglesia que hace siglos protegía a la hacienda amenaza con caérsele encima. De las gárgolas sólo queda el dragón, las demás han sucumbido al tiempo; el altar que algún día estuvo decorado con hoja de oro es ahora una piedra carcomida por los animales y las escaleras guardan las huellas de generaciones, cantera hendida por pies devotos. En el atrio, donde se crían las víboras, un balde de madera se balancea sobre el pozo que nadie utiliza. Cuando el viento sopla, el chirriar de la cadena recuerda otras épocas.
En la penumbra, los ojos amarillos de una lechuza siguen a una mujer que sale de la iglesia. Está vestida de blanco y tiene un rosario en las manos. Titubea, da un paso, se arrepiente. Su vista recorre el espacio empolvado del atrio donde de niña inventaba juegos en días de lluvia.
Agazapada en una cornisa, la lechuza observa cada uno de sus movimientos. Cuando aparece la luna, su reflejo brilla en las garras afiladas. La mujer murmura algo y la lechuza alza el vuelo. Sus alas despiertan al aire, después la quietud llena de nuevo el espacio. La mujer baja los brazos, quizá es alivio, quizá decepción. En la torre, la gárgola quisiera estar viva para proteger a la niña que reía bajo los chorros de agua.
Inconsciente de sus deseos, la mujer de blanco amolda sus pasos a las huellas de sus ancestros. Un peldaño, otro, girar hacia la casa, perderse en las ruinas. Cada paso es un esfuerzo, está cansada de luchar en un mundo que se derrumba. Suspira y el eco lastima a la gárgola, le gustaría cerrar los ojos para no ver el sufrimiento en la espalda encorvada, pero las piedras están condenadas a observar. La lechuza, en cambio, puede hacer pactos. Está escrito en los libros. Su aleteo alerta a la mujer, que se detiene antes de entrar en la casa. Deja caer el rosario en la cantera rota y levanta de nuevo los brazos. Esta vez, el gesto es un llamado. La lechuza desciende sobre ella y mujer y ave se confunden en un remolino de plumas, pelo y piel. La sangre escurre hasta la tierra moribunda.
La sombra de la iglesia protege a la hacienda del calor de mayo, desde su torre pueden verse sus campos recién sembrados. Cuando el sol empieza a bajar, los jornaleros regresan y antes de entrar al pueblo se detienen en el atrio para refrescarse con el agua del pozo. De vez en vez, una lechuza se atraviesa en su camino y recuerdan, como en un sueño, a una mujer vestida de blanco. Su sangre todavía riega la tierra, pero cuando aparece la luna, ella despliega las alas y se pregunta por qué tardó tanto en atreverse a volar.
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Este cuento forma parte del libro de cuentos publicado en México como “El huésped silencioso… y otras historias”, y en España bajo el título “A machetazos”.
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