lectura

Lecturas para navegar

Lectura: 2 minutos

Me gusta leer, en verdad no puedo estar un día sin leer algo, unas pocas páginas, un par de capítulos. Leo no necesariamente en orden, ni tampoco una sola vez un mismo texto. Releo, me detengo, hago una pausa, no siempre breve, y regreso al relato o la idea que quedó suspendida.

Leo para hacerme preguntas, me zambullo en textos que a veces me atrapan y otra me aburren; no me importa, la mala literatura es tan fundamental como aquella que nos deslumbra. Es más, los gustos literarios son contradictorios, opinables, rebatibles y, sobre todo personales. Como con la música, el universo de registros posibles es dinámico e infinito. Palabras y notas pueden, indistintamente ser ruido o dar forma a una ecuación perfecta de armónicos o ideas.

Me zambullo en las páginas porque me gusta su olor y su textura; pero también me fascina la plasticidad de los libros en versión digital que me permiten buscar referencias y explicaciones inmediatas en buscadores y páginas de crítica, las que se encuentran, en mi pantalla, a un clic. Cada vez que pulso ésta o el teclado, una nueva puerta se abre y allá voy, me pierdo gozosamente y puedo vagar por horas por variaciones sobre lo mismo, explicaciones contradictorias, hipótesis absurdas o descubrimientos magníficos entregados por nuevas voces o relecturas frescas de un autor u obra que casi había olvidado.

importancia de leer
Imagen: Michelle Pereira.

Tengo amigos escritores, un padre poeta, una madre ensayista y una compañera de vida novelista. ¿Tenía escapatoria?, probablemente no. Pero si ninguno de ellos hubiera existido en mi vida, estoy seguro que igual habría elegido a la literatura, al pensamiento, a la imaginación y a la creatividad como las piedras angulares para respirar. Porque eso es justamente lo que el lenguaje nos permite hacer: respirar.

Estamos hechos de palabras, somos palabra; nos constituimos gracias a ellas, nos explicamos en ellas, discutimos gracias a ellas; amamos y odiamos usándolas a veces como mariposas y otras veces como rocas que vuelan por los aires. Somos fonemas y grafemas, sonidos y formas.

Leo textos y leo personas; traduzco e interpreto, ellos hacen lo mismo conmigo. Hoy cuando claramente no se entiende demasiado el presente, ni mucho menos se controla el devenir; más que nunca hay que contar con una buena cartografía para el siglo XXI. En la era de la tecnología y la robotización el lenguaje sigue siendo el rey. Para leer los mapas del futuro habrá que, necesariamente, volver a leer.


También te puede interesar: En busca de nuevos horizontes.

El hombre a quien no le entraba un problema más

Lectura: 4 minutos

A ese hombre no le entraban más problemas, lo había dicho él, lo había dicho claro, ya no le entraba un problema más, un solo problema más. Claramente lo había dicho, en más de una reunión, de amigos, de consorcio, en las fiestas, en los viajes. A los que lo paraban para contarles algo. Les decía: “Chst chts, no me entran más problemas”. Le apodaban el loco del barrio. El hombre andaba con medias, una de cada color y ojotas arriba de las medias. Pantalón roto en la parte de la cola y quemado por el calefón, arriba del pantalón, un calzoncillo. Camisa de vestir, mitad puesta, mitad salida para afuera. Arriba de la camisa una camiseta blanca de las que estaban agujeradas en el torso. Barba de varios días sin afeitar, escarbadientes en la boca, lapicera en la oreja, diario recién comprado abajo del brazo, y dos valijas que estaban a medio cerrar y llenas de cosas.

Y así andaba por la ciudad. Cualquiera que lo veía pensaba que ese hombre estaba lleno de problemas. “Pobre hombre”, decían al verlo, “está lleno de problemas”. Lo veían lleno de problemas en la ropa que tenía puesta, en el modo de ponerse la ropa, en las valijas que llevaba, en el modo en que caminaba. El hombre caminaba muy lento, como yendo a ningún lado mirando las plantas y los pájaros. Y cada tanto hacia algún comentario sobre algún brote nuevo, o alguna nueva actitud que le veía a los pájaros. Generalmente hablaba con ellos y con las plantas. La gente cuando lo veía decía “ese hombre tiene muchos problemas, pobre”.

problemas
Imagen: Mr. Bob.

