Es cada vez más preocupante la forma en que parece estar manejándose la política económica estadounidense por parte de la administración Trump. Los riesgos aumentan en número y en proporción, tanto para su país como para el mundo, y particularmente en lo que concierne a México, como su vecino.
No parecen ser los principios y la lógica comercial lo que está detrás de la guerra comercial con la que Trump ha jugado, a partir de la imposición de aranceles indiscriminados al acero y el aluminio. Igual que en otros frentes, como la migración o la inseguridad, cuesta trabajo encontrar coherencia en este tipo de decisiones económicas, tanto en términos de visión como de simple pertinencia.
Sombras como las que hoy se ciernen sobre el comercio internacional, se posan en la sustentabilidad ambiental o el desarrollo de Internet, con medidas que precarizan o socavan avances o acuerdos. Señaladamente, en el mismo equilibrio fiscal y macroeconómico de Estados Unidos hacia el mediano y largo plazos, ante políticas con grandes contradicciones, vulnerabilidades y supuestos.
Con ese trasfondo, cada vez hay más evidencia para llegar a una conclusión difícil de aceptar, pero que no puede soslayarse para efectos de comprensión y planeación: no se puede hallar una racionalidad en la irracionalidad; no la que se esperaría en la conducción de la mayor potencia mundial.
Tras el anuncio de los aranceles, el pasado 1 de marzo, en la NBC se sugirió que, según fuentes cercanas, más que a las razones de seguridad nacional que se esgrimieron, al recuperar una legislación de los años 60, la decisión la detonó el enfado del presidente ante otros problemas, como el escándalo de la intervención rusa, los roces con el Fiscal General o la revocación de permisos de seguridad al yerno y asesor. Como sea, igual de preocupante que un accionar caprichoso como éste, lo es una motivación distinta a la racionalidad técnico-económica: no una lógica comercial, fiscal o económica, sino político-electoral.
Guerras comerciales
Por lo pronto, hay que tomar muy en serio el desafío. De inicio, voceros de la Casa Blanca descartaron excepciones a los aranceles de 25% al acero y del 10% al aluminio, incluyendo a Canadá y México. Recordemos lo que dijo Trump por Twitter: “Cuando un país (EE. UU.) pierde muchos miles de millones de dólares en el comercio con prácticamente todos los países con los que tiene negocios, las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”.
Mientras tanto, los medios de comunicación publicaban que, según fuentes de la Unión Europea, se estudiaba aplicar aranceles masivos para “reequilibrar” el comercio con Estados Unidos. El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, afirmó a la televisión alemana que impondrían “aranceles sobre Harley-Davidson, sobre el bourbon y los jeans Levis” si la Casa Blanca seguía adelante con el amago. “Nos gustaría tener una relación razonable con Estados Unidos, pero no podemos enterrar simplemente la cabeza en la arena”, agregó.
El problema es precisamente ése: la dificultad de que pueda efectivamente darse esa “relación razonable” cuando la racionalidad de las decisiones no responde a una lógica comercial o económica.
El déficit comercial de Estados Unidos, que en 2017 alcanzó 566 mil millones de dólares, responde a causas estructurales complejas y que no se limitan a los aranceles, los términos y negociaciones comerciales. De entrada, pesa mucho la insuficiencia del ahorro interno estadounidense para mantener el nivel de consumo de la población y el del gasto de gobierno, financiados ambos, en gran parte, con un gran superávit en la cuenta de capitales, es decir, con mucho dinero de exportadores de China y de otros países.
Ciertamente es mucho más fácil de explicar y entender, y sobre todo más atractiva, la idea de que, más que sacrificios o ajustes, lo que se necesita es una actitud airada y dura para acabar con el abuso de países supuestamente aprovechados. Presentar una situación en los términos maniqueos de la víctima –así sea la mayor potencia política y económica del mundo– decidida a acabar con injusticias, con la determinación de su líder.
Es, justamente, la esencia del populismo: simplificar las causas y las soluciones de problemas complejos. Además, en este caso, receta perfecta para guerras comerciales, que, como muestra la historia reciente, suelen acabar con una ecuación “perder-perder”. Así ocurrió con una imposición arancelaria similar, en el 2002, en el primer periodo de George Bush. Con el tiempo, las represalias de los países afectados acabaron creando más pérdidas que las ganancias prometidas para estados del llamado “cinturón del óxido”, también entonces con fuerte motivación o compromisos electorales.
Con este tipo de medidas proteccionistas, pudiera aumentar la inversión doméstica y, en cierta medida, la creación de empleos en industrias como la siderúrgica, pero el tenue y más que probable efímero efecto sería contrarrestado, más temprano que tarde, con precios más altos para los consumidores y problemas en sectores como el automotriz y las bebidas.
El reto macroeconómico
De forma similar, cada vez hay más observadores que alertan de las paradojas de la política fiscal impulsada por la administración Trump.
Por un lado, la apuesta por recortes masivos de impuestos y por un fuerte aumento del gasto público a fin de estimular la economía. El “pero” está en el momento: justo cuando ésta crece y se acerca al pleno empleo, además, a precio de un aumento sustantivo del déficit, que hace no mucho era el enemigo a vencer, clamor en el Partido Republicano.
Por otro lado, al mismo tiempo, la Reserva Federal está enfocada en el ajuste de la política expansionista que siguió desde la última recesión: lo que ha llamado normalización monetaria. Todo esto con objeto de controlar la inflación y contribuir a sanear desequilibrios, como precisamente el exceso de liquidez en la economía, así como el déficit y la deuda pública.
En síntesis: una clara divergencia entre la política fiscal –expansiva y procíclica– y la política monetaria –restrictiva y contracíclica–. De hecho, ahí podemos encontrar una de las causas más factibles de la contracción bursátil de fines de enero: una temprana corrección ante el temor por un impacto menos robusto de los recortes tributarios a cambio de mayores desequilibrios macroeconómicos en el mediano y largo plazos.
El reto es concreto: un sobrecalentamiento de la economía y su efecto en la evolución de los precios, cuyo costo es una reducción en los ingresos tributarios por 2.7 millones de millones (trillones estadounidenses) en los próximos 10 años.
En este escenario, el estímulo fiscal y del gasto público sería contrarrestado en algún momento por el castigo de mayor inflación y costo del dinero. La paradoja es similar a la que envuelve a la política comercial: si esta apuesta económica acaba siendo contraproducente en el largo plazo, bien puede ser redituable a corto plazo, por ejemplo, en las elecciones intermedias de este año.
A fin de cuentas, estamos ante uno de los mayores retos de nuestro tiempo, en todos los países: la divergencia entre una racionalidad de corte electoral y la que responsablemente debería sustentar las políticas y decisiones de gobierno.
Sin duda, hay muchas lecciones y precauciones a tomar en cuenta en México, en nuestra propia coyuntura y circunstancias.