Los dioses de la mitología griega son chismosos, competitivos, despiadados con los débiles y cobardes con los poderosos. Desconocen la misericordia y les encanta ejercer su poder en los mortales. Su ego se alimenta de súplicas y alabanzas, por eso es necesario mantenernos subyugados. Cuando Prometeo nos regaló el fuego, Zeus lo castigó con un tormento sin fin: cada día, un cuervo le comería el hígado. El terrible escarmiento serviría para hacer desistir a quien tuviera la intención de empoderarnos.
Circe, hija de Helios, dios del sol, la rechazada por ser menos bella que sus hermanas, la de la voz parecida a la de los humanos, también se sentía atraída por los mortales. A ella el castigo que se le impuso por atentar contra las leyes del Olimpo fue el exilio. Pero en un giro del destino, experto en desconcertar tanto a hombres como a dioses, lo que debería haber resultado una tragedia se convirtió en salvación. En la isla de su destierro, Circe perfeccionó el arte de la brujería y tuvo contacto con hombres que merecían ser convertidos en puercos, pero también con otros, íntegros y valientes. Con una mujer sabia y un constructor de laberintos.
A su isla llegaron el ingenioso Odiseo, Penélope y Telémaco, también Atenea, la guerrera de ojos grises; Hermes, el mensajero; Apolo, el más bello entre los dioses; náufragos y ninfas. En ella concibió y tuvo a un hijo que se convertiría en rey. Los animales salvajes fueron sus compañeros y la naturaleza se abrió a ella como un regalo. Circe tenía el poder de transformar a dioses y a humanos en su verdadera esencia. En el destierro encontró la suya. ¿Tendría el valor de llevar a cabo el hechizo con ella misma? Estos temas enriquecen la última novela de Madeline Miller. No es un libro con moraleja, sino una obra que va más allá de un recuento mitológico.
La primera parte sucede en las casas de los dioses, y aunque es importante para que el resto de la novela tenga sentido, la trama adquiere fuerza a partir del destierro de Circe. La diosa secundaria del inicio le cede el lugar a la gran bruja de Eea, a la mujer que sabe lo que quiere y está dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguirlo. Dicen que, en el fondo, los dioses envidian la mortalidad de los humanos. La Circe de Madeline Miller nos hace entender la razón, y no es la que imaginamos.
La iglesia católica, entre otras, predica a un dios infinitamente misericordioso, dispuesto a sacrificarse por sus criaturas, y la Biblia dice: “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza”. El problema surge cuando vemos las atrocidades que el ser humano es capaz de cometer, pues es difícil compaginar el amor que lo envuelve todo, con los pecados capitales.
Los dioses de la mitología griega, en cambio, fueron creados a imagen y semejanza nuestra en cuanto a debilidades, o pecados, como se quieran llamar. Sin embargo, carecen de la empatía que redime a los humanos. En este sentido, la bruja Circe se acerca más a lo que somos. Luz y oscuridad indivisibles. Una de las preguntas que genera la novela de Miller es, ¿quién necesita más a quién? ¿Los dioses a los mortales o los mortales a ellos? ¿Los poderosos a los aparentemente débiles o viceversa?
A través de su historia, el ser humano se ha esforzado por encontrar explicaciones para lo que somos incapaces de entender. Los mitos y las religiones nos han ayudado a soportar la incertidumbre. Buscar respuestas en algo superior a nosotros ha sido parte de nuestra esencia. Quizás ahí estén, pero quizás no. A lo mejor están frente a nosotros, en las caídas de las hojas en otoño, en una oruga que se convierte en mariposa. Como le sucedió a Circe, a lo mejor lo único necesario para encontrarlas sea observar a nuestro alrededor.