“Y claro” –comentaban los que solían saber de las cosas–, “cuando uno está lleno de problemas, los problemas se acumulan encima de uno (como a ese hombre), y lo aplastan”. “Ése es un hombre aplastado por los problemas”. “Él no lleva a sus problemas, los problemas lo llevan a él”. Pero el hombre lleno de problemas sonreía, andaba por la calle y sonreía. Y hablaba a veces en castellano, a veces se le daba por hablar en un idioma raro, medio inentendible, a veces bufaba como un caballo, y a veces se quedaba en el banco, tirado al sol, horas y horas. “Lleno de problemas”, decía un amigo que lo había conocido de otra época. “En un momento no le entraban más problemas”, decía el amigo, “le había entrado tantos que ya no le entraban más”.

Llenó el cuerpo, la ropa, el pelo, las valijas, los pensamientos de problemas. Llenó hasta arriba como se llena un recipiente de agua, que llega al tope, y cuando llega al pico, se rebalsa, así se rebalsó él. Ése es un hombre al que no le entraron más problemas. Y cuando no le entraban más problemas se ajustó solo, bajó hasta el máximo, ya no rebalsó más. Pero quedó al tope de problemas, al máximo. No le entra un problema más. Por eso lo ven así, problema nuevo que aparece, él no lo agarra, porque no le entra más. Nada más. Ni uno más.

Ver al hombre que no le entraban más problemas en la calle era una imagen impactante. Era como si un tipo hubiese chocado con un ropero, con una oficina y una casa de valijas, todo junto, y hubiese quedado eso, una pila de ropas, papales, y bolsos, como tirados o puestos arriba de un hombre. El hombre estaba debajo de una montaña de cosas. Era un monumento al desorden. Muchos ordenados lo iban a ver para descansar de sí mismos, y se daban cuenta de que la visión de ese hombre extrañamente era relajada.

Pero la gente seguía comentando que a ese hombre no le habían entrado más problemas. Ya está lleno; hasta arriba de problemas y no le han entrado más.

Y por ahí se cruzaba a un hombre prolijo, de traje, todo arreglado, acicalado, planchado, que pasaba al lado de él, con cara seria, teléfono en el oído, apurado para acá o para allá. Y decían, “ése es un hombre sin problemas. El otro está lleno de problemas”. Pero lo extraño es que no estaba claro de cuál se hablaba.

el hombre con problemas
Imagen: Emanuele Ronco.

El hombre lleno de problemas hasta el tope generalmente hablaba con animales, y con los perros que lo seguían, pero ya estaba lleno de perros y tampoco le entraba un perro más. Este hombre tampoco solía hablar mucho con personas. Y si alguien lo paraba para algo, por ejemplo, para preguntarle dónde quedaba la plaza principal, les respondía: “Su problema no me lo pase, a mí no me entra un problema más”. Y si recibía visita para algo, simplemente decía, “No, no, estoy lleno, no me entra más”. Así que, de poco a poco, al hombre lleno de problemas le fueron dejando de hablar. De golpe los problemas viejos se fueron gastando, cansando y yéndose.

Los problemas se van con el tiempo, como si un día llueve, otro día deja de llover. Y los problemas nuevos no fueron llegando porque él ya no recibía más problemas y en poco tiempo pasó a estar hasta tres cuartos de problemas. Él lo sintió en el peso de cómo caminaba o las cosas que podía ver. Después se dio cuenta de que tenía la mitad de los problemas. Y, luego, sólo un poquito de problemas. Hasta que en un momento se levantó totalmente liviano, pensando en nada, y se dio cuenta, él, solo nadie más, que estaba vacío de problemas. Y así fue que el hombre que estaba lleno de problemas para todos, en realidad estaba vacío de problemas. Y lo más interesante para él es que no le entraba un problema más. Porque cuando uno se vacía de problemas, hay un momento en que ya no toma más problemas en su responsabilidad, son difíciles de cuidar, ocupan mucho espacio, y tarde que temprano, ciertamente se van, por más que uno los quiera agarrar.

