La meditación es una práctica milenaria con más de 5,000 años de antigüedad, asociada principalmente a prácticas religiosas orientales de India, China y Japón, y que también ha estado presente en otras tradiciones como el cristianismo. Los registros escritos más antiguos se encuentran en Los Vedas –libro sagrado del hinduismo; en la actualidad encontramos infinidad de textos que nos introducen a su conocimiento y nos instruyen en su ejercicio–.
La práctica de la meditación se ha extendido vinculada a tradiciones religiosas o de forma independiente a las mismas como medio para fomentar la experiencia religiosa, eliminar la causa del sufrimiento, incrementar la expansión de la consciencia, promover el dominio de sí mismo y, en gran medida, por los beneficios que proporciona a las personas como lo muestran recientes investigaciones médicas y psicológicas que la aplican a poblaciones concretas con situaciones específicas.
Existen múltiples tipos de meditación: shamata, vipassana, tántrica, zen, compasiva, mindfulness, etcétera. En los entornos médicos se aplican principalmente dos clases de meditación: la meditación de concentración y la meditación de conciencia plena. En el primer caso, la atención se enfoca hacia un objeto específico que puede ser la propia respiración, una imagen, un mantra, una emoción, entre otras. Si la mente se dispersa, simplemente se regresa al objeto de meditación hasta completar el tiempo de práctica. En el segundo, se busca un estado relativamente estable por medio de la respiración y se observan desprendidamente los eventos físicos y mentales que surgen sin juzgarlos, evaluarlos ni sostenerse en ellos; simplemente se dejan pasar.
Independientemente del tipo de meditación, todas ellas contribuyen a estabilizar los sentimientos extremos que rompen la armonía y favorecen la salud integral de las personas. Por tal razón, dedicar unos minutos al día a la práctica meditativa, especialmente en estos momentos de alteración de la realidad como la conocíamos, es una herramienta eficaz para conservar la salud emocional y contribuir a la salud física.
En efecto, la constancia en la disciplina meditativa produce beneficios perenes en el practicante relacionados principalmente con tres aspectos:
1) La aceptación de la realidad tal cual se presenta, sin adhesiones enfermizas, aversiones destructivas, expectativas condicionantes ni decepciones dolorosas;
2) La permanencia en el tiempo presente para evitar posponer el bienestar, dejar de padecer remordimientos o añorar el pasado vivido e impedir temer a un futuro que aún no llega; y
3) La reinvención de la persona misma gracias al desarrollo de mejores herramientas para enfrentar la existencia.
Como cualquier otra actividad, la meditación requiere, además de la disciplina y la constancia, destinar un tiempo, así como un espacio adecuado para facilitar su práctica. En un principio, sentarse en una posición cómoda que mantenga la espalda recta, de preferencia sin recargarla, relajar paulatinamente el cuerpo, concentrarse en la respiración y repetir un mantra o una frase inspiradora durante 10 minutos es suficiente para desarrollar el hábito y observar sus frutos.
Para sostener la práctica, las facilidades tecnológicas que proporciona esta época a pesar del confinamiento permiten aproximarse y avanzar en la disciplina. En línea se encuentran múltiples cursos de iniciación para principiantes a bajo costo o incluso gratuitos. De igual forma, existe una gran variedad de meditaciones guiadas y música adecuada útiles para todos, además de la posibilidad de unirse a grupos ya establecidos para mantenerse vinculado a una comunidad y perseverar en el entrenamiento.
La meditación equilibra la tensión existente entre las demandas del entorno y la armonía interior; por ello, ante a la presión e incertidumbre provocada por la aparición del coronavirus, esta práctica es un medio accesible a todos para enfrentar este reto extraordinario con el cual hay que coexistir y superar.
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