El nuevo letrero que deben poner en los museos es “Prohibido observar”. Invariablemente me sucede que cuando veo detenidamente una obra, en el museo que sea, alguien del público me dice que me haga a un lado porque “ya estuve ahí demasiado tiempo” , y al acceder a esa petición, la persona se hace un selfie, que dura unos instantes y se va sin apenas mirar la obra. En los grandes museos colocan bancas enfrente de obras importantes, supuestamente para que nos sentemos a mirar con paciencia, la gente se sienta a ver sus teléfonos ignorando la obra. En los Uffizi la gente se amontona para fotografiarse y no miran, ni siquiera esperan unos instantes y salen en hordas de las salas. Los museos se están convirtiendo, en muchos casos, en lugares para pasar el tiempo, agredir a las obras o tomarse fotografías. La observación, la comunicación personal e íntima con una obra se considera un atentado y un estorbo en esta sociedad de la comunicación instantánea que comunica nada. La misma afición de estar horas mirando vertiginosamente contenido basura se lleva al museo, y con esa velocidad pasan enfrente de las obras, para luego ir a la cafetería o a los baños. Los museos deberían poner salas con cojines y miles de conectores para que la gente viera sus teléfonos, serían los espacios más visitados.
Les da los mismo si están ante una pieza con siglos de antigüedad o si es la obra maestra de un artista, no importa, lo que buscan es decirle a sus amigos o lo que sean esos invisibles nombres virtuales, “mira estoy aquí”, y la gran pregunta es ¿en dónde?, no están en el museo, no están con una obra de arte, tampoco están en disposición de observar, están en sus teléfonos, están con gente que no existe, están viendo la misma basura que ven en sus casas echados en un sofá. Viajan kilómetros, pagan pasajes de avión y hospedaje para entrar al museo corriendo, hacer la foto y salirse. No es un asunto de educación o pedagogía, es necio e inútil “formar públicos”, es parte de la fatuidad de una sociedad en decadencia que vive atada al egoísmo virtual como única forma de relacionarse con una realidad falsa. Es más cómodo, “intelectualmente hablando”, mirar el teléfono que adentrarse en una obra de arte, es más complaciente estar en un ámbito que no exige ningún tipo de raciocinio que tratar de descifrar el portento de una obra del Renacimiento o el Barroco. La molestia que causa que alguien observe largamente una obra es una reacción a la diferencia del “estar y el ver” y en consecuencia de vivir la realidad. El observador está comprometido de otra forma con la existencia, y eso agrede la imposición contemporánea de la irrelevancia tribal. La evasión a abordar con profundidad la observación es una conducta proclive a la enajenación y la manipulación. ¿Hasta dónde ha llegado ese vicio colectivo que ha aniquilado al estudio detenido del arte y la cultura? No somos víctimas del Internet, somos cómplices de una nueva forma de ignorancia comercializada y considerada parte del progreso.