Y así andaba por la calle el hombre vacío de problemas, mientras el mundo pensaba que no le entraba un problema más. Tenían razón, no le entraba un problema más.


La reciente publicación del autor: Pérez y otros relatos de humor (editado por Círculo Rojo).


También te puede interesar: Cuatro relatos cortos sensoriales.

Piranesi en su laberinto

Lectura: 3 minutos

Se pueden pasar horas viendo los grabados de Giovanni Battista Piranesi. Además de la genialidad de su pintura, sorprende la cantidad de elementos que el observador descubre en cada visita. Para mí, sus mejores obras son las que nos pierden en escenarios del inconsciente. Estar frente a ellas es incursionar en los sueños de su autor; la fantasía se convierte en una realidad alterna, palpable.

El libro de Susanna Clarke, Piranesi, es un viaje tan maravilloso como los grabados del pintor veneciano. La casa en donde vive el protagonista es inmensa. Sus galerías se conectan por vestíbulos medio en ruinas y el agua entra por todas partes. El ruido del mar es constante como el corazón de una madre que protege al niño en su vientre. Agua de mar y agua dulce en abundancia. Peces, algas y aves. Para el Piranesi de Susanna Clarke, vivir en ese entorno es un privilegio, lo que no quiere decir que sea fácil. Sobrevivir implica ser ingenioso y tener empeño, cualidades que nuestro protagonista tiene de sobra: hay que buscar comida, fabricar herramientas y ropa, prepararse para los embates de la naturaleza, cubrirse del frío… Pero no todo es sobrevivencia. Una de las labores que Piranesi disfruta es cuidar de los huesos de los difuntos que ha encontrado en los corredores. La casa cuida de él y él cuida de los muertos.

portada de piranesi

El único ser humano vivo aparte de él vive en una galería separada. A diferencia de Piranesi, el otro no siente empatía por los difuntos, las aves o las estatuas que pueblan los grandes espacios. Lo único que le interesa es encontrar poderes perdidos a través de los siglos. Es un mago científico, un maestro. Piranesi obedece sus órdenes y lleva un recuento preciso de lo que ve. Calla cuando debe callar, acude a los llamados y llena página tras página, hasta que se da cuenta de que a él los poderes no le interesan. Su vida tiene suficiente sentido.

A partir de esta revelación, la novela cambia. El otro hace creer a Piranesi que corre el riesgo de enloquecer si no sigue sus instrucciones. La más importante, huir de un extraño que llegará en cualquier momento y cimbrará sus creencias. Y sí, el extraño llega, pero no es el enemigo, sino el rescatador. El problema es que Piranesi no quiere ser rescatado de la morada en donde el otro lo ha mantenido preso. ¿O la verdadera cárcel será la razón que impera fuera de ella? Como el extraño que llega a buscarlo, el lector empieza a dudar. Las certezas se diluyen cuando el inconsciente aflora. La división entre la locura y la cordura ya no es tan clara. El sueño y la vigilia, la realidad y la fantasía…

Susanna Clarke ha escrito una novela que requiere de toda nuestra atención para transitar por caminos repletos de vericuetos. Al terminarla, quedan ganas de recorrerlos de nuevo; la sensación de lo mucho que no vemos a pesar de tenerlo frente a nosotros. Piranesi está hecho con la maestría de una escritora capaz de cerrar una historia osada sin dejar cabos sueltos. En las últimas páginas, cada elemento de la trama cobra sentido y el lector se despide con renuencia de Piranesi. La nostalgia por la casa de las estatuas permanece.


También te puede interesar: A machetazos.

