Agradezco a Mariana, editora de esta publicación, su amabilidad al permitirme publicar en este espacio un pequeño relato que es recuerdo de mis vacaciones familiares y mi infancia con mi papá, nostalgia del Pacífico mexicano y, por supuesto, de mi familia.
Él fue quien nos enseñó a divertirnos saltando olas. A cada uno de sus seis hijos nos meció en las crestas cuando éramos bebés. De su mano daríamos luego los primeros pasos sobre arena mojada, persiguiendo la marea necia que nos hacía perder el equilibrio en su empeño de alcanzar de nuevo la playa. Recuerdo las vacaciones como un paraíso en la costa donde cualquier aventura estaba permitida y nada costaba caro. La incomodidad del viaje en carretera casi se me olvida, camuflada por el recuerdo del sol en la mirada de papá cuando aparecían los primeros cocoteros, por su sonrisa húmeda de sal. En la tarde comprábamos helados y luego íbamos en coche hasta el otro lado de la bahía. Nuestra diversión era verlo perderse en el océano, entre bocazas con labios de espuma, para reaparecer cada vez más entusiasmado en medio de la superficie convertida de pronto en espejo. No le tengan miedo, insistía, sólo hay que dejarse llevar. Su juego continuaba hasta que caía la noche. Entonces nos invitaba a sentarnos en alguna terraza y, sin soltar el cigarro mientras picaba un bocado de pizza, nos iba explicando la forma de las constelaciones que señalaba con el tenedor.
Era un hombre aún joven cuando se fue, una tarde de viento y aguas revueltas. No desmentimos a los del Ministerio Público que nos miraban con lástima mientras escribían “ahogamiento en el mar” en la causa del deceso. No habrían comprendido un dolor tan feliz, la certeza de que papá había vuelto a su casa.