El joven viejo José

Lectura: 2 minutos

El viejo José fue viejo desde chico, esos chicos que son ancianos desde que nacen. Cuando los chicos jugaban él los miraba. Cuando empezaron a comprar juegos, él no jugaba pero los guardaba. Y de vez en cuando les cambiaba uno por otro, o les compraba alguno. Era el dueño de las cosas, pero no por riqueza, sino por actitud. Cuando las cosas se fueron perdiendo en el crecimiento de la infancia, en el salto de etapas, que son como superficies superiores en una montaña, a todos les iban quedando las cosas de la etapa anterior en la etapa anterior, José, las guardaba todas. Se metía en las etapas bien vividas, porque una etapa para ser saltada tiene que ser bien vivida, y recogía el bochinche de cosas que habían dejado los que acababan de pasarla.

Así fue que el viejo José llegó a viejo y se quedó ahí, en la vejez con que había nacido, y en la etapa de guardar etapas. Andaba el viejo José con un guardapolvos por las plazas, en una época había sido placero, cosa que también desapareció, y también ayudante de una carpintería, y andaba con sus guardapolvos de trabajo, con los bolsillos gigantes de los costados. Y los bolsillos del viejo José estaban vivos, se movían, como si tuvieran un ratón adentro, una pequeña lagartija. Y cuando uno le preguntaba “José, ¿qué tiene en el bolsillo?” Nada importante, decía, unas bolitas. Y sacaba unas cuantas bolitas. Y si le preguntaban “¿cuántas tiene?”, José se ponía a sacar, sacar y sacar, haciendo una pila de bolitas delante de él, como si estuviese trayendo algunas bolitas del pasado.

pintura, oleo, James Coates
“Old”, James Coates (Etsy).

Sí, se decía que el viejo José tenía un bolsillo mágico que guardaba todo lo que añorábamos. “José, ¿tiene pelotitas saltarinas?”, le preguntaban. Y él sacaba diez, veinte, miles de pelotitas saltarinas, haciendo desaparecer en el bolsillo el brazo hasta el hombro. Se decía que el viejo José tenía un bolsillo mágico, pero además tenía cierto ritmo lento que le permitía no dejarse llevar por lo urgente que se iba presentando, y quedarse en el ritmo normal de las cosas. Eso decía José, en el ritmo normal de las cosas sigue habiendo bolitas, bomberos locos, bucaneros, sólo que en la velocidad con la que vamos, no la vemos. No se ve nada de los costados a esa velocidad, sólo el frente de un mundo que se hace más pequeño.

Frenen un poco y van a ver que todo lo que buscan está en algún lugar, decía José, y metía la mano en el bolsillo y sacaba un TEG, un Ludo Matic, una Pileta Pelopincho tres veces más grande que él, y hasta un día lo vieron sacar un metegol completo, del pequeño bolsillo de centímetros. Eso sí, revolviendo y buscando con la mano en el pequeño bolsillo, y pegando unos cuantos tirones hasta que salió.


También te puede interesar: Los nombres de las calles.

A machetazos

Lectura: 4 minutos

Me imagino que el primer golpe le llegó por la espalda y no vio la sombra del machete sobre su cabeza. Él tampoco hizo ruido. Al ver a Jacinta en el piso, recargó el machete en una silla y salió de la casa, cerrando la puerta detrás de él.

Atravesó el pueblo con paso decidido y en la delegación le dijo a Jesús, el policía:

—Ve a mi casa a ver lo que hice, maté a mi mujer, ve a ver lo que hice.

Jesús lo tomó a broma hasta que la expresión de su amigo lo obligó a coger su sombrero y pedirle al otro policía que lo acompañara.

—Quédate aquí —le dijo a Vicente antes de irse—, no vaya a ser cierto y luego no te halle.

Afuera de la casa se dieron cuenta de que no tenían orden de cateo y como el delegado era un hombre estricto, después de deliberar un momento le pidieron a un niño que entrara por la ventana y les informara lo que había adentro. El niño tardó en salir y además tuvieron que esperar a que acabara de vomitar para tener el informe. No, no había ninguna mujer muerta. Estaba doña Jacinta en un charco de sangre.

Cuando Jesús regresó del Seguro Social con el acta de defunción en la bolsa de la camisa, Vicente seguía sentado en el mismo lugar, las manos sobre las rodillas y ni una gota de sangre en la ropa. Como la cárcel estaba llena y el delegado tardaría en volver, soltaron a un preso para acomodar al nuevo.

machete
“El Machete” de David Alfaro Siqueiros.

Esa noche, Jesús no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía a Vicente, su amigo desde la infancia. Los niños lo querían mucho, sobre todo sus nietos; lo seguían a todas partes pidiéndole que les contara una de las mil versiones de cómo había perdido el dedo que le faltaba y en las tardes lluviosas, cuando no podía llevarlos a pasear en la carreta, jugaba palillos chinos con ellos. Jesús oía las carcajadas desde su casa. Pensar que ni borracho era agresivo, en lo infinita de su paciencia…

De Jacinta, en cambio, sólo recordaba su cara muy pálida en la clínica del Seguro Social y sus últimas palabras:

—Maldito tecolotero.

El tecolotero es el brujo—adivino. Da consultas a través de un agujero en la pared. Por cincuenta pesos se puede oír el aleteo; otros tantos aseguran la interpretación del problema y otros más, el remedio. Jesús nunca había ido a verlo porque no creía en brujerías. Además, no había tenido la necesidad, pero conocía el procedimiento.

—No quiero oír el aleteo —dijo mientras pasaba los billetes por la rendija—. Sólo traigo cien pesos.
El hombre —tecolote guardó un silencio hostil.
—Quiero saber qué mitote traía con Vicente. Me imagino que ya sabrá lo que hizo.
—El tecolote aleteó recio ese día.
—A mí no me venga con tarugadas. Dicen que últimamente no salía de aquí.
—Yo ni sé quién está del otro lado.
—Le voy a creer…

A pesar de recibir otros cincuenta pesos, el brujo se resistía a hablar del asunto. Jesús tuvo que amenazarlo para que contestara sus preguntas.

Jesús logró que trasladaran a Vicente a la cárcel de Agua Prieta porque la de Guadalajara estaba llena de mariguanos y su amigo no quería codearse con ellos.

tecolotero
Imagen: Televisa.

—Mira qué angosto es el corredor —le dijo cuando fue a visitarlo—, se siente uno ahogar… hasta el techo tiene alambre de gallinero. Ese cuarto sin ventanas es donde me encierran cuando empieza a pardear. Duermo con otros cinco hombres. A mí me tocó la litera de abajo, a ver si un día no quedo despanzurrado.

Jesús lo interrumpió:

—Ya sé por qué la mataste: en una borrachera se te metió la ocurrencia de que Jacinta, a su edad, andaba con otro. De modo que fuiste a ver al tecolotero para ver si era cierto y él acabó de calentarte la cabeza. Sabrá Dios qué tanto te dijo, pero entre sus argüendes y el alcohol, seguro no estabas pensando bien.

Vicente no parecía escuchar. Habló de la comida, del temporal, de su marcapasos que, por viejo, le sacaba buenos sustos, de lo triste que era estar encerrado con una bola de malvivientes y en voz más baja, de sus hijas, a las que nunca volvió a ver.

Cuando Jesús ya se iba, lo detuvo del brazo:

—Vieras cuánto me arrepiento…

El policía se quedó inmóvil. Al ver los ojos de su amigo llenos de lágrimas, pensó en el remordimiento que no lo dejaría en paz, en el dolor de haber perdido a sus hijas. Le puso las manos en los hombros, sin encontrar palabras, pero Vicente siguió hablando:

—De no poder ir a cazar conejos, de no estar para la siembra del garbanzo, de ya no cuidar a mis nietos…


También te puede interesar: Como es afuera es adentro.

Lamento de un boxeador

Lectura: 5 minutos

Para mí, que nunca le había tocado a alguien que golpeara tan recio como yo. Está mal que yo lo diga, pero es verdad. Me podrán ganar por puntos y por una mejor técnica, pero antes tendrán que resistir la potencia de mis puños. Yo pensé que como el británico era más alto que yo, saldría a correr al ring intentando mantenerme a la distancia con sus brazos más largos. Pero me equivoqué. Cuando vi su foto meses atrás también erré. Pensé que era muy feo, cosa que saltaba a la vista con sus orejas a lo Dr. Spock, y que lo derrotaría en el primer asalto. Acababa de ganar el campeonato del mundo derrotando por puntos a un paisano y creía que todo sería fácil.

Tony Lowell era alto, pero muy delgado. Sus piernas eran dos palillos que, de forma inverosímil, sostenían todo su cuerpo. Siempre me pregunté qué motivación podía tener una persona de un país rico para andarse dando de chingadazos con desconocidos. Quiero decir, él podría haber llevado una vida digna ejerciendo cualquier oficio. Supongo que le gustaba mucho el boxeo. Para mí, en cambio, las peleas fueron la única forma de salir del barrio, de mi casa con mi padre borracho y violento. Por ahí andan diciendo que lo hice para protegerme de los ladrones después de haber huido de casa, pero lo cierto es que yo sabía que era la única forma de prosperar sin meterme en negocios sucios. Ni modo, como futbolista no valía para un carajo. Por eso me hice boxeador. 

lamento de boxeador
Imagen: Zazzle.

La pelea era en Los Ángeles; el patio trasero de México en términos de afición. Yo me sentía en la Arena México. Incluso, luego me contaron que un miembro del cuerpo técnico de Lowell recibió, cortesía de un paisano, el impacto de una bolsa de agua de riñón como manda la tradición. Él salió como todo un fajador sin dar ni pedir tregua. Se me pegó como una lapa y empezó a trabajarme el cuerpo. Ocasionalmente me lanzaba un golpe curvo a la cabeza. Uno de estos me impactó en la ceja y me produjo un pequeño corte. Mis asistentes estaban asustados. El doctor logró parar la hemorragia, pero todos tenían miedo de que resurgiese con mayor violencia y que el árbitro acabase descalificándome. No se puede pelear si no se ve y lo molesto de las heridas en la ceja es que la sangre invariablemente corre hacia abajo para cegar temporalmente al boxeador.

Sin embargo, mi contrincante era muy noble; demasiado quizá. En lugar de refregarme el pulgar en la ceja para reabrir la herida, como hacen los demás, continuó peleando como si no se hubiese percatado de mi debilidad. Los primeros seis episodios fueron una pesadilla. Parecía que nuestras cabezas estuvieran pegadas. No había forma de quitármelo de encima. Al final del segundo asalto lo tuve a distancia una fracción de segundos y conseguí conectarle un buen recto a la mejilla. Se tambaleó ligeramente, pero volvió imperturbable a la carga. En el séptimo round, Tony, mi contrincante, empezó a notar el cansancio. Ya no me arrinconaba con tanta facilidad. Por fin pude empezar a soltar mis mejores golpes.

Los aficionados se dieron cuenta de que la pelea cambiaba y enfervorecidos empezaron a gritar “México, México…”. No pararon hasta varios rounds después. El noveno asalto marcó el principio del fin. Para entonces ya le había trabajado lo suficiente el cuerpo y empezaba a faltarle el aire. Se me quiso acercar, pero lo paré en seco con un uppercut a la mandíbula. Pensé que ahí se terminaba todo. Pero no habían pasado dos segundos de la cuenta del referee cuando ya estaba en pie dispuesto a seguir el combate. Incluso parecía enfadado por su despiste. Finalmente, llegó el fatídico duodécimo round. Para entonces, yo ya podía bailarlo y Tony Lowell apenas conseguía acercárseme. De hecho, cuando eso ocurría era porque yo lo permitía. En esas ocasiones, intercambiábamos nuestras gotas de sangre y sudor y sentía su jadeante aliento en mi hombro.

lamento de boxeador
Imagen: Charlie Davis.

Pese a su cansancio, Tony seguía soltando golpes y su voluntad no había disminuido. Avanzaba. Avanzaba sin importar cuán duros fueran mis golpes. Yo también estaba cansado. Quería acabar lo más pronto posible. De pronto, cuando estábamos enzarzados en el centro del ring dimos un medio giro como si fuéramos una pareja de baile y, al acabar el movimiento, me desprendí y lo conecté con un recto de derecha en la mandíbula. Por primera vez en toda la noche sentí cerca el fin. Esta vez, le costó levantarse, pero su mirada mantenía ese brillo de determinación que no lo abandonó en toda la pelea. Nos juntamos en el centro del ring. Sabía que la próxima sería la última andanada por lo que no quería precipitarme. Dejé que me conectara un jab y que se acercara. Cuando lo tuve a distancia disparé mi golpe; un recto que estalló en toda su cara y produjo su última caída. Ahí terminó todo. El árbitro me declaró vencedor y mi utillero me levantó en hombros para escenificar mi entronización.

Desde arriba vi al padre de Tony, que era también su entrenador, alarmado intentando reanimar a su hijo que ya nunca despertaría. También desde arriba los vi por primera vez. Los aficionados no venían a ver a dos boxeadores practicando el arte de la defensa. Lo que buscaban era la sangre; la tragedia. Para ellos, tan sólo éramos gladiadores y uno tenía que morir. Después de eso, perdí el interés por el boxeo. Hice unas 10 peleas más con división de resultados hasta que un boricua me partió la cara y dije: “No más”. Ya no pude volver a pelear igual. Cuando le estaba dando una putiza al rival me venía el recuerdo de Lowell e instintivamente aminoraba el castigo. Cuando era yo el que recibía los golpes, me invadía el miedo a que se repitiera la historia, pero conmigo noqueado. Cuando empezaba mi carrera, creía que llegaría a las 100 peleas como los más grandes. Después de pelear con Lowell me centré en conseguir lo suficiente para poder vivir cómodamente y abrir mi propio gimnasio.   

Yo lo maté. Por supuesto, no quería, pero el resultado es el mismo. Pasaron 50 días desde que cayó hasta que murió. Pasarán más de 50 años y yo seguiré recordando el momento en que mi rival cayó como un árbol derribado en el centro del ring. Los doctores dicen que lo mató la fragilidad de su cráneo; que de no haber sido en esta pelea habría sido en la próxima. Hoy no le habrían permitido pelear. Tenía más de 150 combates entre profesional y amateur. ¿Por qué chingados tuvo que ser en mi pelea?


También te puede interesar: Vidas paralelas.

Vidas paralelas

Lectura: 4 minutos

Nací el día en que el sargento Shōichi Yokoi regresaba a la civilización. Había sido capturado por unos pescadores a los que había atacado, creyendo que aún seguía en la guerra. Al igual que yo, él retornaba de un gran exilio. Yokoi había estado confinado en una isla; yo en dos. Él se había enfrentado a las bestias de una jungla inhóspita, yo había tenido que lidiar con los bestias de mis captores. Él era un veterano de la Segunda Guerra Mundial; yo también luché en otras guerras, ciertamente no tan aberrantes, pero donde se derramó mucha sangre. Al igual que él, pienso que la guerra no ha terminado, por más que ya no se oiga el estruendo de los cañones. Sin embargo, no apruebo su famosa frase: “es con mucha vergüenza que regreso”. De lo único que él debería estar avergonzado es de haber sido sometido por dos pescadores, pero, después de más de un cuarto de siglo, quizá se dejó capturar.

Quiero decir, ¿de qué sirve estar listo para el combate si no hay nadie a tu alrededor? Yo supongo que pensaría que era mejor enfrentar su destino, así fuera la ejecución, que seguir languideciendo en la isla. Además, si él hubiese sido soldado mío, yo lo habría condecorado, pues nunca hizo caso de lo que fácilmente se podía considerar mentiras del enemigo. Me refiero a los folletos que soltaban los americanos desde los aires, anunciando el final de la guerra. Cierto que era verdad, ¿pero él cómo podía saberlo? Cualquiera que fueran sus motivos al atacar a aquellos pescadores, creo que mereció el homenaje que le rindieron. De hecho, he de reconocer que yo no habría podido aguantar tantos años viviendo en una cueva. Y la prueba es que sólo resistí seis años en condiciones materiales mucho más propicias. Eso se llama disciplina.

shoichi yokoi
Shōichi Yokoi, sargento del Ejército Imperial Japonés (Fotografía: El Diario del Pueblo).

Yokoi era un buen soldado, pero no tenía talento para el mando. Nunca buscó escapar de la isla a diferencia mía. Mi fuga apenas duró un poco más de tres meses y, cuando me volvieron a apresar, me mandaron al fin del mundo para evitar que me volviese a escapar. Pero esos fueron los años finales de mi otra vida. Mi historia reciente asemeja en ciertos aspectos mi vida pasada. Nací nuevamente en una isla. En este caso, Puerto Rico. Me dirigí a Nueva York; la actual capital del mundo con una beca fullbright para hacer mi carrera en economía. Ahí conocí a Josephine Stewart, una de las hijas del multimillonario de los medios de comunicación.

Pronto me di cuenta de que lo mío era mandar sobre los hombres. Ya no podía ser en el campo de batalla; un trabajo mal visto en nuestros días. Ya no se podía adquirir ni la gloria ni el poder a través de esta noble profesión. La sociedad se había vuelto pusilánime en doscientos años y se asustaba si se topaba con un cadáver en la calle. Supongo que Yokoi coincidiría con mi diagnóstico. A fin de cuentas, acabó repudiando a la sociedad de su tiempo y luchando por el ecosistema. Yo, en cambio, me di cuenta de que los negocios eran una forma de hacer la guerra por otros medios. Adquiriría tal fortuna que, a su debido tiempo y con un mensaje populista plagado de invectivas contra los inmigrantes, conseguiría la Presidencia de Estados Unidos.

Por ello, mi primera decisión, tras la boda, fue convertirme en americano de pleno derecho. Y la segunda, crear esa fortuna en la Bolsa de Valores. En algo sí se parece la Bolsa a un campo de batalla, las consecuencias. Los resultados de una decisión bursátil pueden conllevar a la pérdida de trabajo de miles de personas, suicidios colectivos o el hundimiento de un país entero. Además, ya no es necesario demostrar la superioridad intelectual o la mayor fuerza. Tan sólo es necesario esparcir un rumor y esperar a que cunda el pánico en las filas enemigas. Da igual que se trate de una mentira, acabará convirtiéndose en realidad.

emperador de wall street
Imagen: Cairopolitan

Al igual que en mis antiguas campañas, mis operaciones eran veloces e imprevistas. Veía el objetivo y ordenaba el ataque a mis soldados-funcionarios. Pronto me gané una fama universal y, cuando alcancé los mil millones, el mote de “El emperador de los negocios”. Qué dulce y querido era ese apodo. Qué tiempos tan bellos me recordaban al lado de mi Josefina.

No obstante, cometí un error garrafal de cálculo que me costó una derrota tan amarga como la que sufrí en Bélgica tiempo atrás. Invertí grandes cantidades en bonos de las hipotecas o, como todo el mundo las conoce, acciones subprime. Nunca pude probarlo, pero sé que fue un plan urdido por mis enemigos los ingleses y sus primos; los americanos ingratos. No les importó destruir Grecia y otros países con tal de destruirme. Perpetraron una tormenta perfecta de los mercados que llevaron bancos y aseguradoras a la quiebra. Ése fue mi Waterloo moderno. Y ahora me encuentro atado en esta lóbrega habitación, esperando ser rescatado.

—Ten mucho cuidado con ese paciente –le dijo el celador a su relevo novato–. Es un ex-millonario que perdió toda su fortuna en la última crisis y se cree la reencarnación de Napoleón


También te puede interesar: Condena interplanetaria.